IV.

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IV.
—Samuel—Melissa frunció sus cejas finas detrás del mostrador—. ¿Qué vas a estudiar cuando crezcas?
Sam levantó su mirada, y cerró el libro que tantos quebraderos de cabeza le provocaba.
—No sé—se encogió de hombros—. Una profesión que dé mucho dinero por poco trabajo.
—¡Ja! —Melissa sonrió—. Eres un flojo.
—Es solo que... quisiera ir a cualquier lugar y comer lo que yo quiera. Vivir a mí manera: levantarme a la hora que quiera, aprender cosas nuevas y... leer muchos libros entretenidos.
—No sabía que te gustaba leer.
—¿Has ojeado los libros de las repisas?
—¿Los de brujería?—Melissa arqueó sus cejas—. ¿No vas a creer en eso, verdad? De todos los que viven en Montenegro, creí que vivir a expensas de la superstición te había impermeabilizado como laico.
—No es... tan sencillo. Lo que es llamado Brujería, Santería o Hechicería... son sinónimos del gran árbol de la Metafísica. Son distintas caras de un mismo dado, y sus interpretaciones podrían explicar los misterios de la ciencia y la religión.
—Samuel—Melissa le otorgó una sonrisa lastimera—. Durante muchos años he visto a mis amigos caer en el fanatismo religioso y las doctrinas herméticas en busca de respuestas. Algunos aspiran purificar sus espíritus por respeto o temor a Dios, debido a sus actos impúdicos; y los aspirantes a magos estudian durante años los tratados filosóficos y teológicos con—se encogió de hombros—... ¡Sabrá Dios que fines! ¡Los hombres son tan tontos que pueden desperdiciar toda su vida en el estudio de una ciencia inútil! ¡Es esa curiosidad e inventiva masculina la que origina el caos! ¡Esas cosas no sirven, y si quieres que la Humanidad progrese sigue el ejemplo de los hombres a tu alrededor! ¡Estudia una profesión que aporte, cásate con una buena mujer que se quede en casa, ten hijos, y cuídalos hasta la muerte!
Sam frunció los labios, y regresó el libro de Metafísica al anaquel de ventas. Una llama dentro de él se evaporó con la espina, ¿eso es lo que significaba ser hombre? ¿Estudiar una profesión y mantener a la mujer que te dará tus hijos? Era joven sí, y quería probar el amor... más por curiosidad que por compromiso. Pero, ¿casarse y tener hijos? ¿Replicar aquel ciclo «natural» de sumisión y renuncia a la investigación de los horizontes nunca antes explorados de la imaginación? La mayoría de las mujeres que conocía, salvo raros casos, eran devotas del culto de humillación al varón, degradando a su cónyuge con el estatus de esclavo, que trabajaba por y para su familia durante cuarenta años. Solo unos pocos hombres luchaban hasta el cansancio por sus sueños, si no eran doblegados antes por una mujer... y la historia estaba llena de estos personajes. ¿Valía la pena abandonar la curiosidad y la inventiva por la felicidad junto a una mujer? ¿Ese sacrificio podía llamarse ley natural? Miró los libros rebosantes de contenido ignoto y sugestivo que poblaban las repisas, cuyos autores indagaron durante décadas en los secretos del universo con tal de plasmar sus experiencias sobre el mundo trasparente e inmaterial que flotaba en la rutina monótona y en las tertulias de los sueños. Paseó la mirada por los nombres—en su mayoría masculinos—, de aquellos investigadores pseudo científicos y brujos estudiosos de papiros antiguos: el Diario de los Sueños de Matías Juárez, las Clavículas de Andrés Bello, Pensamientos Herméticos del Libertador y El Mundo Invisible de Geraldine Louvre. Atestiguó volúmenes de versados en artes oscuras como el cabalístico John Dee y Eliphas Levi; así como tratados alquímicos con la estampa de Jesús Herrera y atlas universales en recopiladas enciclopedias. Tomó el libro de Matías Juárez, el excéntrico soñador, y leyó el mensaje en la contracubierta:
«Escribo para gente trastornada, carcomida por la soledad y marchita a causa del amor... solo ellos entenderán el mensaje grabado en mis páginas ensangrentadas».
Los hombres que habían renunciado al culto de la mujer, florecieron y fueron exaltados por saberes que estaban a la mano... Pensó que iban más allá de la esclavitud impuesta, y que gozaban de una libertad sin precedentes.
La campanilla de la entrada resonó con un tintineo agudo, y vio entrar una figura familiar y achaparrada de brazos velludos y espesas cejas.
—¿Nelson Arciniega? —Melissa arrugó la nariz como un gato malhumorado.
—¿Está el Señor Wesen?
—¿Mi papá? —Sam se incorporó, extrañado—. ¿Qué pasó con él?
—Necesito hablar con él.
—No creo que regrese pronto—dijo el pelirrojo—. Creo que no vendrá hasta Semana Santa... Se ha retirado a un estudio en su campo de especialización en Ciudad Zamora.
—No puede ser—Nelson le dirigió una mirada extraña, con el rostro ceniciento—. Wesen, esto va más allá de lo que podemos controlar. ¡Tienes que llamarlo!
Sam levantó las palmas.
—Se desaparece por semanas, ¡lo juro!
—Es que... se llevaron a los Protectores del Pueblo—Nelson se cruzó de brazos—. Un Terror ha sobrevenido del inframundo, y ha estado asesinando sin reparo. ¡Sin el Chivato o el Pombero... somos vulnerables al infierno bajo nuestros pies! ¡Los hechizos de estos seres canalizan la energía de la Diosa, y resguardan la Montaña del Sorte de una fuerza oscura que late en las entrañas de la tierra!
Sam tragó saliva. Los dos se encaminaron por el bulevar alargado que discurría al final de la Calle Piedad, por la que corrían vecindarios y callejones cerrados. Los árboles coníferos rompían el concreto con la irrupción de sus raíces. Nelson iba junto suyo, con el semblante inquieto bajo un cielo nuboso...
—¿Qué vamos a hacer acá?
—Mi amiga nos ayudará—terció Sam—. Es bruja, y me pidió que viniera al bulevar junto al Bosquecillo Encantado.
Reconoció a Andrea en medio de una multitud de la plaza central, rodeada de árboles que ofrecían sombra y sillares de piedra. Unos jóvenes conformaban aquel círculo imperfecto, y sostenían una tertulia inquisitiva que desde lejos parecía desembocar en una violenta discusión. Tres chicos morenos de diferentes edades, un par de adultos jóvenes y unas cuantas chicas.
—¿Esa es mi prima Lucía?
—Samuel Wesen y Nelson Arciniega—Andrea notó que se acercaban al grupo y les hizo señas—. Menos mal que vinieron.
Donna estaba allí junto a Elena... Sam palideció al verla y guardó silencio. Soledad también asistió, y venía del brazo junto a un joven larguirucho de barbita negra llamado Jonás. La prima de Nelson era morena y pequeña, de rostro corriente y delgadez pronunciada. Los tres jóvenes de edad colegial eran Enrique, que tenía una cicatriz oscura en la mejilla; Jorge, alto, panzón y con cara de retrasado; y Manuel, moreno y pequeño para su edad... Los tres eran de la familia Gonzalez y por las miradas furibundas que le lanzaron a Nelson, no estaban en los mejores términos.
—¿Por qué está él aquí? —Dijo Jonás Gonzalez, despectivo.
—Nelson es un Arciniega—se apresuró a decir Andrea—. Él nos ayudará en nuestra lucha.
—¿Con qué nos ayudará? —Sonrió Enrique, sardónico—. ¿A rendirnos? Quizás sus primos pudieran hacer algo, pero él es...
—¡Cállate, inútil! —Le espetó Lucía Arciniega—. ¡¿Te crees muy machito porque Diego y Alejandro no están acá?!
El barrigudo y alto Jorge mostró los dientes en una mueca fiera, pero Enrique Gonzalez, su hermano menor, lo frenó con palabras tranquilizadoras. El oligofrénico se calmó, y sonrió de forma estúpida y distraída. Jonás se levantó de su banco de piedra, y Soledad se tensó con las manos en el regazo.
—¡No hablaba de los Arciniega! —Se quejó, y miró a Sam con recelo—. ¡Él, no es uno de nosotros!
Notó que Donna hundía la nariz en el pecho y Elena levantaba la barbilla con orgullo. Andrea levantó las manos, compensadora. El ambiente era hostil, y las miradas que dirigían los Gonzalez a Nelson eran de temer.
—Samuel es hijo de un Sonetista—dictó Andrea, y despertó murmullos entre los presentes—. Sé que durante años hemos cosechado las semillas de odio que nuestras familias sembraron en nosotros de niños. Los Arciniega, los Blanco y los Gonzalez... Samuel está enterado de los Cambiantes, y conoce a los Protectores Espirituales de Montenegro.
—Si vamos a colaborar con más personas—comenzó Jonás Gonzalez, con las arterias del cuello tensas—. Incluidos los humanos corrientes, como tú—le echó una mirada furiosa a la morena—... arriesgando nuestra integridad y secretos. Entonces, nuestra familia no colaborará.
Elena hizo una mueca de repulsión.
—Eres tan arrogante—sacó la lengua en mofa—. Todos los Gonzalez son sarnosos e ignorantes—se cruzó de brazos y se dirigió a Donna y Andrea con reproche—. Les dije que esto era una mala idea. Tenemos mucho que perder y poco que ganar.
—¿Y nuestra tía? —Donna estaba pálida—. ¿Y Marcus?
Elena le dirigió una mirada aterradora a Samuel, y este retrocedió, azogado. La chica se levantó, y tomó del brazo a su hermana.
—Ya veremos—le dirigió una mirada despectiva a Jonás y sus primos Gonzalez—. Con suerte encontrarán a sus primos pequeños en cajas.
—¡¿Qué dijiste?!
Jonás saltó, enrojecido por la cólera, y Soledad lo contuvo como pudo gracias a las seis manos jóvenes que asieron al alto joven. Las Blanco se marcharon rápidamente, pero Andrea intentó convencer a los Gonzalez de unirse a su causa.
—¡Prefiero que me crucifiquen a trabajar con los Arciniega! —Replicó Jonás, a lo que sus primos hicieron coro—. Son unos animales. Ese Joel Arciniega una vez me dio una paliza porque lo miré feo... ¡Me rompió un brazo! ¡Eso nunca se me olvidará!—Señaló a Lucía con la mandíbula tensa—. ¡Y tus primos le hicieron la vida imposible a los míos!
—No pelees, mi amor—le pidió Soledad, suplicante—. Vamos a tu casa a calmarnos.
Jonás arrugó la nariz y se marchó a zancadas, y Soledad corrió detrás de él. El grandulón de Jorge abrió y cerró las manos como pinzas.
—¿Y cuándo vamos a ver a Roberto y a Carlos? —Dijo con voz pastosa y los ojos desorbitados.
Enrique le puso una mano en la barriga y otra en el brazo para apaciguarlo. El retrasado era una cabeza más alto que él, y se veía difícil de manejar.
—Ellos... se los llevaron.
—Roberto es mi sobrino—sonrió Jorge, pronunciado equivocadamente las erres con la lengua enredada—. Es mi ahijado—abrió y cerró las manos—. Yo soy el padrino.
—Tu ahijado aparecerá—sonrió Enrique, que se veía malvado por el contraste de la cicatriz en su rostro curtido—. Mamá te dijo que me hicieras caso, y vámonos.
—Sí—Jorge echó a caminar con las piernas desiguales. Daba tumbos graciosamente y tropezaba por no mirar abajo—. ¿Y mamá te ha llamado desde el cielo?
—Sí—el chico tembló mientras se alejaba, y no escuchó su respuesta...
Andrea se dejó caer en un banco, y Lucía reprimió la carcajada.
—Te dije que esta gente es imposible. Se dejan llevar por viejas querellas, y serán incapaces de unirse para atacar la Finca del Chaure.
Nelson frunció sus espesas cejas.
—¿Y por qué harían eso?
—Los más pequeños de la familia Gonzalez fueron secuestrados por confesores espectrales a medianoche—dijo Lucía y se dejó caer junto Andrea—. Como los hombres más adultos de ambas familias se fueron del país en busca de mejores vidas... El miembro más fuerte de los linces quedó como Jonás Gonzalez. No es tan valiente, y le hiere el orgullo su inutilidad. Como Valeria Blanco y su hijo Marcus fueron raptados... Andrea propuso una colación con los Cambiantes de Montenegro para enfrentar este mal y podarlo de raíz. Así como los Arciniega se dieron un festín con los esbirros de Algarrobo hace tantos años. Estamos indefensos, muchachos, no tenemos héroes que nos rescaten.
—¿Y yo no soy un hombre? —Nelson cruzó sus brazos peludos—. Tengo bigote desde los nueve años.
—¿Dónde has estado, Nelson? —Lucía entornó sus ojos con malicia—. ¿Corriendo por las lomas, verdad? Mientras tú vives en un mundo de fantasía, nosotras vemos la realidad. Esas tontas rencillas que nos heredan los adultos solo nos debilitan, y nos distraen de lo que realmente ocurre. Se avecina una atrocidad que bañará en sangre el Barrio Porvenir...
—Lucía—Nelson bajó sus ojos—. Creí que el abuelo nos protegía al ocultarnos la verdad de nuestros orígenes.
Sam despegó los labios.
—¿Donna es una Cambiante?
Andrea lo miró con tristeza.
—Las mujeres de la familia Blanco se convierten en gatos. Lo siento, Samuel... pero la maldición generacional les impide salir de Montenegro sin perder la capacidad de procrear. Elena... ella cumplió con el deber que su madre Fiorella le impuso a Donna: robar tu esencia para formular un hechizo lo suficientemente poderoso para romper con el dictamen.
—¿Me usaron? —Sam sintió la lengua pegada del paladar—. ¿Tú lo sabías?
—Lo siento, mi padre fue el visionario y confabuló con Fiorella para huir de las responsabilidades que le impondría la abuela Diana Blanco.
—¿Yo?
—El Ceremonial debe transmitirse o corren el riesgo de quedarse transformadas para siempre.
—¿Ella abusó de mí? —No había querido creerlo, incluso había sido necio con el dolor punzante en su entrepierna que tardó días en desaparecer—. ¿Por qué... yo? ¿De qué esencia hablaba tu padre? ¿Yo?—Le falló la respiración y se atragantó—. Yo... ¿volvieron a fingir que me querían?
Las lágrimas rodaron por sus mejillas, incontenibles, mientras sentía que se ahogaba en un mar de fuego. Su pecho ardía y le costaba respirar, su boca se convirtió en cenizas ardientes...  y cayó en un espiral de hiperventilación con los pulmones colapsados. Tosió, fatigado por puntos negros y zumbidos, y la inconsciencia interrumpió sus facultades con estupor. Escuchó un grito, y su cabeza resonó hueca en la oscuridad.

Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora