Luto y aflicción

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La noche fue larga como la Gran muralla china y el dolor era inmenso como el mismísimo infierno. El destrozado emperador, quien desde ese momento podía considerarse viudo, no tenía fuerzas para nada más que lamentarse por la muerte de An.

A pesar de que sus dos hijos estaban en cuidados intensivos, ni siquiera había ido a ver si se encontraban estables. Él no se había querido mover del lado del cuerpo ya sin vida de su esposa. De hecho, fue demasiado difícil llevársela para los correspondientes rituales funerarios.

Heng no dejaba que nadie entrara a la habitación, pese a las insistencias de los sirvientes y de sus consejeros; él no deseaba que lo apartaran de ella, aún sabiendo que su alma se había desprendido de su cuerpo hacía varias horas atrás.

Mientras tanto, durante todo aquel lío, los dos príncipes que habían librado una sangrienta batalla contra un bando enemigo desconocido, luchaban con sus propias heridas dentro de sus respectivas habitaciones.

Shun estaba al borde de la muerte, había perdido demasiada sangre y estaba en coma. Por su parte, Jin estaba consciente, aunque presentaba graves contusiones en la cabeza, el tórax y muchas lesiones en su cuello, costillas y piernas.

El príncipe mediano no pudo evitar escuchar las murmuraciones que todo el equipo curandero hacía por las extrañas marcas parecidas a tatuajes con la silueta de un dragón en el brazo izquierdo de ambos hermanos ya que habían aparecido tras aquella guerra.

Aquellos curanderos conocían a los tres hermanos y jamás les habían conocido aquellos tatuajes hasta ese momento. Ni siquiera Jin tenía idea del por que de aquel fenómeno extraño, si él nunca en su vida había pensado en tatuarse, pero aquel tema no era lo más importante.

Jin había sido el único que se había podido enterar del fallecimiento de su madre. Una parte de él estaba en negación. A lo mejor, su madre estaba en coma, al igual que Shun, ella podría despertar en cualquier momento. La idea de que ya no le hablaría nunca más no estaba en su sistema, no podía concebir un mundo en el que su madre no estuviera presente.

—¡Eso no puede ser verdad! Debo ir a verlo con mis propios ojos, no les creo nada, ¡les ordeno que me suelten ahora! —gritaba a viva voz.

Los curanderos y demás servidumbre intentaban calmarlo pero era inútil. Jin se había levantado con las pocas fuerzas que su cuerpo tenía. Forcejeó con un par de enfermeros y salió de la habitación.

Caminó con paso fuerte y tropezando de vez en cuando, pero al fin logró llegar hacia la habitación de su madre, la cual estaba cerrada y los consejeros, además de los sacerdotes esperaban a que Heng quisiera salir.

Todos al ver a Jin, se hicieron a un lado e hicieron una reverencia. Jin indicó con su mano que se pusieran de pie; no era el momento para aquellas ridículas formalidades a su parecer.

Sin esperar a que alguien le dijera algo, Jin comenzó a golpear la gran puerta de madera, decorada con pinturas ornamentales.

—¡Padre, abre la puerta! ¡Soy yo... tu hijo, Jin! —exclamó, pero no tuvo respuesta.

Jin frunció el ceño y golpeó una vez más, hasta que al fin su padre se dignó a hablar.

—Vete de aquí, Jin. No deseo que nadie entre, ni siquiera tú, hijo. Aléjense de aquí todos —dijo desde adentro, con la voz entrecortada.

—Padre, déjame ver a madre... Yo tengo tanto derecho como tú ¡Por favor! —exigió Jin y no dejaba de tocar la puerta.

Su padre no dio respuesta alguna y un sentimiento de rabia se clavó en el pecho del mediano de los hermanos Qing. Sus ojos se encendieron nuevamente y aquel tatuaje en forma de dragón, que parecía estar perfectamente trazado y detallado con tinta negra, se iluminó y las personas exclamaron con asombro aquel hecho fuera de lo normal.

La guerrera del Príncipe DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora