Juan Pablo Villamil.
Está sentada en las escaleras delanteras de la cabaña que compartimos en la granja.
Tiene su vieja guitarra en el regazo y está tocando una melodía dulce y bonita que no conozco. Se detiene para tomar un trago de la botella de vino junto a su muslo y vuelve a tocar.
Está vestida con un sweater tejido y un gorrito morado le cubre la cabeza. Su pelo sobre sale del gorro recogido en dos trenzas, y se ve tan dulce y bonita que por un instante me detengo y me quedo mirándola.
Acaricia suavemente el diapasón de su guitarra, como si estuviera consintiendo a una mascota querida.
Por primera vez soy consciente de que, durante el tiempo que esté en la cárcel, tampoco va a haber música para ella. No va a poder tocar. No sé cuánta música podrá escuchar.
La música se va a apagar para la persona que construyó su carrera y se creó una nueva vida a base nada más que de sensibilidad musical, y mi corazón se rompe en su nombre.
Sus dedos se cierran cariñosamente sobre las cuerdas, y empieza a tocar esa melodía dulce que no conozco, que suena nostálgica y suave, y hace que mis dedos piquen de ganas de escribirle algo encima.
Toma de nuevo su botella de vino para dar un trago.
Y me ve.
La botella se queda detenida a medio camino de sus labios, mientras achica los ojos, como para revisar que efectivamente estoy ahí.
Hace muchísimo frío.
Con las manos en los bolsillos, camino en su dirección, mientras aprieto en mi puño el mensaje que vine a darle.
Ella me mira fijamente mientras me acerco, y por un momento me parpadea en la memoria un recuerdo viejo de ella mirándome justo así en el aeropuerto. Es extraño que la maravilla en su expresión siga ahí, como si a pesar de todo aún no se creyera que estoy aquí, pero de alguna manera también parece completamente vencida.
Es pasada la medianoche, y las paredes de esta cabaña todavía parecen estar impregnadas de nuestro amor, lo que hace un poco más difícil la conversación que al parecer estamos a punto de tener.
Llego frente a ella y me detengo en el primer escalón del porche de la cabaña. Ella se queda sentada en la manta que está ocupando en el suelo, pero no me dice nada.
Me inclino a su lado y tomo su botella de vino. Le doy un sorbo y suspiro.
- Vine a darte algo – Le digo sin saludarla
- Villa... – Me dice, ya negando con la cabeza
- Ahórrese su discurso, Camille. No me voy a ir a ningún lado
Ella baja la mirada a las cuerdas de su guitarra.
No ha dejado de tocar mientras hablamos.
- Pero deberías hacerlo – Susurra
- No
- ¿Alguna vez te conté cómo se desencadenó mi claustrofobia? – Me pregunta sin mirarme
Guardo silencio, porque no sé a dónde quiere ir con eso, y me da igual, porque no voy a permitir que me aparte.
Subo la pierna en el escalón superior y me pongo cómodo.
- Luego de lo de Hart, tenían que sacarme de Estados Unidos lo más rápido posible. Mis padres son colombianos, y me habían traído de visita un par de veces. El país siempre me gustó. Hablaba un español con acento de acá, así que parecía una buena opción para pasar desapercibida, excepto que no podía salir por aeropuerto, porque mi cara estaba en las listas de buscados por la policía fronteriza. Así que me sacaron por vía marítima

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- Agua -
FanfictionTodo se cura con agua salada: sudor, lágrimas o agua de mar. Ella se convirtió en su agua salada. Y luego se fue. ...El amor es caprichoso.