Armaduras carmesíes

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En el interior del palacio yacía un emperador junto al lecho de la emperatriz, su amada esposa, quien no había dejado de convulsionar desde hacía horas. La agonía de An era demasiado lenta para ella y el dolor en el pecho de su esposo era tan grande al sentirse incapaz de ayudarla a disminuir el dolor.

Heng lloraba también porque su hijo mayor sufría con sus propias heridas; en silencio, porque sabía la desgracia que representaba para un gobernante, sentirse inútil y derrotado frente a su pueblo.

De lo que no tenía ni un ápice de idea, era que su hijo hacía un par de horas se había levantado de su lecho convaleciente para buscar explicaciones del viejo, y que allá abajo, en la bodega más recóndita del palacio, Shun lidiaba con una batalla de vida o muerte.

Por boca de algunos sirvientes, Heng pudo enterarse de que su hijo Jin, había salido victorioso de aquella batalla sinsentido, y que ya casi todo el pueblo de Ciudad Prohibida estaba resguardado a donde los rufianes no podrían encontrarlos. Seguramente su hijo estaba verificando que todo estuviese bien con los ciudadanos; nada de qué preocuparse en ese aspecto.

No cabía duda de la pasión con la que Jin protegía a los suyos era algo innato para él; siempre fue el más allegado a las personas. No por nada Heng sabía que, su hijo mediano había sido llamado "el amado por el pueblo" desde hacía un tiempo.

Quien más le preocupaba aparte de la vida de An, era su pequeño Yun, aunque ya hace años dejara de ser pequeño en edad. Definitivamente, Heng ya daba aquella jornada por obsoleta e inservible; estaba claro que la familia real Qing había sido estafada de la más cruel y tonta manera. Sin duda Yun había pagado los platos rotos de aquel terrible engaño.

«A lo mejor todo ha sido una trampa, y quién sabe con qué propósito. Pero aseguro que lo pagarán en el infierno. Lo declaro por Buda».

Heng inclinó su cabeza sobre el pecho de An en cuanto ella comenzó una vez más a convulsionar y entre sus delirios, con sus labios pálidos como el papel y secos como una hoja de otoño, nombraba a su hijo menor, como si lo estuviese observando frente a frente en alguna especie de visión. Aquello solo acrecentaba el miedo que él tenía por su hijo.

Pronto el emperador fue sacado de sus pensamientos ocasionados por el miedo de perder a su hijo, en cuanto una tos fuerte se llevaba toda la energía que quedaba de An y una bocanada de sangre se deslizó desde su labio inferior hasta su pecho. Ella se volteó para continuar tosiendo y Heng intentaba reanimarla sin saber qué hacer por ella. Le ofreció agua, pero An no pudo ni siquiera recibir el vaso.

—Mi amor, vamos por favor —imploró Heng en un hilo de voz—. Resiste, An...

Las palabras se agolparon en la garganta de Heng y se limitó a abrazar a su esposa, quien tosía débilmente y poco a poco se fue apaciguando aquel episodio que por enésima vez la atacaba desde la madrugada de ese día.

«Por favor, sálvala. No la dejes morir... Si eso ocurre, yo no podré soportarlo», rogó Heng con la mirada fija en las alturas.

Después de unos momentos volvió su mirada hacia el rostro de su amada esposa y la sensación era como el de sostener un cuerpo ya sin vida. Lo único que le hacía desistir de pensar en eso, era que ella respiraba débilmente por la boca.

Heng apretó los ojos y sus lágrimas caían sobre el rostro y los hombros de An. Llorar era lo único que podía hacer por ella en esos momentos. Sin que se diera cuenta, de la esquina del ojo de An comenzó a brotar un caudal de lágrimas, que brillaba como las estrellas y parecía elevarse al cielo.

De lo que el Emperador ni siquiera tenía idea en ese momento, era de la batalla campal que sus tres hijos estaban teniendo por separado y de la milagrosa manera en la que tres armaduras carmesíes habían llegado a salvarlos en batalla: uno en el interior de la bodega real, otro en las calles de Ciudad Prohibida y el último en la recóndita montaña de Yumai.

La guerrera del Príncipe DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora