Interludio 4: Herramientas necesarias

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Ozart no recordaba cuándo fue que la gente comenzó a llamarle "maestro"

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Ozart no recordaba cuándo fue que la gente comenzó a llamarle "maestro".

En su larga vida había tenido que cargar con muchos títulos. Algunos ilustres, otros poco convencionales. Había sido un lord, un empleador, incluso un profesor en las cosas más inconsecuentes.

Fue hermano, señor y tío. Fue venerable, lunático y traidor. Y tras años y años, lo que le quedó fue "maestro". Solo maestro, una palabra simple cuyo significado no representaba la gran cosa, pero que para él, tras cientos de años vividos, se sentía más pesado que todos los demás títulos juntos.

Ozart miró a sus guardias inconscientes en el suelo por una fracción de segundo y luego suspiró, decepcionado.

Hombres y mujeres altamente entrenados para ser armas letales retozaban en el suelo, unos quejándose de dolor si es que no habían perdido ya el conocimiento.

El viejo jugó con el pequeño brazalete de cuentas en sus dedos y levantó la vista hacia el cielo estrellado, sin mirar directamente al responsable de aquel ataque.

Era tarde, y la luna estaba a poco de desaparecer en el ocaso. En poco tiempo amanecería.

—¿Sabes? —dijo el anciano con tono relajado—. Gradaler fue una mujer inquieta.

La luz de la burbuja junto a Ozart no alcanzaba para iluminar por completo a la figura encapuchada a varios metros de él.

Acabó de desarmar al último de sus guardias inconscientes, tomó sus navajas y las lanzó al montón de objetos filosos en medio de un arbusto. Se alzaba como una sombra ágil, casi fantasmal.

Cuando escuchó al anciano hablar se giró hacia él como si recién notase su presencia, pero se acercó rápidamente, con pasitos emocionados, casi infantiles.

—Ya me has contado esa historia —dijo la figura al acecho, su voz ligera y grácil; cantarina.

—Porque es importante —Ozart sacudió una mano con irritación—. La alianza lleva su nombre porque la gente que la mantienen funcionando le deben a ella todo lo que tienen a pesar de que han pasado casi cien años de su muerte.

Si cerraba los ojos aún podía ver aquella sonrisa en sus recuerdos, un gesto que siempre había sentido era demasiado irritante. Pero esa sonrisa de antaño tan fastidiosa había cargado con las vidas y los sueños de miles.

Los huesos de Gradaler debían estar a medio convertirse en polvo, pero lo que esos mismos huesos habían sembrado en el mundo aún permanecía, y uno de sus logros más importantes estaba allí delante de él, agitándose como la sombra de una calamidad, esperando por sus ordenes luego de haber deshecho a su escuadrón de guardias casi sin esfuerzo.

Si ella siguiera viva, ¿qué diría al verle así?

—Una alianza de mercaderes, magos, eruditos y hasta nobles, todo establecido por una mujer híbrida, la más grande que jamás ha visto este condenado continente —Ozart arrugó la frente y empuño una mano, apretando el pequeño brazalete—. ¿Y para qué?

La Balanza de Itier | El Legado Grant IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora