Interludio 8 - Viejas mentiras

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Yuil podía oler la sangre en el aire

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Yuil podía oler la sangre en el aire.

Era un olor intenso y pesado, agobiante cual neblina, como infestando todo el bosque.

Y muy a su pesar, también era un hedor familiar. Quizás incluso era el olor al que estaba más acostumbrado. Uno que se remontaba hasta sus recuerdos más antiguos.

Crack.

Saliendo de lo profundo del bosque, y en medio de un pequeño claro, un hombre desconocido emergió hacia la poca luz solar que llegaba al lugar.

Iba vestido completamente de negro, cubierto con una gabardina ancha y larga, de cuello alto que impedía ver la mitad inferior de su rostro, y que llegaba incluso hasta por debajo de sus rodillas.

No solo parecía estar fuera de lugar, pero también poseía una presencia que le hacía destacar como sangre en la nieve.

Una vez más Yuil pudo oler la pestilencia de antes, proveniente de aquel hombre. Sangre rancia, sucia, mancillada por el hedor de carne podrida y el metal.

¿Eso era un inquisidor?

<<Asqueroso.>>

Con un movimiento lento pero decisivo, Yuil tomó con firmeza el mango de las dos espadas que colgaban a sus costados y las extrajo de un jalón. Las hojas de estas resplandecieron muy ligeramente con la luz que llegaba al lugar, y ambos esperaron.

Aunque la postura del inquisidor no cambió, Yuil podía sentir que estaba alerta; lo notó en la forma que su hedor pestilente fluctuaba.

Estaba demasiado quieto, como una estatua. Su pecho y sus hombros no se movían de la forma en que una persona lo haría al respirar. Aquella persona... No, aquella "cosa" no podía ser llamada humana.

De ser así no le molestaba matarlo.

—Perro de Faraís, no puedes avanzar más.

—...

El inquisidor clavó su mirada en él pero no reaccionó ni respondió a sus palabras, más bien parecía estarle examinando atentamente.

Luego todo cambió en un segundo.

Fue como una brisa que sacudió las copas de los árboles y los arbustos alrededor de ellos, pero dicha brisa tenía el filo de una espada, y como golpeado por un torbellino, el bosque quedó envuelto en caos.

Las figuras de Yuil y el inquisidor parpadearon en lo que el viento sacudía el claro, y cuando el torbellino llegó a su fin, también lo hizo en área donde estaban.

Múltiples ramas y arbustos cayeron al suelo, hechos añicos, cortados por algo muy filoso que se retorció en la espalda del inquisidor.

Fue buena idea que Yuil sacase sus espadas, porque pudo detener los golpes y amortiguar el empuje antes de que le hicieran perder el equilibrio y rebanarle el cuello.

La Balanza de Itier | El Legado Grant IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora