Sanando las heridas

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La mañana había sorprendido a Heng y a su hijo Jin, porque en cuanto ingresaron a la alcoba donde sus hijos y la extraña chica se estaban recuperando, se encontraron con que Yun había despertado de su estado de convalecencia y al parecer sus energías estaban bastante renovadas.

—Jin... Padre —mencionó Yun, mientras intentaba sentarse.

Heng ayudó a Yun a acomodarse en la cama con ayuda de Jin, uno en cada lado. Cuando se vieron con más tranquilidad, Jin se reclinó sobre la cama, escondiendo sus lágrimas de felicidad y Heng no pudo evitar darle un abrazo a su hijo, por todo ese tiempo en el que no sabía nada de él. A tiempo, los curanderos salieron de la habitación para darles privacidad a los Qing.

—Perdóname, hijo... Perdóname —fue lo primero que salió de los labios de Heng con la voz entrecortada.

—Padre, no hay nada que perdonar —respondió Yun en los brazos de Heng y de manera evitable las lágrimas se desbordaron de sus ojos—. Yo soy el que debe pedir disculpas, y no me va a alcanzar la vida para expiar este sentimiento. Les fallé, a madre, a ti, a mis hermanos. No hay perdón del cielo para este tonto que no supo qué hacer en medio de una montaña desolada.

Jin frunció el ceño al escuchar aquellas palabras de Yun y levantó la mirada.

—¿Te volviste loco, Yun? No fue tu culpa, hermano, nos engañaron de una vil manera. El anciano... sabía que era todo una farsa y huyó en el acto cuando tuvo oportunidad. Ese ser despreciable...

—¿Cómo dices? ¿Entonces... nada del acertijo ni del viaje era cierto? —inquirió Yun con la respiración entrecortada.

Jin negó con la cabeza y Heng tomó la palabra.

—Tú no tienes idea el infierno que sufrimos aquí luego de que te fueras en aquella encrucijada —Heng suspiró—. Tu madre empeoró, la ciudad se sumergió en la penumbra y una guerra comenzó. Nos atacó una tropa desconocida, de la que a penas sabemos que podría ser una ciudad vecina o un pueblo lejano con sed de poder o venganza, para luego darnos la estocada final con la muerte de...

—Padre, no lo digas, sé lo mucho que te afecta, al igual que a todos nosotros, es mejor que no ahondemos más la herida —dijo Jin, al igual que Heng con la voz entrecortada.

Mientras Yun escuchaba aquello, sus ojos se encendieron una vez más con ese característico rojo carmesí, el cual podía controlar con mucha dificultad. Heng y Jin se sobresaltaron en cuanto vieron la reacción del menor de los Qing.

—También te ocurre eso en los ojos... —afirmó Jin para descubrir la manga de la bata que su hermano vestía—. ¡Y tienes ese extraño tatuaje! Esto no puede ser mera coincidencia, padre.

—Tienes razón, no hay explicación coherente para estos sucesos, ni tampoco para la aparición de esos dragones que atacaron el palacio y la ciudad —mencionó un apesadumbrado Heng.

—Dragones, o sea que, tú y Shun... —murmuró Yun.

—Sí, hermano —asintió Jin—. La catástrofe de la guerra terminó con un ataque de dragones negros como la noche y, mientras yo luchaba con uno en el centro de la ciudad, mi hermano también batallaba con otro en el área de bodegas. Aún no tenemos su testimonio, pero la prueba es el tatuaje y las armaduras que nos revistieron justo antes de enfrentarlos.

—Por Buda... Nosotros también fuimos emboscados por esas criaturas en la montaña de Yumai, y también me revistió una armadura justo cuando creí que moriría en garras de uno de ellos —dijo Yun y Heng lo volteó a ver consternado.

—Sí... Yo la ví en el carruaje, cuando Li y Ten la sacaron para llevárselas, yo les pedí que la guardaran en mi alcoba —respondió Jin, mientras veía que su padre deseaba hablar, así que guardó silencio.

La guerrera del Príncipe DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora