II.

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II.

Sam se cubrió con la capucha para protegerse de la luz mortecina del cielo encapotado, y miró con aflicción la tierra removida de las tumbas, las lápidas carcomidas por la humedad, y las cruces enmohecidas. La hilera de tumbas saqueadas fue rellenada con tierra de sepultura... y un hedor dulzón a frutas podridas impregnaba el camposanto. Era un verdadero desastre: algunas lápidas fueron robadas, y la hierba y las flores fueron machacadas por decenas de pies podridos.
María llevaba un impermeable amarillo perlado con gotas de llovizna, y los olores se mezclaban en un almizcle de fertilizantes y descomposición. Sus botas rústicas estaban manchadas de barro, y difícilmente perdía el símil con un león de robusta melena azabache. Sam no soportaba sus preguntas trampa y su andar descuidado; por un tiempo, creía que las chicas eran una especie aparte que rivalizaba con lo divino: plagada de magistrales dotes y una benignidad imposible de alcanzar por los varones. Pero ahora, veía su descuidada cabellera con aprehensión, y los toscos modos que ejercía para doblegar su voluntad mediante el chantaje con crapulosa vergüenza. Si todas las chicas eran como María, prefería el celibato. Más que descendientes del continente Venusiano... eran congéneres del demonio Lilith: vampiros chupasangre con bellos andares de falsa lozanía.
—¿Qué más quieres de mí?
María sonrió, maliciosa.
—Todo—paseó su mirada de bellos ojos negros por las hileras de tumbas, y se acomodó las gafas de gruesos cristales en el puente de la nariz—. Los brujos no roban en Tierra Santa, puede que el nombre sea contradictorio... pero la Iglesia Maldita de San Lucas es terreno beatificado por la leyenda. ¡Los peregrinos de la montaña miran con sopor y respeto nuestra capilla!
—Va a llover...
—¡Entonces los que saquearon estas tumbas no son personas!
—Dios mío—Sam se metió las manos en los bolsillos y detalló los nubarrones inmaculados del cielo grisáceo—. ¿Por qué te importa tanto?
—Porque existe una maldición en Montenegro—María puso los ojos en blanco—. El diablo habitó en este lugar hace millones de años... Se cuenta, que en lo recóndito de la Montaña del Sorte, se pueden encontrar resquicios de estructuras de piedra. Antes, los indios visitaban estas tierras encantadas en honor a sus ancestros enterrados junto al trono de piedra y los pilares... pero, después de la conquista española y la Guerra de Independencia, los dólmenes desaparecieron. Según se cree, el Libertador trajo consigo una cohorte de ocultistas masones del viejo mundo, y excavaron los sillares de piedra para trasladarlos a Europa... pero, el barco se hundió y el Trono de Satanás se hundió en lo profundo del mar.
»Mi padre dejó anotaciones en sus opúsculos. Los que no fueron confiscados, narran una intrincada recopilación de horrores y sucesiones de capítulos oscuros en la historia de Montenegro. Se fundó hace ciento cincuenta años, pero recaen las plagas de Egipto y las trompetas del apocalipsis en sus misterios. Montenegro alberga un secreto aterrador bajo su superficie, y ese pacto ha de cumplirse con un baño de sangre.
—¿Tu padre? —Sam frunció el ceño. En la colección de grimorios de su padre había leído en reiteradas ocasiones el apellido Herrera, pero nunca prestó atención a las pesquisas de arqueólogos enloquecidos.
La joven María Herrera se cruzó de brazos con un crujir del impermeable.
—Muchos de sus documentos fueron robados, incinerados o resguardados por los que no quieren que se sepa la verdad. Pero, antes de irse... dejó una buena estantería e incontables pistas de sus perseguidores. ¡Voy a encontrarlo, Samuel!
Sam sintió que su corazón se estremecía, pero no de dolor... Sentía aflicción por la necesidad de María para excusar el abandono de su padre.
—Lo siento—negó con la cabeza y se bajó la capucha del abrigo añil—. No puedo ayudarte... Devuélveme esa inscripción y olvida esto, por favor.
La joven apretó los labios y resopló, le mostró la espalda y echó a andar convertida en una fiera. Sam puso los ojos en blanco y la siguió a través de la hilera de tumbas hasta la última del cementerio, que denotaba una fecha ilegible en su lápida... Una enredadera escalaba el escarpado muro de ladrillos rematado en puntas de lanza, y florecían pequeñas frutillas venenosas. María trepó, metiendo sus dedos entre los huecos de la muralla y escaló los dos metros hábilmente como un lemur. Se aferró a las puntas de lanza y saltó al otro lado...
—Si cruzas el muro te devuelvo tu letrero.
Sam se llevó las manos a la cabeza y maldijo por lo bajo mientras repetía, menos hábilmente, la empresa de atravesar el muro. Subió con normalidad, y las copas de los árboles asomaron sobre el enrejado, pero dudó al saltar y terminó cerrando los ojos para caer como un plomo sobre sus manos. María se echó a reír, escondida detrás de un árbol carnoso de ramas extendidas, y caminó entre los arbustos y matorrales habitados por árboles centinelas de raíces protuberantes. La techumbre de ramas se alzó como una cúpula, y los altos troncos asemejaron un desfile de lanzas abandonadas.
La chica caminó deprisa por un sendero de adoquines tapizados de maleza y bajó por una depresión hacía desniveles desiguales. Era como si cavidades subterráneas hubiesen colapsado, y la tierra se hundiese en trincheras de bombardeo. Sam se llevó las manos a los bolsillos con los labios apretados, tenía la impresión de caminar sobre los restos de mausoleos soterráneos, sepultados hace eones por el olvido y las lluvias torrenciales. Pensó en la historia del diablo y los sepulcros malsanos bajo Montenegro, y una impresión de recurrente incomodidad lo aterrorizó. ¿Iba su padre cada noche en búsqueda de las puertas que conducían a un horror imperecedero? ¿El padre de María descubrió un malestar supurante proveniente de fosas execrables en lo profundo de las montañas?
—¿María? —Sam la siguió con el corazón encogido—. ¿Cuándo desapareció tu padre?
—Hace dos años—relató la joven, paseando su mirada por la arboleda de tupido follaje y deteniéndose para rectificar el sendero de piedra que los conducía a un cauce—. Viajaba mucho, y siempre me llevaba consigo...  Recorríamos el país en busca de museos y archiveros. ¡Era todo un arqueólogo! Dijo que quería presentarme a alguien en Ciudad Zamora. Estuvimos unos meses en Chivacoa recopilando manuscritos antes de venir a Montenegro... pero, una noche salió a encontrarse con un informante y no regresó—la chica reprimió un sollozo y Sam se sintió mal por hurgar en la llaga—. Lo esperé tres noches sin dormir... pero, terminó dejándome sola en este pueblo. Te juro que lo encontraré, sé que sigue vivo, ¡lo puedo sentir en mi corazón! ¡Mi padre buscaba una Puerta de Piedra y dejó incontables documentos acerca de un mal terrible sembrado en Montenegro!
—¿Y cómo sabes que está vivo?
—Cada mes alguien me deposita dinero. ¡Tú no entiendes! ¡Mi papá no es de los que mueren fácilmente!
Los labios de Sam formaron una línea fina, iba a decir algo, pero el rumor del riachuelo que flotaba a él, zumbando en raudales... lo cobijó con mordacidad. Creyó distinguir una silueta alta en los matorrales distantes del claro donde se entreveían las lomas cercanas... y distinguió un ser alto y velludo de largos cuernos que silbaba. Sam, lívido, esperó que el espectro desapareciese... y vio como aquel rostro chotuno de ojos bituminosos se llevaba las zarpas a la boca de prominentes dientes, y dejaba escapar un silbido aterrador que heló su sangre.
María levantó la cabeza del cauce crecido, y sus orejas asomaron por la enmarañado cabellera.
—¿Escuchaste eso?
—No—negó y se llevó un dedo a los labios—. Vámonos, dame la inscripción y te haré un juramento.
La chica se sonrió y hundió sus dedos en la espesa cabellera con una sonrisa trémula.
—¿Qué prometerá un brujo nefasto como tú?
—Lo que sea que me pida.
—¿Y si es algo cruel?
—Mataré a quien sea.
—¿O algo lúbrico?
Sam dio un paso atrás, dudando. La chica saltó a la primera piedra del riachuelo, que se hundió un poco pero aguantó su peso. Solo le faltaban dos saltos para llegar al otro lado del agua helada y turbia que provenía de las crecidas y los desagües. El rostro de María era un poema, parecía capaz de obligarlo a besar a un hombre y... Sam se lo pensó dos veces.
—Te lo prometo.
—Bien—María extrajo la inscripción de madera que llevaba bajo el impermeable—. Es una promesa, aunque las promesas de magos negros estén envenenadas—se lo guardó con el rostro mimoso—. Solo tengo una cláusula para vosotros, y es menester que la prometa con anterioridad.
—Está bien.
—Seré malvada.
—Está bien.
—Te obligaré a hacer cosas indebidas.
—Está bien.
María frunció el ceño y se lamió los labios.
—Bien—exclamó, a punto de saltar al abismo—. Ahora, eres mi novio.
—¿Qué?
La joven saltó las otras piedras y llegó al otro lado rápidamente, sin salpicar, echó a correr en dirección septentrional a las lomas plagadas de matorrales. Sam apretó las muelas y apresuró la marcha para perseguir a la chica, se mojó los zapatos y el barro salpicó su pantalón de mezclilla... Corrieron por una pendiente abrupta sin resbalar, y subieron a su vez una loma exhaustiva hasta un despeñadero por el que se divisaba el atardecer sobre el silvestre paisaje montañoso que circundaba Montenegro.
Alcanzó a María, fatigada, y sintió el deseo de empujarla por el borde del risco, proyectando su cuerpo a la enramada que se extendía en la altiplanicie. El sol se fundía entre dos montañas, batiendo su fulgor aurífero sobre las copas de los magueyes y los altos árboles coníferos. Las montañas se extendían como gigantes dormidos, y su vegetación prominente ejercía un llamado señorial a misterios y aventuras. Meditó sobre los indios caníbales de las leyendas locales, en los hombres sin cabeza y los gigantescos lobisones que deambulaban en los bosques espesos... y por un momento, creyó que toda fábula podría ser plausible, escondida en los rincones más iracundos de aquella tierra virgen.
—¿María?
La chica se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y sorbió por la nariz.
—Ahora que soy tu novia, tendrás que protegerme con tu vida.
—Lo siento... No puedo.
—Y te dejarás besar cuando yo quiera.
—Vámonos a casa—se rascó la nuca—. Tengo un mal presentimiento.
—Hay un rastro—señaló la chica—. No sabes nada, Samuel. Eran muchos... ¿Una docena? ¿Treinta? La llovizna disimuló sus pisadas, pero el olor a moho y su rastro es inconfundible. Se ocultan en las cavernas, posiblemente hayan llegado en jaurías diabólicas y planeen una carnicería.
—Me da miedo tu cerebro.
—¡Piensa, Samuel! —Replicó, enfurruñada—. ¡Las cuevas subterráneas están parcialmente unidas a los túneles que usaron los españoles para huir durante la época colonial! ¡El alcantarillado aprovecha estos acueductos para transportar los desechos! ¡Cientos de entradas en toda la ciudad! ¡Escondites, guaridas, pasadizos y cámaras secretas! —Se mordió el labio inferior y se frotó las manos. Se había lastimado el pulgar con una espina y no paraba de sangrar—. ¡Prefirieron usar la superficie, pero no dudo de su inteligencia para aprovechar esas gusaneras y cazar más víctimas!
—Eso no me gusta.
—¡Debemos detenerlos!
—No podemos—inquirió Sam con una sonrisa lastimera—. Somos solo dos niños viviendo en un castillo del cielo.
—¡Ay, Samuel! —María cruzó los brazos—. ¡Te falta osadía, hombre! ¡Crucemos las puertas de la oscuridad! ¡Capturamos un espécimen y lo llevamos a la prefectura! ¡Lo interrogamos y descubrimos si conoce algún secreto interesante sobre el mundo ignoto! ¡¿Eres valiente?!
—Soy pragmático—Sam se mordió el labio inferior—. Puedo que no me guste vivir... pero le tengo miedo a morir.
—¡Ay, niño! —Lo tomó del brazo y tiró de él hasta bajar por la pendiente—. ¡Solo tenemos esta vida y es demasiado corta... O quizás demasiado larga para hacerla aburrida!
María era impulsiva y dominante. Lo arrastró cuesta abajo hasta un sendero de hojas marchitas donde los árboles comenzaron a ralear para dar postura a la entrada de un tabernáculo en la falda de una montaña enana... que se abría como boca de lobo; gritando rocas, humedad y polvo. Sam frenó el arranque de la chica con fuerza impropia, temeroso.
—¡Basta, María! —Apuntaló, severo—. ¡Esto ha ido demasiado lejos!
—Te daré un beso.
—¡María! —Sam sintió las arterias de su cuello tensarse, y el calor subió hasta sus orejas; pero no era sonrojo, estaba harto y quería marcharse—. ¡Nos expondremos! ¡Es muy peligroso enfrentarse a lo desconocido!
—No vamos solos, Samuel—la chica extrajo un aparato de su bolsillo y Sam saltó atrás, dudando de la cordura de su compañera—. Vamos con Jesús, la Virgen y un revólver de alto calibre. ¡El Diablo mismo huirá despavorido!
—María...
La chica levantó el revólver cargado, y ajustó el seguro. Estaba loca, y no tenía miedo... Sam tembló, palideció y sintió náuseas. Quería marcharse, pero una parte de él: el imbécil caballero que no podía abandonar a la chica; se rehusó a la deserción. María le entregó una linterna muy potente y varias baterías de repuesto, y rezó un Avemaría mientas ponía un pie detrás de otro al penetrar en la caverna. Sam recordó la horrenda silueta velluda que dejó escapar el terrible silbido deshilvanado y se creía desfallecer mientras María sostenía la pistola, y arrojaban luz a aquellas tinieblas de piedra y grajo. Veía sombras en cada bifurcación, e incluso en su círculo de claridad, se sentía desnudo en una vorágine de infinita oscuridad... Le parecía distinguir siluetas grotescas tiznadas de brea en las tinieblas, y cuando se volteaba sobre su hombro para hojear aquella gusanera excavada por lombrices titánicas, las sombras se refugiaban en sus sepulcros.
—¿Qué crees que sean? —Preguntó María.
—¿Qué cosa?
La chica le lanzó una mirada aterradora, con el rostro ensombrecido.
—Nuestras presas, naturalmente.
Sam reflexionó por un momento aterrador, imaginó genios habitantes de pozos sin fondo... Lamias con aspecto de mujer encantadora, desnuda; adornadas con colmillos prominentes, alas de murciélago y garras homicidas. Le parecía que María podría ser una lamia infrahumana, cuya cabellera espesa escondía la protuberancia de alas recogidas. Leyó en un cuento vasco, que las lamias se disfrazaban de mujeres para saciar sus deseos carnales con los hombres, recoger su semilla... y alimentarse de su carne.
Miró a la joven, angustiado, y le pareció notar con más profusión su almizcle de perfume y sudor femenino. Ante la reducción de la vista, se sentía flotando en un mundo nuevo de olores y sensaciones indescriptibles. Podía saborear el cabello negruzco de la joven, y—sin saber cómo—, la sensación de su piel morena en la lengua. Sus pisadas sobre la gravilla eran ásperas, y hasta él llegó un miasma pestilente como una nube verdosa. Si cerraba los ojos y se concentraba, podía escuchar su respiración y la de María, más rítmica; pero también llegó a sus tímpanos un estertor plagado de gorgoteos rumiantes. Sus pisadas causaron un eco seco al rebotar en las paredes pétreas, y las tonalidades de la caverna adquirieron estructura, proporción, sustancia y solidez... A su mente llegó la descabellada idea de poder escudriñar las tinieblas.
—Hay uno de ellos.
—¿Qué?
—¿No puedes escucharlo? —Sam bajó la linterna, que al acercarla a su campo de visión le resultaba dolorosa—. Está solo, royendo un trozo de carne con sus maxilares... Como un tabaquero entregado a un rollo amargo. Huele a fertilizante... ¡Dios! ¡Puedo escucharlo como si lo tuviese junto!
—Yo no puedo escuchar nada—se quejó la otra—. ¡Me estás poniendo nerviosa!
Sam, sintiendo crecer una osadía impropia, escudriñó las tinieblas cubriendo la luz de la linterna con su mano... y María se pegó a su espalda, con el corazón bombeando como una locomotora. Estaba escondido aún en la oscuridad, pero su morfología antropoide le confería el aspecto de un mono masticando una fruta jugosa. El pelirrojo tembló, sobrecogido con espanto por la tétrica silueta apoyada en la esquina rocosa... que aún no reparaba en ellos.
—No dispares si no es necesario—inquirió Sam, que no quería armar jarana con los seres hostiles de aquella caverna degenerada.
Aún con su «visión» y la percepción de la realidad alterada por el miedo, era incapaz de distinguir la fisionomía del diminuto ser... Temía encontrarse con un engendro concebido por la degeneración evolutiva, pero la presencia de la pistola le insufló una inusitada gallardía. La chica por primera vez parecía bloqueada por emociones más fuertes de las que podía controlar, y aunque estaba asustado, no sentía debilidad. Esperó a que sus ojos se ajustaron a la claridad, y levantó la linterna. El sentimiento que experimentaron ante el descubrimiento de tales endriagos era inenarrable... No era enteramente humano, pero asemejaba el hombre anciano que alguna vez fue. Su piel correosa y parda brillaba por el recubrimiento de moho y porquería, y la ropa harapienta se pudrió en su piel como una curtida capa de tela reseca. Masticaba una oreja cartilaginosa que hedía a putrefacción, e iba descalzo con los pies tan endurecidos como cuernos.
El necrófago levantó sus ojos oscuros, y se rascó su calva insipiente.
—Jóvenes—habló con voz grave y pastosa, como si no hubiera hablado la lengua española en muchísimo tiempo. Su acento era inconfundible: se trataba de un español muy viejo—. Omar os dijo que estaban cerca. Es mi culpa este encuentro... Quise comerme la oreja de la muchacha. Es la parte que más me gusta: gomosa y jugosa; como comer chicle muy dulce.
—¿Antes eras humano?
—Todos los gules fuimos humanos, sí señor—se zampó el último bocado y lo masticó con chasquidos húmedos—. Pero... renunciamos a las correrías de la vida, y los temores a la muerte. No temáis, no comemos vivos, aunque... no solemos desperdiciar ni un muerto.
El gul se levantó, era bastante diminuto, pero como Sam y María no eran muy altos, se llevaban la misma altura. Era un veterano de la Segunda Guerra Mundial que conoció a los gules durante sus festines tras la contienda, tenía casi cien años y se vanagloriaba de las ventajas de ser un viajero. Pues los gules no pertenecían a ningún mundo, y podían moverse libremente entre el mundo vigil y el de los sueños mediante viajes oníricos. Les confesó que se llamaba Mario Luna cuando caminaba entre los hombres, pero que los gules renunciaban a sus nombres para ser parte de la Gran Jauría. Los condujo, risueño, a una abominable cavidad de la cual se conectaban todas las cavernas... y el ulular de una hoguera les mostró un cuadro espantoso: una caverna abovedada plagada de un centenar de seres inhumanos, tiznados de moho y jolín, hediondos, dándose un festín de cadáveres en torno a un fuego mefítico.
La enorme caverna parecía un tubo de lava marciano, frío y pétreo, rojizo y polvoriento. Las llamas le conferían aspectos desfigurados y terribles a los necrófagos en su madriguera infernal repleta de huesos y charcos de tuétano. Un corro de gules bailaba en círculos alrededor del fuego y cantaban una canción francesa muy antigua... y reían a sonoras carcajadas hablando una mezcolanza de idiomas e historias maravillosas. Pero la sombra alta se incorporó, de dos metros y medio, tan alto como una estatua de basalto... con los largos cuernos curvados atrás de su cabeza velluda. El rostro chotuno de egipán morboso, y los ojos llameantes de cabrio impío... causaron un encogimiento en sus corazones. Caminó a grandes zancadas, con sus potentes patas tapizadas de vello oscuro y rematadas en pezuñas. Se acercó, todo pelo y cuero hasta la musculatura nervuda de su tren superior, y los riñó mostrando su pronunciado morro repleto de incisivos amarillentos.
—¡Ustedes dos! —Su voz rasposa y arenosa los intimidó. María escondió su arma—. ¡Váyanse, no merecen estar aquí! —Señaló al gul con una zarpa—. ¡Fuiste tú, miserable! ¡Traes a los niños como si nada! ¡Tonto cabeza de ñema!
—¡Serena, Omar! —El gul español levantó sus manos verdosas—. ¡No seas tosco! ¡Son la cena!



Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora