Las piernas y brazos de Siu temblaban a más no poder, aunque intentara ocultar su temor, esa faena le resultaba imposible, porque el hombre que le había hablado se trataba ni más ni menos, que del mismísimo Emperador.
—¿Cómo se atreve a profanar el jardín real? ¿Pero quién se ha creído usted, señorita? A leguas se ve que no tiene educación —espetó entre dientes mientras apretaba los puños.
Siu bajó de inmediato deslizando su cuerpo en el rugoso y grueso tronco hasta que sus pies tocaron el suelo de tierra. Sin más que agregar, Siu se postró en el suelo, en señal de arrepentimiento.
—Discúlpeme, su majestad —La chica apretó los labios para continuar su explicación—. No lo hice por mal, es que...
—No deseo escuchar sus vagas excusas. Los jardines de este palacio son sagrados como para que... la gente ponga sus pies sobre él —Heng le dio la espalda y gruñó con enfado.
Siu alzó la vista y se mordió el labio inferior. Su frente comenzó a perlarse de sudor mientras que las palmas de sus manos se enfriaron como el hielo.
—Debe haber una forma de compensar mi error, le suplico que me diga cuál es —rogó Siu con las manos juntas.
Heng miró de soslayo la postura que la chica tenía. Realmente parecía arrepentida por lo que hizo, pero la ira que sentía arder en su pecho pudo más que cualquier otra emoción benevolente.
—Sí la hay... —volteó hacia ella con una mirada despectiva—. Deberá marcharse de aquí cuanto antes, veo que ya ha sanado, gracias a mis curanderos. Entenderá que somos una familia muy ocupada y además, este no es su lugar —dijo tajante y volteó la mirada hacia el frente, para quedar por completo a espaldas de Siu.
La joven sintió cada palabra como una aguja que se incrustaba en su piel; era evidente que ya no debía permanecer en ese lugar, y que en definitiva, el Emperador no deseaba su presencia, lo tenía más que confirmado. Siu se puso de pie, sacudió la falda del qipao oscuro y asintió.
—Le doy mi palabra, alteza. Hoy mismo me marcharé —soltó Siu con determinación y una sensación ardiente en su pecho que aún no podía descifrar, pero que ignoró, porque lo que el Emperador dijera era la ley.
—Eso espero... —contestó Heng con frialdad—. Que sea antes de la puesta del sol, la oscuridad no es buena para viajar. Un carruaje la va a escoltar hasta su casa, no se preocupe por eso. Uno de mis sirvientes la va a escoltar, espere aquí.
Heng dio un par de pasos, pero recordó algo y volteó hacia Siu.
—Ah... Y no quiero que se acerque a mis hijos para despedirse, ellos están muy ocupados en este momento. Yo les comunicaré más tarde sobre su partida, puede irse sin ese remordimiento.
Sin deicir una palabra más, Heng se retiró hacia alguna parte del gran salón. Siu observó que él estaba vestido con unas lujosas túnicas blancas. Un escalofrío recorrió su espalda y al fin el nudo subió hasta su garganta; definitivamente ese no era su lugar, ni siquiera deseaba entrar al palacio aunque añorara con toda su alma despedirse del príncipe Yun.
«Será mejor que me marche de una vez, es lo mejor —se dijo, pero vio sus vestimentas— ¿Deberé volver por mi ropa? No creo que nadie reclame este qipao desgastado».
—Hola —Una voz sacó a Siu de sus pensamientos que la hizo sobresaltar y voltear a ver. Se trataba de una de las sirvientes que había visto hace rato.
—¿Hola?—respondió con la voz agitada—. No esperaba que alguien se acercara tan pronto.
—Ya lo noté —contestó la sirviente entre risas—. Vengo a traerte, para darte tus ropas y para llevarte al carruaje que el emperador preparó para ti.
—Ah, sí claro —contestó Siu mientras se rascaba la cabeza—. Justo en eso estaba pensando, necesito cambiarme estas ropas cuanto antes.
—Entonces acompáñame, vamos —dijo la sirviente y ambas comenzaron a caminar con paso ligero hacia dentro del palacio.
—Parece que al emperador le agradan las cosas rápidas —comentó Siu.
La sirviente asintió con la mirada baja.
—De eso no hay duda, se enoja cuando las cosas no son rápidas... Además, el jardín es uno de los lugares que él más protege —aseguró con el nerviosismo notándose en sus manos juntas mientras caminaba. Era evidente que había visto de lejos lo que había acontecido con Siu y el Emperador Heng.
Siu bajó la mirada con la vergüenza una vez más subiendo a su rostro.
Ambas atravesaron el gran salón y se dirigieron hacia el cuarto de huéspedes.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? Me caes bien —Se atrevió a preguntar Siu mientras arrastraba un poco sus pies en el muy bien pulido piso de cerámica.
—Wang... —respondió con timidez—. Mi nombre es Wang Yu.
—Muy bonito nombre —dijo Siu con una amplia sonrisa—. Es un gusto conocerte, es una lástima que no podremos vernos más.
—A mí también me da gusto conocerte, eres muy amable, señorita Wu —musitó mientras abría la puerta de la habitación.
En el instante en que Siu entró, allí tendida en la cama estaba su viejo qipao rojo y sus zapatitos chinitos.
—Te dejo un momento para que te cambies y luego te guiaré al carruaje —La jovencita Yu, cerró la puerta, dejando sola a Siu.
La joven suspiró con melancolía y con premura se descalzó y comenzó a desabotonar el vestido qipao negro desde el cuello hasta el inicio de su pecho, pero una voz desde el exterior la desconcentró e hizo que su corazón se acelerara.
«Esa voz...», pensó y a tiempo alguien tocó la puerta de la habitación.
El nerviosismo se hizo presente y su mente se aturdió. Sin dudarlo se encaminó hacia la puerta y la abrió. En cuanto vio aquel rostro varonil que la hacía flaquear, solo pudo esbozar una sonrisa.
—S-Siu... —dijo Yun con la cara más roja que un tomate y de inmediato se volteó.
—¿Qué ocurre? —preguntó extrañada.
En cuanto Siu bajó la mirada hacia el suelo, se dio cuenta de lo que había causado tal reacción del príncipe: la parte superior de sus protuberancias femeninas estaban casi al descubierto, las cuales cubrió de inmediato, mientras sentía que el mundo se le venía encima, porque justo allí estaba la sirviente Yu viendo todo.
«¡Maldición!», se dijo sintiendo que el rostro hervía de vergüenza. Definitivamente aquel era uno de sus peores días.
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Continuará
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La guerrera del Príncipe Dragón
RomanceLa desgracia ha llegado a Ciudad Prohibida. Una maldición se apodera de la vida de An, la esposa del Emperador y amada Emperatriz del reino. El tiempo es muy limitado, pero aún hay esperanza. Un sabio de dudosa procedencia, dijo que la única salvaci...