Cuando la esperanza agoniza

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Los días de luto y desesperación parecían no tener fin en Ciudad Prohibida, la que un día se consideró la más próspera de todas las ciudades de China. Ya habían pasado tres días y dos noches desde que el alma de An abandonara a su esposo e hijos para siempre y mucho más desde que los Qing no sabían nada del paradero del miembro más pequeño.

A pesar del dolor que pudiese estar pasando, el príncipe Jin no se había quedado de brazos cruzados para salir a las calles a ayudar en todo lo que estuviera a su alcance. Inclusive tuvo que encargarse del estado financiero del Palacio, ya que, su padre Heng se la pasaba en su alcoba real sin importarle nada más que su tristeza y Shun no despertaba de su largo sueño ocasionado por el estado deplorable en que su cuerpo se encontraba. Nadie sabía si alguna vez despertaría para recuperarse como se debiera.

Esos tres días sin duda habían sido para el príncipe mediano, una larga odisea de preocupaciones y gestiones a las que él no había estado acostumbrado. Lo que más le motivaba era el tiempo que podía dedicarle a los arreglos del pueblo en cuanto a construcción y remodelación de las estructuras dañadas, así como brindar comida y lo necesario a quienes lo necesitaran en el refugio.

Todos se inclinaban ante su príncipe amado, que no abandonó la Ciudad Prohibida a su suerte pese a todos los golpes de los que aún se estaba recuperando. Muchos afirmaban que él sería un excelente Emperador y que era Jin el que debía asumir el cargo tras el deceso de su padre.

Jin no cabía en él mismo en cuanto llegó a sus oídos gracias a Lin, quien escuchó todo lo que los ciudadanos decían en las tertulias que formaban entre comidas y momentos de ocio. Él, quien vestía ropas de obrero y fumaba un cigarrillo, se encontraba descansando frente al refugio en compañía de Jian y Lin, sus mejores amigos en la ciudad.

—Cada vez los escucho más convencidos cuando te ven como el futuro Emperador —afirmó Lin, mientras mordía una manzana sin dejar de ver al príncipe.

—En serio, Qing... Escúchame bien, porque el poder del pueblo también vale y algo me dice que tú serás nuestro próximo gobernante. Yo apoyaría la causa —afirmó levantando la mano con solemnidad para luego esbozar una risita pícara y emocionada, porque, por dentro vaya que le agradaba la idea.

Lin se rió por lo bajo y afirmó con la cabeza, porque era evidente que la idea de ver a su gran amigo como Emperador, sí que le sentaba muy bien. Tenía porte y presencia, además era quien más había demostrado que valoraba a la gente y a su bienestar. De lo contrario no estaría allí brindando sus fuerzas y tiempo para mejorar la ciudad.

Jin bufó con desprecio ante la idea que le planteaba la gente de manera indirecta. Se pasó la mano por el flequillo de su castaño cabello, el cual detestaba usar largo, a diferencia de sus hermanos.

—Que sigan soñando... Yo no seré Emperador, y tampoco quiero serlo; no me interesa. Eso le corresponderá a Shun, porque él va a despertar pronto, yo lo sé, muchachos. Así que deben dejar de hablar tonterías —espetó Jin mientras sacaba una bocanada de humo, para luego sostener el cigarrillo en su boca, y al detenerse un hilillo de humo danzaba como una serpiente.

—Entiendo lo que dices, Jin. Solo siéntete orgulloso, todos te consideran un héroe por aquí —dijo Lin, sonriendo.

Jin rodó los ojos y se cruzó de brazos.

—Por cierto... ¿Aún nada sobre el príncipe Yun? —preguntó Lin muy preocupada.

Jin no deseaba hablar de ese asunto. La idea de que su hermano no volviera en serio lo ponía muy mal. Con Shun había esperanzas, pero con Yun...

—Nada... Y para ser sincero, ya estoy perdiendo la esperanza de que regrese —respondió tajante ante sus preocupados amigos. Jin no deseaba lástima, así que levantó la mirada y apagó su cigarrillo—. Bien, mucho descanso ¡A trabajar!

La guerrera del Príncipe DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora