Parte 48

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Al día siguiente, cuando Poncho salió de la discográfica, al ir a coger su coche al parking se lo encontró rayado. Lo miró con disgusto, pero al leer en la puerta, pintado en negro «¡La pelirroja es mía!», se lo llevaron los demonios.

Sin duda había sido Julio César. Que le rayara el coche le daba igual, pero lo que ese individuo había escrito lo cabreó muchísimo. Llamó a la grúa e hizo que se llevaran el coche al taller para pintarlo. Anahí no podía ver aquello.

Una semana después, una noche en que salía de una cena de negocios con los de la discográfica, el guardacoches le llevó su vehículo, su R8 recién pintado y, tras darle una propina al hombre, Poncho se metió en él y se dirigió a su casa.

Un par de calles más adelante, un obrero con un bastón de color naranja fosforito le indicó que girase a la derecha. Y Poncho recorrió aquella calle poco transitada. Al final de la misma había un semáforo en rojo, de modo que frenó. Estaba escuchando música tranquilamente, mientras esperaba que cambiase a verde, cuando un coche lo embistió no muy fuerte por detrás. Poncho miró por el retrovisor y vio a una mujer apurada.

Se bajó y echó una ojeada a la parte trasera del vehículo, que estaba abollada. Maldijo para sus adentros, pero caminó hacia la mujer y al llegar a la altura de la ventanilla, preguntó:

—¿Se encuentra bien?

De pronto, alguien le dio un golpe tremendo por detrás, haciéndolo caer sobre el coche. Cuando se volvió aturdido, se encontró con tres hombres y supo que uno de ellos era Julio César.

No le dio tiempo a decir nada. Aquellas tres malas bestias se abalanzaron sobre él y, aunque Poncho se defendió todo lo que pudo, se cebaron con él en aquella calle oscura y, al caer sobre el asfalto, Julio César le agarró la cabeza y masculló:

—Poncho Herrera, ya me las he visto contigo. Ahora dile a la pelirroja que iré a por sus mocosos y a por ella.

Acto seguido, se montaron en el coche de la mujer, que los esperaba, y se alejaron a toda mecha.

Dolorido y ensangrentado, Poncho se levantó del suelo, se apoyó en su coche, sacó su móvil y llamó a Dylan. Cuando llegó a casa de madrugada, después de que su hermano lo hubiera curado, Anahí se asustó al verlo. Sin necesidad de que él hablase, supo quién le había hecho aquello y Poncho no le dijo nada del mensaje de Julio César, solo la abrazó y murmuró para calmarla:

—Tranquila, taponcete, estoy bien. Estoy bien.

A partir de ese día, todo cambió en sus vidas.

Dylan y Omar le aconsejaron que contratara seguridad privada para la casa y los niños. Y, sin dudarlo, Poncho llamó a Andrew. Nadie mejor que él podía conocer el entorno de Anahí.

Era tal su angustia que él mismo junto con Andrew llevaba y recogía a los niños del colegio y, mientras los pequeños estaban en clase, este último y varios agentes de seguridad vigilaban los alrededores del colegio. En cuanto a Anahí, tras mucho discutir, dejó de trabajar en el restaurante por las mañanas.

Una tarde, Poncho recibió una llamada de su amigo Leroy Pitt, director de una famosa cadena de revistas. Citó a Poncho en su despacho y, cuando este llegó, tras saludarse y tomar ambos asiento, Leroy dijo:

—Quiero que sepas que hago esto por la buena amistad que nos une. Si tú no estuvieras implicado, te aseguro que lo publicaría, porque podría ser el bombazo del año. —Y, entregándole un sobre, añadió—: Esto me ha llegado esta mañana.

Cuando Poncho lo abrió, se quiso morir. Ante él tenía las fotos que Anahí nunca habría querido que viera y que él nunca habría querido ver. Las de ella con Julio César en actitud íntima.

Todo de mi (AyA Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora