Capítulo 50

4 1 0
                                    

Dos semanas.

Era un hombre fuerte. 

Y leal.

Eso no iba a negarlo.

Pero empezaba a cansarme mucho de su actitud.

– ¿Vas a seguir sin hablarme? – pregunté, tras volver a pegarle otro puñetazo.

Samuel, volvió a mirarme directamente a los ojos. Sin hablar. 

Cuando le agarré del pelo para volver a pegarle, me escupió parte de la sangre de su boca en la cara.

– ¡Joder!

Salí de allí hecho una furia y cerré la puerta de un portazo, furioso.

– ¿Cómo coño no entiendes que quiera saberlo? ¡Es mi hija! ¡Tengo derecho a saber cómo ha sido su vida!

Por primera vez en dos semanas, Samuel habló. 

Solo que no con palabras; al principio sonó débil, pero fue cogiendo fuerza poco a poco. 

Su risa resonó en toda la habitación y no tuve más remedio que volver a entrar.

– ¿De qué te ríes?

– Tú no tienes ningún derecho sobre ella. Nadie lo tiene... Y no eres su padre.

La frase, que no paraba de resonar en mi cabeza. 

La frase que Núria no dejaba de repetir... que mi Verónica no paraba de repetir. 

Yo era su padre, yo le había dado todo, la había criado, la había protegido del mundo exterior, la había amado como nadie iba a amarla en su vida.

Como nadie más debía amarla.

Cuando salí de la habitación, tenía las manos manchadas de sangre, me había desquiciado, desahogado con él.

– Amor, entra ahí y limpia el suelo... Está lleno de sangre.

– ¿Le has matado? – preguntó, mirándome con esos ojos llenos de ojeras.

– No... Aún no.

– ¿A dónde vas?

– Ya estoy harto de esperar. Tiene que recordar. Tu hermana tiene que recordar, Verónica tiene que volver. Ya ha estado demasiado tiempo fuera de casa.

– ¡Yo soy Verónica!

– Sí, mi amor. Lo sé. Eres mi vida... Pero tienes que entender que ella también lo es. Las dos lo sois.

– Vale...

Acaricié su piel blanca y cuando mis dedos rozaron una herida que aún tenía abierta, cerró los ojos. Sin ser consciente de ello, verónica me acabó acorralando contra la pared y me besó.

Amaba que hiciera eso.

Adoraba que me cogiera desprevenido y me besara.

Que me amara.

Pero... No podía dejar de pensar en Núria. En Verónica.

No podía dejar de pensar en su piel, blanca... Intacta. Tan pura. Tan mía.

La aparté con cuidado y sonreí.

– Esta noche, amor. Esta noche.

La dejé en la habitación limpiando, con el cuerpo de Samuel echado en la cama, lleno de sangre y de moratones. 

Anduve por el pasillo, con una canción metida en la cabeza que no recordaba cuál era, pero en cuanto abrí su puerta y la vi allí, tumbada y dormida, solo tuve un pensamiento.

Creía que estaría dormida, ayer por la noche estuvimos hablando bastante.

Le conté todo lo que ocurrió. 

Que un día se asustó y salió corriendo y ya no pude volver a encontrarla.

Que Verónica y yo nos habíamos quedado en el mismo sitio, por si algún día, por casualidad, ella volvía. Pero jamás, volvió.

Verónica incluso me suplicó mudarnos, irnos a otro sitio porque ella creía que allí, en aquella cabaña en medio del bosque, no estábamos seguros. 

Pero yo no podía irme, ¿Cómo sino mi pequeña iba a encontrarnos? 

Ella no lo entendió. 

Nunca lo hizo.

Y en cierta manera, me lo recriminó durante muchísimo tiempo...

Pero cuando vi la entrevista por televisión, cuando oí su voz, cuando vi su cara, supe que era ella. 

Supe que era el destino, que nos unía de nuevo.

Y supe que debía volver a unirnos a los tres, como a una familia.

– Creí que dormirías.

– Oí unos gritos...

– Habrá sido la televisión. – maldije para mí el haber dejado la puerta de la habitación de Samuel abierta.

– No... eran gritos que estaban muy cerca. ¿Hay alguien más aquí a parte de mí? ¿Alguna otra supuesta hermana?

– Natalia no es tu supuesta hermana. Es tu hermana. Sois iguales, por el amor de Dios.

– No... No somos iguales. Ella vive en una mentira. Llevas engañándola toda tu vida... la tienes prisionera.

– ¿Prisionera? ¿Eso crees de mí? Nata... Verónica, puede salir de casa cuando quiera. No hay cerrojos en esta casa.

– No, solo en mi puerta.

– Tú aún no lo entiendes. Pero lo harás, estoy seguro. Acabarás entendiéndolo.

Mientras hablaba, fui acercándome a su cama y me senté en el filo mientras ella retrocedía contra la pared. 

En un movimiento, sin que se diera cuenta, una parte de su vestido había dejado a la vista parte de sus piernas.

Cuanto las había echado de menos.

– Apártate.

Incluso ahora, con miedo en sus ojos, su voz no titubeaba.

Alargué mi mano izquierda hacia su pierna, tocándola y ella se asustó. 

Intentó que la soltara pero contra más se resistía, más la sujetaba.

– Creo que es la única forma de que recuerdes... Me querías.

– Nunca podría.

Me abalancé sobre ella, sujetándose sus muñecas contra la cama, mientras ella se retorcía debajo de mi cuerpo; consiguió soltar su mano de mi agarre y tener tiempo para evitarlo, me arañó la mejilla izquierda.

– Te echaba de menos... Siempre fuiste la más dura de las dos.

Volví a agarrar sus muñecas, esta vez llevándolas hacia arriba, hacia donde tenía las cuerdas. 

Até sus manos a ambos lados de la cama y oí como comenzaba a sollozar.

Ahora, sin tener que preocuparme de sus manos o de sus arañazos, pasé mis manos por su cara, secando sus lágrimas.

– Sh... Tranquila. – susurré, mientras iba dejando pequeños besos. – Estarás bien, mi amor. Estaremos bien, te lo prometo.

Al principio gritó, forcejeó y no paró de moverse, pero cuando comprendió que era inútil, Núria paró de moverse. 

Fue como si por fin comprendiera que ya estaba en casa.

Que ya estaba conmigo.

Que ya no tenía que preocuparse de nada, porque yo siempre iba a estar con ella.

Me esmeré en no ser demasiado duro, era la primera vez que estábamos juntos después de tanto tiempo.

Intenté que recordara.

Intenté que disfrutara.

Pero cuando me fui dos horas más tarde, Núria seguía llorando en silencio.

InstintoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora