El carruaje se mecía de un lado a otro, movido por el viento que provocaba la energía salida del príncipe Yun. Con mucho cuidado, el conductor había colocado a Siu de vuelta en su posición original y con la mayor cautela que pudo, se colocó en el asiento principal para asomarse por la entrada del carruaje. Sus ojos se ensancharon y se asustó al divisar lo inimaginable.
Las bestias que acechaban al príncipe Yun eran más grandes que un humano alto, por lo menos el doble de aquellas dimensiones. Tenían unas fauces llenas de dientes filosos y ni hablar de sus garras delanteras y traseras; no cabía duda de que era una visión que atemorizaría a cualquiera.
El príncipe portando la armadura lucía irreconocible y más que eso... Su anatomía parecía atemorizante y el conductor parecía escuchar que su voz se había tornado más ronca en cuanto lanzó un gruñido tras lanzarse sin pensarlo para atacar con aquella espada.
«Estos no parecen ser Mei y Gao, tienen menor tamaño, pero igual no debo confiarme. Debo llegar a casa y poner a salvo a Siu y al conductor».
Yun se sentía un poco inseguro con la espada, pero no debía dudarlo, más cuando podrían hacerle daño a Siu y al señor conductor. La espada sonó fuerte en cuanto colisionó con la piel del animal monstruoso. Rápidamente el otro dragón le dio un zarpazo que lo hizo caer, pero el príncipe se incorporó de inmediato.
«Si uso el grito letal para aturdirlos, estoy seguro de que los lastimaré a ellos también y eso no puedo permitirlo», caviló Yun mientras se lanzaba hacia las patas de los animales, pero estos se escabullían rápidamente.
Los dragones se camuflaban en la penumbra y Yun miraba a todos lados, pero estos parecían haber creado una estrategia que les funcionaba contra los ataques de él. En cuanto menos se lo esperaba, salió uno de ellos y lo golpeó fuertemente con la cola. Aquello dejó a Yun muy aturdido y en el suelo. Apenas se pudo levantar y otro de ellos emergió para lanzarle una estocada que llevó al príncipe a una distancia alejada del carruaje.
Yun se sintió mareado y su vista se entorpeció. Se dio un golpe en la cabeza con su mano y en cuanto recuperó la visibilidad, notó que ambos dragones se acercaban poco a poco hacia el carruaje.
—¡No! —Yun comenzó a levantarse con angustia, porque dentro del carruaje se podía escuchar el grito de terror del señor.
La adrenalina corrió más rápido por las venas de Yun y eso le permitió levantarse lo más rápido que pudo y correr con aquella velocidad que no parecía humana. De una patada mandó a volar a uno de las bestias, que rodó por un barranco sin poder detenerse.
Sin siquiera analizar sus movimientos, saltó hacia la cabeza del otro dragón para clavarle su espada justo en la coronilla. La bestia lanzó un chillido estridente y se sacudió con fuerza, lanzando a Yun hacia el suelo, específicamente a un costado del carruaje y quedó inconsciente debido a la caída.
La bestia continuaba gritando de dolor, sin poderse quitar la espada que estaba incrustada en su totalidad en su carne. A pesar de que intentara zafarla con su garra, esto le era más que imposible y parecía estar perdiendo la energía poco a poco.
—¡Alteza!... —gritó el conductor y salió del carruaje para verificar que el príncipe estuviera con vida. En efecto, él respiraba, pero no volvía en sí—. Su majestad, por favor, despierte.
El hombre retiró el casco de la cabeza del príncipe y a pesar de que él tenía conocimientos sobre reanimación, la armadura impedía que pudiera proceder con dicha reanimación. Luego pasó por su mente que, no tenía alternativa, aprovecharía ese momento en el que aquella bestia estuviera lidiando con la espada incrustada para salvar a Yun.
—Disculpe, alteza, pero debo ayudarlo —musitó con angustia para comenzar a quitarle la armadura carmesí, sin dejar de voltear hacia donde la bestia se encontraba, ya que podría liberarse de su dolor y contraatacar.
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La guerrera del Príncipe Dragón
RomanceLa desgracia ha llegado a Ciudad Prohibida. Una maldición se apodera de la vida de An, la esposa del Emperador y amada Emperatriz del reino. El tiempo es muy limitado, pero aún hay esperanza. Un sabio de dudosa procedencia, dijo que la única salvaci...