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Cuando el recuerdo se vuelve obsesivo, solo es cuestión de tiempo a que el dolor sea perpetuo.

Lady.

12 de Julio 2018.

La vida es tan corta y los días tan largos, que muchas veces nos creemos inmortales.

Creemos que las cosas y las personas nos van a perdurar por siempre, que la amiga con la que salía todos los días siempre va a estar conmigo al llegar a la universidad o al ser adultas y tomó otro rumbo en el trascurso de su vida; o el dinero que junte por meses y meses, jurando que me iba alcanzar para lo que quería e incluso me iba sobrar, pero no compré ni la mitad de lo que pretendía y se fue por el caño en un par de cosas. O, en otros casos, la belleza que poseía de adolescente se me esfumó cuando llegué a los treinta. Mi camisa favorita no me sirve y la regalé. Mi piel antes lisa, está llena de espinillas. Mi lápiz se rompió. Mi série terminó. Mi comida expiró. Mi novio me engañó. Mi paciencia se acabó.

Todo, absolutamente TODO, en esta vida es temporal. Los amigos, la belleza, el dinero, lo material, los pensamientos, las personas. La vida en sí es efímera. Nada dura porque siempre va haber un después.

Después del día, viene la noche. Después de subir, toca bajar. Después del calor, toca el frío. Después de lo lindo, viene lo feo. Después de la niñez, viene la juventud, luego la adultez y lo último la vejez. Y así...

Hasta que al final, después de la vida viene la muerte y de allí a ningún lado.

Y sino fuera el caso, el cese de existencia no sería un hecho sino un caso hipotético y el extención de conciencia sería más duradero hasta el punto de no tener un final.

Lo aprendí a las malas. Lo entendí cuando perdí lo único que hacía que mi vida fuera perfecta, lo único que me hacía querer levantarme por las mañanas. Aprendí que la vida es injusta a la hora arrebatar cuando perdí al hombre de mi vida.

Nunca había comprendido el significado de extrañar hasta que lo perdí de verdad y lo supe porque sus ojos no brillaban, solo veían sin vida el vacío de la inexistencia, su pecho no se hinchaba al recibir oxígeno por sus pulmones, su corazón no bombeaba sangre ni latía con tranquilidad. Cuando no pudo devolverme un abrazo, cuando no contestó mis súplicas y gritos de desesperación, cuando sabía qué jamás lo volvería a ver darme una sonrisa o sentir el tacto caliente que me daba su mano reconfortante, allí, justo allí, supe lo que es extrañar. Porque sabes que ya no está, te haces a la idea de que se fue, pero duele, quema, arde saber que lo vas necesitar con cada célula de tu cuerpo.

Mi padre era la persona a quién más amé. Por eso es que siempre digo que él fue el hombre de mi vida, porque me cuido como nadie lo hizo, estuvo conmigo cuando me sentía sola a muy corta edad. Fue mi pilar, mi héroe, mi ícono. El único ejemplo al que quería seguir. El único amigo que siempre estuvo conmigo y la única familia que necesitaba.

Y lo perdí.

Llevé la botella de whisky a mis labios y el líquido me recibió con ardor en la garganta, pero lo pasé como agua.

En estos días, me gustaba tener tiempo para mí, aunque fuera como una tortura. Porque lo único que hago es beber y fumar como desquiciada y romper algunas cosas que me estorban. Pero no puedo evitarlo.

Me mata estos tiempos porque en estos días lo perdí y con ello perdí una parte mía. Me mata su ausencia, me mata su muerte, me mata el que cada día lo necesite, me mata el saber que no puedo aunque sea darle un último abrazo, me mata su recuerdo que me carcome el cerebro día tras día.

RemembranzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora