Capítulo 48

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Tercer día.

– ¿Nunca vas a mirarme a la cara?

– ¿Nunca vas a soltarme? ¿Siempre va a ser así? Encerrada en un agujero a saber dónde. Aislada del mundo, de la vida.

– Estás viva. Y no estás aislada, Núria. Estás conmigo. Eso debería ser suficiente.

Núria le miró a los ojos.

Intentaba no hacerlo, porque su cuerpo la traicionaba: cuando miraba a aquellos ojos, algo dentro de ella se removía, algo dentro de ella caía en picado hasta el suelo, rebotaba e iba directamente hasta su pecho. 

Y todo para decirle que había algo extraño.

Que lo conocía. Que sabía quién era mejor de lo que pensaba.

Pero ella sabía, estaba casi segura que la única vez que le había visto la cara, era en fotografías. Nunca en persona.

Era imposible que ella supiera quién era.

Pero aún así, su cerebro lo intentaba. 

Repasaba cada uno de sus recuerdos, cada momento de su vida.

Solo que había una gran parte que estaba vacía.

A oscuras.

O en blanco.

Daba igual como intentara llenar ese hueco, siempre estaba vacío.

– ¿Aún no se te ha metido en la cabeza que no estoy viva? ¿Cómo podría estarlo? ¡Esto no es vida!

– Eres una desagradecida. ¡Te estoy salvando!

– ¡¿De qué?!

– De ti misma. De ellos. De Samuel, de Oscar... De todo el mundo.

– Tú no me estás salvando de nada. ¡Me estás condenando!

– ¡Dios! ¿Cómo puedes estar tan ciega? ¿Cómo puedes no darte cuenta?

– ¿¡Cuenta de qué!?

– No puedes seguir negándolo... no puedes negar lo que es más que evidente. ¡La has visto!

– ¿A quién?

– Ya sabes a quien. – Núria le miró directamente a los ojos, deseando poco a poco que dejara de hablar. Y lo peor de todo, era que tenía miedo, que estaba aterrorizada; pero porque sabía que lo que venía ahora era imposible. – Has visto a Verónica...

El nombre volvió a resonar en su cabeza, en sus ojos, en su pecho...

¿Quién era? ¿Quién?

Sintió algo extraño en la garganta, porque sabía en el fondo que aquella mujer a la que había visto no se llamaba así.

– Has visto a Natalia... – oyó en forma de susurró.

Natalia...

Un recuerdo fugaz pasó: una niña pequeña, arrodillada en una habitación. 

Un sollozo. 

Sangre por el suelo, en sus manos. 

Una risa. 

Una cuerda y una tarta de cumpleaños.

El recuerdo de unas manos ásperas rozando su cuerpo, sus brazos, su entrepierna... un grito. 

Un tirón de pelo. 

Una imagen de unos pies descalzos corriendo por la nieve blanca.

– ¿Natalia?

Núria habló en voz alta, pero no oyó su propia voz. 

Vio de reojo como entraba por la puerta la mujer que no tendría más edad que ella, pero que aparentaba tener diez años. 

El pelo largo, demasiado. 

Revuelto. 

Vestida de blanco y descalza.

Núria fue mirándola poco a poco, y cuando llegó a su cara ahogó un grito: era como mirarse en un espejo que la envejecía

Levantó inconscientemente su mano para tocarla pero su hermana retrocedió asustada y miró directamente a Rubén, quien la cogió del brazo mientras asentía, como si le estuviera dando permiso.

Acercó a sus dos hijas, la una con la otra hasta quedar enfrente.

Y sonrió. 

Ampliamente; de verdad.

Como hacía años que no hacía.

– Por fin estás en casa, cariño.

Núria sintió como si algo dentro de ella se hubiera resuelto. 

Como cuando terminas un puzle y solo falta encajar la última pieza.

Estaba delante de dos desconocidos, a los que llevaba años sin ver, ahora estaba segura.

Y aún así, sentía que los conocía mejor de lo que se conocía a ella misma.

Y aún sabiendo que algo estaba mal en aquella situación... 

Una voz dentro de su cabeza le llevó hasta la misma palabra: casa.

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