3. Enloquecido

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Aiden Finnes

Lucía angelical, como si sus manos estuviesen libres de manchas de sangre.

Dash dormía sobre su cama, algo recta, pues así era la única forma de que pudiese estar acostada sin sentir dolor. Yo estaba tendido a su lado, sobre uno de mis costados.

La doctora Martin había estado en su habitación hace una hora, para ver si había mejorado o no. La verdad era que su tez estaba amarilla, sus labios casi blancos y carecía del calor corporal que normalmente emanaba.

Todos los problemas de salud se mezclaron con la falta de sangre debido a la herida, dejando así un resultado bastante deplorable.

Y sí, mi padre la dejaría descansar por unos días sólo porque aún teníamos a nuestros hombres en Lyme, pues los habitantes de dicho estado se rehusaban a que un Finnes los gobernara. Así que aquel estado estaba ardiendo en llamas, mientras experimentaba una lluvia de balas y centenas de muertes.

La verdad era que ya estábamos preparados para eso, porque a diferencia de Cloutier, Lyme había aprendido a sobrevivir por sí solo; en aquel estado había más agallas que en todo el continente.

Pude haber seguido pensando en Lyme y la matazón que se llevaba a cabo en ese preciso momento, pero esos ojos azules, los cuales ya estaban casi blancos debido al virus, me miraron.

—¿Por qué mierda sigo viva? —soltó, haciéndome reír —. No te rías, Aiden, es en serio.

—Pronto estarás bien —comenté, ignorando sus quejas —. Podrás descansar como es debido y voy a estar contigo en todo momento.

—Mara está enloqueciendo —dijo, entornando su mirada, volviéndola más sensible —, y está en todo su derecho. Pasamos horas rodeadas de cadáveres... de personas que nosotras mismas habíamos asesinado.

—Si no lo hacían las muertas serían ustedes.

—¿Y de verdad crees que merecemos seguir estando vivas? —Su voz se quebró —. Hemos hecho tanto daño que de verdad ya no sé si eso de luchar por nuestras vidas esté bien.

—Dash no... basta.

Mis labios buscaron los suyos, pero ella metió su rostro entre mi mandíbula y mi cuello.

—Quiero que todo pare —susurró, provocando que su aliento chocara contra mi piel —... no, no lo quiero. Lo necesito.

Ocho años atrás...

—No lo quiero, lo necesito.

Esas habían sido las palabras de mi madre al marcharse luego de que el tío Andreus se ofreciera a llevarla a su nueva casa.

Estaba justo a tres pasos de distancia de los hoyos del suelo que indicaban que justo ahí estaba el cerco electromagnético. Llevaba al menos dos horas parado ahí, sin poder creerlo.

Le había rogado miles de veces a mi madre que nos alejáramos de él, siempre hablábamos de eso luego de una fuerte pelea, o luego de uno de los ataques de ira de mi padre.

La última pelea inició a raíz de un comentario de mi madre. No recordaba ni la mitad de cosas que se habían dicho, sólo sabía que mi madre le hacía saber una vez más a mi padre que no estaba de acuerdo con que doce chicas vinieran a vivir con nosotros.

A mí realmente no me molestaba, pero algo me decía que no estaba entendiendo la situación, que había una parte del cuento que desconocía.

Luego de ese comentario empezaron los gritos, y tras los gritos las agresiones. Lo que si recordaba perfectamente era que mi padre tenía un vaso de wisky en la mano, estábamos en el minibar que habían construido en la segunda planta.

Ese vaso terminó en pequeños pedazos en los pies de mamá, dejándola llena de licor y pequeñas heridas. Ella le hizo saber lo que pensaba de sus acciones, entonces pasó de tener cristales de un vaso en los pies y wisky en la piel, a tener cristales de botellas y todo tipo de bebidas desparramadas por diferentes partes del cuerpo, sin mencionar las diferentes heridas que tenía.

De un momento a otro llegaron unos amigos de mi padre, que lograron calmarlo y sacar a mi madre corriendo hacia el poco espacioso cuarto que mi padre había hecho para guardar medicinas y utensilios médicos. La bonita doctora Lisa Martin fue la primera en gritarle a los demás que mi madre necesitaba ayuda.

Yo como siempre, había quedado paralizado en un rincón del lugar, sin poder decir o hacer nada. Sólo veía el desastre de cristales, licores y sangre en el suelo y paredes.

—Sal de aquí, Aiden, no quiero molestarme contigo —había dicho mi padre, sacándome de aquel estado de shock, y obligándome a mover mis pies.

Una vez fuera de ese lugar, escuché la voz de mi tío Andreus.

Debemos alejarla, sino va a morir —le decía a sabrá Dios quien —. Le conseguiré un lugar para vivir. Es la madre de mi sobrino y la única figura materna que le queda a Captian, debo hacer algo por la mujer.

Luego de esa terrible escena pasaron dos días, en los que no me permitían ver a mi madre. En la mañana del tercer día ella me citó en el jardín, por medio de una de las chicas de servicio.

Corrí hasta ella, y al verla me dolió hasta lo que no sabía que podía doler. Estaba llena de rasguños, cortadas y moretones.

Aiden, necesito hablar contigo —me dijo, viéndome a través de uno de sus lentes de sol favoritos. Ella siempre lucía bien —. Y espero que lo entiendas.

Yo sólo pude asentir.

Y fue ahí donde me dijo que debía marcharse. Dijo que era por el bien de los dos, pero a mí me dejaría con el psicópata de mi padre.

La vi subirse en el auto junto a mi tío Andreus. No sabía describir la confusión y el dolor que había experimentado en ese momento. Y ahora me encontraba unos pasos más allá, pues había corrido tras el auto.

La CapturaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora