Capítulo 1: El Demonio del Meridiano.

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Capítulo 1: El Demonio del Meridiano.

I.

«Que Dios se coma a Meridiano...», leyó con aprensión.
La oscuridad era perenne, pero las escotillas estaban abiertas y los cubiles cerrados... En una de las puertas del baño se leía aquel extraño palimpsesto, que parecía más un garabato infernal que un código enigmático. En las películas solían hallarse diagramas mágicos hechos por sectarios, y complicadas oraciones que los exorcistas gritaban a los cuatro vientos. Se preguntó el significado de aquella estrella de nueve puntas dibujada con cera oscura, y los jeroglíficos que la rodeaban.
De uno de los cubiles color añil salía despedido un hedor dulzón a tabaco. Los seis baños comprendían el lavado varonil, y el del fondo era el único en funcionamiento... Samuel esperó con paciencia, hasta que escuchó un sollozo y se escondió en el cubil subyacente al último.
-¡¿Qué querías hacer?!
-¡Nada!
Sam calló, en la oscuridad, y escuchó el chirrido de la puerta y dos personas entrar, uno parecía nervioso y el otro rabioso. El tipo que se escondía en el último retrete dejó escapar una risita desapercibida... No pestañeó, aquello lo ponía incómodo. Sintió un empujón y vio uno de los cuerpos resbalar a través del umbral, era Daniel... y el otro era Ezequiel.
-¡¿Por qué le das cartas a mi novia?!
-¡Lo siento!
-¡¿Sigues enamorado de ella?!
Sam tembló, y la risita tenue se volvió molesta. El humo a cigarrillo le irritó los ojos... Escuchó una sarta de golpes que se sucedieron con chillidos de cerdo malherido. Ezequiel debía estar pateando y golpeando, sin medirse, el cuerpo fofo y macilento de Daniel.
-¡No te metas con mi novia o te mato!
-¡No! ¡No! ¡NO! ¡YA! ¡¡¡No me pegues!!!
Sam posó sus dedos sobre el cerrojo del cubil, pero... fue incapaz de abrirlo. Una sensación de insignificancia insufló su cuerpo de debilidad y cobardía. No podía hacer nada, Ezequiel le sacaba una cabeza de altura y era de naturaleza violenta. Continuó escuchando los golpes y los quejidos hasta que se detuvieron abruptamente, un susurro ininteligible llegó a sus oídos, y escuchó el crujir de los goznes ante un golpetazo atronador del portal. El llanto de Daniel, herido y agonizante, era patético y... se encerró en el primer cubil para desaparecer del mundo cruel.
Sam se decidió salir, y se miró en el espejo con detención: el uniforme celeste le quedaba grande, y los pantalones muy anchos. Su cabello rojizo estaba oscurecido y sus ojos de iris sanguíneas parecían castaños... No se reconocía, su palidez era amarillenta. Se lavó las manos a pesar de no haber usado el baño, y... vio al altivo Finchester emerger del último cubil, arrojando el cigarrillo al inodoro y rociando sus manos con alcohol para eliminar el olor a nicotina.
-¡Que buena pelea! -Anunció con una sonrisa espantosa-. ¡Eres un árbitro estupendo!
Sam se horrorizó, y bajó la mirada.
-Él... no se merecía eso.
-Merecemos todo lo que nos pasa-se encogió de hombros con los ojos enrojecidos. Se limpió la nariz con el dorso de la mano... Sus pupilas estaban dilatadas-. Lo bueno y lo malo. No existe el infierno, tampoco el cielo... Solo tenemos esta vida, y no hay nada infinitamente más aterrador y maravilloso que eso.
Sam se mordió el labio inferior.
-¿Te gustó escuchar esa paliza?
-¡Me encantó! -Finch salió del baño con las manos en los bolsillos-. ¡Le hubiera retorcido los pezones a ese cerdo con mucho gusto!
En el complejo de edificios que correspondían el Colegio Bolivariano los joven uniformados de camisa celeste y pantalones oscuros pululaban en los corredores de adoquines rumbo a los salones de techo bajo repletos con mesas de estudio.
Al principio aquel colegio le pareció mundano y monótono, de profesores aburridos y compañeros problemáticos. Era su segundo año conviviendo con jóvenes tras una infancia de encierro, obligándose a cambiar de colegio por la reciente mudanza de su padre a Montenegro con toda la mercadería. Abrió la tienda esotérica a la quincena, y contrató a una chica mayor para cuidar del local en su ausencia. Dejó a Samuel vagar en un mundo extraño... como una libélula sin propósito, revoloteando en un estanque envenenado.
En aquella laguna mefítica flotaban luciérnagas, motas de polvo, dientes de león, mariposas, mosquitos y renacuajos... Era un charco más en la historia de Montenegro. Sus compañeros de clases eran extraños, y aunque no habló con ninguno... Los observó, y los detalló. Ezequiel era un muchacho horrible, era muy alto y narigudo, de piel morena y ojos pequeños, siempre hablaba a gritos e insultaba como un malandrín. Daniel era lo opuesto, quizás por eso se metían tanto con su persona: era pequeño y regordete, de risa estruendosa y mejillas sonrosadas; quería ser policía, pero tenía corazón débil. María era una chica delgada y gruñona, muy pensativa y extraña. Violeta era amable y pálida, de hermoso cabello castaño, pero era novia del matón, más por respeto que por cariño.
No quería juntarse con Finchester: su cara pálida y su languidez no le gustaban... sumado a que todos decían que era drogadicto, y apestaba a tabaco. Ronny y Patricia eran novios desde el año pasado, no existía pareja más diferente: él era muy alto y ella muy pequeña. Nelson era bajo y moreno, de cejas espesas y peludo como un mono; tenía bigote desde la temprana pubertad, y todos se reían de sus zapatos destartalados y su uniforme envejecido. Mariann era bastante pequeña, rolliza, morena y de ojos pequeños... Se decía que fue novia del Presidente. Todos eran libélulas y luciérnagas sobrevolando la laguna, temiendo de los sapos y las serpientes.
Montenegro era extraño, el año pasado vivió en Chivacoa, pueblo vecino, al otro lado de la tenebrosa Montaña del Sorte; pero se mudaron la víspera que su padre decidió que no podían seguir allí. Durante sus difusos años infantiles añoraba los puertos, y recordaba vagamente la vista de un lujoso hotel perfumado por el salitre con el océano de fondo... Durante extensas lagunas mentales se hallaba en largos viajes de autobús y días enteros de oscuridad. Nunca conoció a su madre, y siempre se preguntaba quién era o si seguía viva. Por algún tiempo creyó que estaba secuestrado, y sus verdaderos padres lo buscaban con desesperación... pero, el parecido con su secuestrador era demasiado para permitirse la duda. Freduar Wesen tenía el cabello y los ojos de un intenso rojo sangre... No dudaba su parentesco.
El pueblo se arracimaba en el epicentro de una cadena montañosa, donde las casas y las carreteras nacían como los hongos después de la lluvia en terreno fértil. Al norte se alzaba, titánica, una cumbre alta y verdosa que asemejaba una araña sepultada... y que era el corazón de la magia y la brujería venezolana. La Montaña del Sorte, poblada por espíritus de locura y muerte.
Durante las Candelarias se encendían peregrinaciones a la montaña, donde se celebraban aquelarres y baños purificadores en las quebradas... Eran muchas las fechas predilectas para estas expediciones a la espesura del ocultismo, guiados por serpientes sagradas hacía matorrales habitados por ánimas y Santos. En los poblados circundantes a Montenegro ocurrían desapariciones durante todo el año, adjudicándose a los Espantos y los extraños fenómenos de la montaña. Se solía acrecentar el rumor sobre un aquelarre dionisíaco que festejaba orgías en las riberas más estrechas del río que discurría al sur del pueblo, durante la Víspera del Walpurgis, provocando calamidades y plagas estacionales que los habitantes del poblado solían recordar con aprensión durante décadas.
Hace tres años transcurrió un glorioso temporal que estremeció las techumbres e inundó las callejuelas... Aquel ciclo de desgracias transcurría con aparente naturalidad cada cierta cantidad de años, sin concordancia alguna: plagas de ratas negras que proliferaban en el alcantarillado, epidemias de cólera, estanques de malaria y el brote de Gripe Española que diezmó la población hace cien años.
Iban finalizando el año, y cuatro asesinatos sin resolver mantenían encendido a los policías que frecuentaban la tienda esotérica en busca de amuletos y tabacos. Melissa vendía diminutos martillos nórdicos como pendientes, así como crucifijos y recipientes con salmuera bendecidos por el Padre Boris en la Iglesia Maldita de San Lucas, que coronaba el pico de la Calle Piedad. Tal construcción católica asemejaba una imponente capilla de grueso campanario y crisoles coloridos, rodeada por un camposanto cristiano. Según la leyenda, la iglesia fue construida en una sola noche por un mago que le vendió su alma al Diablo en busca de expiación, faltándole únicamente un ladrillo cuando amaneció en la colina... El lugar beatificado correspondía un somero contraste con la montaña encantada que se alzaba al norte, y que correspondía un imán para los magos negros de toda América.

Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora