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Cuando todo lo ves gris un color diferente hace que se te reinicie la vida.

Ester.

A través de la ventana del auto miraba el cielo azul despejado y solo habitado por unas nubes blancas y esponjosas, unos pájaros volando con sus alas extensas acariciadas por el viento pasible y fresco, y un sol radiante, luminoso, que hacía que el día tuviera un resplandor increíble.

Era un día hermoso, tan hermoso que me daba náuseas.

—Ester —me llamó mi padre a mi lado en el asiento del conductor—. ¿Quieres quitar esa cara de circunstancia? Estar todo el tiempo amargado no es recomendable.

—¿Cómo puedo estar feliz sabiendo que voy a pasar por el mismo proceso que pasé en Inglaterra? —dije con algo de frustración.

—Tengo fe de que esta vez será diferente —alegó, volviendo la vista al frente.

—Eso mismo dijiste en Ámsterdam, Tokio y Londres.

Hubo silencio por un momento, el destello de desilusión de mi padre cruzando por su rostro y, aún así, me dió una sonrisa reconfortante.

—Solo… confía en mí, créeme.

Mi padre siempre a sido de esas personas insistentes en que las cosas saldrán bien, confiado en que no será un desastre y que saldremos de una situación adversa con todo su optimismo.

Persistencia, le dicen. Ganas de aferrarse a lo imposible, la llamo yo.

Íbamos rumbo al nuevo hospital donde me atenderían, no estaba tan emocionado por ello ya que esta misma situación la viví una vez y justo cuando creí que la había superado… solo me rompieron la burbuja de imprevisto.

Al estar acumulando esperanzas y ser optimista como lo es mi padre se llaga a desepcionarse bastante, lo sé porque yo tenía esa misma emoción hace algunos años y cuando volvieron a darme este diagnóstico todas mis ilusiones se fueron al demonio.

—Llegamos —avisó mi padre.

Solté un suspiro pesado y junto con mi cámara de oxígeno bajé del auto y me dirigí a la entrada del hospital.

Tenía una entrada muy linda, eso indicaba que era un lugar de dinero. No todos los hospitales tienen jardines tan mantenidos y prestigioso en la entrada, era buena señal.

Al entrar al lugar me encontré con lo que ya me espera; paredes blancas, enfermeros esperando en la sala de espera, doctores dando noticias a familiares, paredes blancas, enfermeros trasladando camillas y llendo de un lado a otro, pacientes merodeando por los pasillos, más paredes blancas...

Los hospitales eran tan predecibles.

Mi padre se dirigió a la recepcionista, le hizo saber mis datos e hizo algunas cosas que no presté mucha atención y luego la señora (que parecía más de 50) nos dirigió al ascensor para subir al séptimo piso que al parecer era el último antes del techo. Me ví en el espejo con una sensación desagradable por mi aspecto, mi cabello que no había tomado mucho tiempo en crecer estaba aspero, y la palidez de mi piel no ayuda mucho al contraste de mis ojeras extremadamente oscuras.

Suspiré y dejé de ver mi reflejo. Llegamos al piso, cruzamos el pasillo y nos detuvimos en una habitación en donde la puerta rezaba: 3-14.

RemembranzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora