Interludio 2: En la lejanía

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Kasamatsu Hinagiku despertó tendida en su cama, con ambos brazos extendidos hacia el techo como si estuviera poseída

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Kasamatsu Hinagiku despertó tendida en su cama, con ambos brazos extendidos hacia el techo como si estuviera poseída.

Su cuarto olía a cebolla y pescado frito, seguramente por dejar su única ventana abierta, y aún con la luz que entraba de esta podía ver claramente el brillo azulado proveniente de los múltiples pedazos de cristal incrustados en su piel.

Estaba entumecidos, y dolió cuando los bajó.

No recordaba cómo había vuelto a casa y le dolía todo el cuerpo. Solo ahí notó que estaba completamente desnuda bajo las mantas, y cuando se giró para echar un vistazo al suelo, vio su ropa desperdigada por el suelo, toda manchada de sangre que seguramente no era suya.

Hinagiku se sentó en la cama, su largo cabello negro cayó por delante de sus hombros, convenientemente cubriendo su pecho, y miró las diminutas rocas destellando en ambos brazos, algunos de ellos aún sangrando. Quizás se excedió un poco la noche anterior.

<<Ah... Van a regañarme por ensuciar las sábanas otra vez.>>

—Hinagiku.

Aunque no lo demostró, Hinagiku se sorprendió de escuchar a su asistente hablar de la nada. Giró el rostro hacia la derecha, donde a menos de dos metros la puerta de su cuarto estaba abierta y en el marco de esta una hada le miraba con reproche.

La alta mujer era rubia, de piel morena, maquillaje cargado y encantos voluptuosos. Iba vestida con un holgado vestido amarillento que, de haber estado un poco más sucio, podría haber sido un saco de patatas. Aún así se veía bien en ella, la desgraciada.

Pero ni el vestido más lujoso del mundo habría sido más llamativo que las dos alas en su espalda. O al menos, la silueta de estas.

Como todas las hadas del mundo su asistente mantenía sus verdaderas formas ocultas, y todo lo que era visible para el resto de los mortales eran delgadas líneas de luz flotando en su espalda, bordes brillantes que solo insinuaban la forma de sus alas, pero no permitiendo ver nada más.

La mujer hada fumaba un cigarrillo delgado de color oscuro, con ambos brazos ligeramente cruzados a la altura de su pecho, el humo del tabaco y otras hierbas medicinales llegando hasta la chica en la cama como una peste.

A pesar de la mala iluminación Hinagiku pudo distinguir sus grandes ojos azules, tan claros y preciosos como gemas a pesar de las batallas, la sangre derramada y las desgracias que esa mujer había vivido en los pocos cientos de años que llevaba con vida.

Hinagiku arrugó la cara, tomó las mantas de su cama y volvió a tenderse, dándole la espalda a la mujer y envolviéndose lo mejor que pudo.

—No estoy.

—Levántate de una vez, que tienes un huésped.

—Dile que estoy muerta. Soy demasiado vieja para salir de la cama a estas horas.

La Balanza de Itier | El Legado Grant IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora