Jornada sin rumbo fijo

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La población china no podía salir de su descontento tras enterarse de la catástrofe que acababa de iniciar en la dinastía Qing, al caer con una extraña enfermedad An, la esposa del Emperador Heng y Emperatriz muy querida por todos en Ciudad Prohibida

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La población china no podía salir de su descontento tras enterarse de la catástrofe que acababa de iniciar en la dinastía Qing, al caer con una extraña enfermedad An, la esposa del Emperador Heng y Emperatriz muy querida por todos en Ciudad Prohibida.

La mujer sufría vómitos, espasmos y dolores en todas sus articulaciones, además de fiebres tan altas que no bajaban con ningún método de curación, sin dejar de lado aquella opresión en el pecho, que parecía que de un momento a otro su corazón se detendría en su totalidad.

El gobernante, a viva voz había dado el comunicado a todo el pueblo, ofreciendo una acaudalada recompensa a aquel, que encontrara la cura inmediata para tan cruel y doloroso padecimiento.

Curanderos llegaban de toda China, para ofrecer brebajes y pócimas que no fueron más que patrañas para el Emperador y sus tres hijos; eso sólo aumentaba la pena y el desconsuelo de la dinastía Qing.

Los días pasaban y An empeoraba, nadie acertaba la solución. Cuando el Emperador se había casi dado por vencido, apareció de la nada un hombre mayor, pidiendo audiencia con él. Hacía llamarse el más sabio entre los sabios y decía tener solución que tanto Heng y sus hijos anhelaban: la sanación de su amada esposa y madre de sus hijos.

El hombre encorvado hizo reverencias y pidió permiso para quemar un incienso y utilizar un cristal "mágico" frente a la convaleciente mujer.

Con la duda revoloteando sus pensamientos, Heng aceptó. Cualquier cosa era mejor que no hacer absolutamente nada por An, y se dió cuenta de lo desesperado que estaba a ese punto.

—Mi señor, gracias por haber dejado trabajar a la magia de la sabiduría. Un ser, maligno como el mismo infierno ha dejado caer una maldición sobre su familia, y su esposa fue la víctima principal.

—¿Cómo es eso posible?, si todo el mundo que me conoce sabe que yo no tengo enemigos. —Heng reclamó indignado.

—Secundo esa afirmación, todo aquí deja sembrada la duda. —Se atrevió a hablar Shun, el hijo mayor y futuro sucesor de Heng.

—Mis señores, quizá alguien en secreto lo hizo, alguien con oscuras intenciones, pero lo importante aquí es que existe una sola cura para el terrible mal que aqueja a su esposa —decía con reverencias.

Ni el emperador, ni su consejero, mucho menos los tres hijos del poderoso gobernante se creían del todo las palabras de aquel hombre.

—Yo nunca he sabido de tu existencia, tampoco mi consejo y ahora vienes jactándote de una sabiduría que no has demostrado ante nadie ¡Prueba tu honor! —reclamaba Heng, mientras Shun, Jin y Yun asentían en silencio.

—Mi señor, lo que le digo no es falacia. Mi sabiduría usted pedirá con frecuencia en un futuro, sólo déjeme decirle que es genuina y eficaz. Acá está la solución —extendió al emperador un delgado pergamino.

La guerrera del Príncipe DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora