IV.

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IV.
—¿Sirenas, dices? —Mario Luna bebió un peligroso trago de la botella de anís que llevaba en una mano—. No lo sé, Samuel. Los único que conozco así por esta región son los Canaimas: seres incorpóreos que habitan las lagunas donde se ahogaron muchas personas. Es raro verlos, y nunca jamás osarían dañar a los vivos.
—¡Es verdad! —Sam tenía la camisa y los pantalones deshilachados—. ¡Secuestraron a mis amigos! ¡Vine corriendo a la primera cueva que encontré y pronuncié la contraseña que me enseñaron para llegar a su madriguera común! ¡He recorrido una distancia impensable en tan poco tiempo! ¡Es brujería!
Los gules formaron un círculo maloliente a su alrededor, eran figuras enmohecidas y silenciosas. Sus murmullos eran vacilantes, pero los miembros más viejos asentían ante conocimientos perdidos y antiguos que podían explicar los fenómenos descritos.
—Podría ser—explicó un gul visiblemente anciano, que fumaba uno de los cigarrillos que Sam le regaló—. La magia de Montenegro ha ido creciendo con cada ciclo, y puede que un intermediario haya sido capaz de pregonar las fórmulas adecuadas para someter a estos espíritus del agua. Es muy improbable, pero si el jovencito Samuel nos necesita... debemos ser recíprocos.
Los gules asintieron, fumando y bebiendo los regalos que les trajo. Algunos rompieron sus restricciones e ingirieron con gusto los bizcochos con marihuana horneados por Ritchie. Los cigarrillos circularon en la multitud y se acabaron rápidamente, pero la distribución del alcohol fue más equitativa. La alegría que conllevó el ofrecimiento de estos presentes fue suficiente para satisfacer el corazón de los gules, que lo tenían en alta estima.
—No somos seres belicosos—Mario entornó sus ojillos—. Pero, eres nuestro amigo Samuel Wesen, y romperemos las reglas para ayudarte.
Una veintena de gules rompió el juramento de paz, y se sumó a Sam y Mario para empuñar fémures mordidos y huesos afilados. Algunos desenvainaron herrumbrosas cimitarras, estoques y puñales, para armarse en una guerra contra los espíritus sublevados. Marcharon en la obscuridad, con el español Mario a la cabeza y Sam detrás suyo... Pronunciaron la contraseña a cien pasos de la entrada de la caverna en completa penumbra y salieron por una de las aberturas que ofrecía aquella afluencia de caminos. Eran un grupo mugroso y zarrapastroso, bajo la luz plateada de la luna llena, danzando como espectros cantarines formados por hojas cosidas y líquenes. La espesa vegetación los condujo por senderos precipitados a abismos de silencio, rumiar de grillos, cantos caóticos de cigarras y el ulular de las ramas ante la música del viento.
Mario Luna nombró a Sam como terrateniente, y los gules lo obedecían sin dudar ante la procesión armada que recorría los vaivenes del terreno. Una gul de cabello enmarañado le dio una tibia unida a un peñasco afilado que asemejaba la cabeza de un hacha afilada. Sam bamboleaba su arma, deslizándose en el mar de oscuridad y ramas junto a sus compañeros desnudos de piel correosa y rudimentario equipo. Sentía que avanzaban a ciegas, pues las huellas siguieron el curso del río, y más tarde se esfumaron en una dirección, para reaparecer cincuenta pasos más adelante en otra. Aquello los confundía, y avanzaban más lentamente de lo que hubieran querido. Sam se estremecía ante la frustración, rastreando en lugares equivocados y perdiendo el tiempo en círculos. Los gules que se adelantaban, aunque buenos oteadores nocturnos, no obtenían avances significativos. Y cada minuto que pasaba era una eternidad, debían tener unos tres horas buscando en vano y el agobio los torturaba.
—No te desesperes, amigo mío—le aconsejó Mario, autoproclamado Jefe de Guerra—. Eres el Coronel, no debes ser irracional. Cabeza fría, ricos sesos putrefactos y cráneo suave.
—Es que... cada hora que pasa siento que ellos se alejan más de nosotros.
—Pronto encenderán la hoguera para la ceremonia—Mario levantó su fémur—. Nos subiremos a la arboleda a vislumbrar el humo, y los atacamos antes que sacrifiquen a los jóvenes. Deben ser magos negros que necesitan sangre joven para concertar su aquelarre. Hace muchos años que no se atestiguan estos rituales de sacrificios. La magia es cíclica, Samuel, cada cierta cantidad de años puede disminuir o acrecentar su poder. La Montaña del Sorte es un gran catalizador de energía primordial. Un punto magnético del planeta. Esta puede tener alteraciones en su flujo según los desplazamientos de las capas tectónicas, las modificaciones en el eje terrestre, los movimientos de los planetas y las estrellas... o un simple fundamento inconsciente.
»En todas las edades han surgido civilizaciones que prosperaron al aprovechar estas fuerzas que rigen la naturaleza. Celebrando ritos en conmemoración a los dioses que se alimentan de estos puntos energéticos, haciendo fructíferas sus épocas remotas. Pero, llega un punto en que sus ritos se convierten en blasfemias, y sus dioses requieren ofrendas sangrientas y ceremonias horripilantes que asemejan baños de sangre en lenguas indescriptibles. En las negras ciudades gobernadas por las tinieblas, sus demonios han gobernado sobre torres titánicas como soberanos de lo impío. La ira de esos dioses imaginarios se ha materializado con el colapso de las eras y el entierro de continentes enteros. Aquellas razas que avanzaron profunda e indebidamente en la ciencia, la magia y la alquimia... fueron arrebatas de la faz de la Tierra, por una Potencia desconocida que impide su ascensión a divinidades. La gente aún murmura, en voz baja... sobre la caída de Roma, la destrucción de la Atlántida y la aniquilación divina de Sodoma y Gomorra. Pero, los registros han borrado a Lemuria de sus atlas universales, y nadie recuerda las Dinastías Celtas de la Ciudad Eterna.
—Es horroroso—Sam sostuvo el hacha por un momento con ambas manos y miró la luna llena que derramaba su luz sobrenatural sobre el bosque blanquecino—. ¿Sacrificios a dioses por prosperidad? ¿Juventud, riqueza y estatus? Yo... no sería capaz de bañarme en sangre para...
—¿Hasta donde seríamos capaces de llegar para cumplir nuestras ensoñaciones? —Mario lamió el fémur con su lengua azulada—. Convertirte en gul, y vivir tantas décadas te hace cuestionar la moralidad que rige la Humanidad. Somos criaturas salvajes y egoístas, y al igual que las otras razas que pisaron esta esfera antes de nosotros... solo pensamos en el triunfo individual y el nepotismo para nuestra progenie. Los Adoradores del Sol en la época prehispánica cubrieron sus pirámides con sangre para alterar el clima y favorecer las cosechas. Los chinos buscaron con desesperación la inmortalidad, y los habitantes de Sodoma llegaron aún más lejos en la hibridación y la exploración sacrílega de las ciencias negras.
»Esclavos de la ambición, estirpes célebres de nuestra moderna era buscaron pertenecer a sectas de alto poder, practicantes de cultos y rituales de magia negra; invocando deidades muertas y entidades del Vacío... a las que ofrecen su virtud, voluntad, y sangrientos sacrificios animales y humanos... para obtener sus favores y triunfar en las industrias. La maldad en su anhelo de poder, dinero y fama... no tiene limitaciones. Para un corazón egoísta, el único obstáculo en su ambición es la moral y la ley.
Sam pensó en su deseo más intrínseco, quería... vivir sin preocupaciones.
—Creo que... la mayoría de nosotros somos mediocres seres insignificantes, y moriremos sin ser recordados. Ese es nuestro más profundo terror, debajo de nuestra piel, nos carcome la idea de que nuestra alma también desaparecerá eternamente.
Un par de ojos cerúleos saltaron hasta sus pies desde los arbustos, se encaramó como una mancha blanca sobre las raíces protuberantes de un roble anciano. El gato de espeso pelaje níveo ronroneó, y entornó sus ojillos amables. Sam se acercó al animal con el hacha en alto, pero le pareció una criatura inofensiva.
—Se están acercando—dijo el gato con voz femenina. Reconoció el tono, pero los matices eran demasiado agudos y silbantes—. Pero, cometen un error al esperar contemplar el humo de su hoguera, pues sus braseros están hechizados por sortilegios protectores que los harán invisibles ante los ojos del enemigo—meneó su cola con una gracia felina inusitada—. Se los han llevado a un claro despejado, rodeado por una altiva muralla de cedros... Su hechicería es poderosa, por no decir indestructible durante este ciclo de tiempo. Pues... Júpiter los favorece gracias al plenilunio, y su poderío forma un dominio absoluto. Escúchame, Samuel; debes guiar a los gules cien pasos en dirección septentrional, y otros cien pasos al este, hacía las lomas talladas por los embates sulfurosos del malestar volcánico. Esperen en aquella colina, hasta que la luna se esconda detrás de una nube negra... y pronunciaré el Hechizo de Liberación para abrir una brecha en su dominio.
—¿Puedo confiar en ti?
—No tienes otra opción, Wesen.
Los gules, aunque quejumbrosos, obedecieron las órdenes y siguieron al gato cauto que saltaba sobre la enramada, escalaba sagazmente los troncos y daba vueltas alrededor del pelotón mugriento. Anduvieron los primeros cien pasos al norte, y las estrellas rutilantes se escondieron en un firmamento nuboso y ennegrecido. La gata blanca descubrió fetiches simbólicos dibujados en papeles unidos a los troncos con cera derretida, y los gules se extrañaron de no haber avistado tales brujerías en su cruzada. El felino murmuraba por lo bajo, en cavilaciones imperceptibles que los gules temían con infundido respeto... puesto que aquel animal se movía y actuaba con una gentileza y una sabiduría extraña, adecuada a la situación. Los otros cien pasos al este fueron más pesarosos, porque iban en discordancia con la trayectoria recorrida y eran cuesta arriba. El ejército se quejó mientras ascendía por un terreno dificultoso, y las lomas se sucedieron en pronunciadas pendientes hasta que el paisaje dio lugar a una colina lisa, cuyas paredes abruptas caían vertiginosamente a prodigiosa altura. El paisaje avistado desde la colina era desigual, montañoso y poblado de foresta excepcional. Desde aquella altura la luna los vislumbraba en su apogeo, y se demoraron media hora más... hasta que una nube inmensa y plasmática la cubrió con un torrente de oscuridad.
El gato saltó, irguiéndose como un gran felino sobre una pendiente africana. La oscuridad bajó en portentosos tentáculos, y la mortecina iluminación juzgó impropio aquel despliegue de fuerzas.
—María Lionza—dijo la gata, y el eco proyectó su conjuración a espacios liminales—. Madrecita, madre de la raza mestiza... Confiando en tu inmensa bondad, ruego en el nombre de la Divina Providencia que me ayudes, me liberes de todo mal y me brindes tu Santa Protección—la ventisca se levantó lentamente, pasó de un resoplar... a un verdadero temporal en cuestión de segundos. La voz etérea de la gata flotó como una nube, y la energía negativa vibró con pulsaciones—. Hermosa y querida Madre, tú... que has llegado hasta la corte Celestial y presides la Corte India... y estás rodeada de ángeles, arcángeles y serafines... ¡Escucha mi plegaria! Yo—susurró su nombre de seña imperceptible—... admiradora y creyente en ti, pido en el nombre de Dios me irradies con amor, armonía, paz, y prosperidad—Sam meditó en aquella hechicería de polaridad positiva. Y vislumbró el picacho distante de la Montaña del Sorte, santuario de la invocada que era llamada a su petición—. Concédeme la gracia que te pido. Sabes que mis deseos son por el amor que siento... Son honestos, puros y bienintencionados—el cabello de Sam se levantó con la ventisca que sopló y los gules retrocedieron—. Te ruego, Madre mía, que me ilumines y estés siempre junto a mí, prestando tu protección y ayuda a esta... tu devota hija.
La luna clareo casi al terminar la conjuración, y los gules avistaron luces de ignición en lo profundo del bosque. El humo subía en raudales desde aquel claro, y las formas eran incompresibles. Sam buscó a la gata con la mirada, pero esta había desaparecido. Se decidieron pues, ansiosos de librar la batalla antes de la medianoche. Bajaron la pendiente y se inmiscuyeron en las sombras de los árboles, como excrecencias fungosas que tomaban vida y emergían retorciéndose de las ciénagas infestadas. Caminantes de las sombras, el presuntuoso tam-tam de los tambores palpitaba al ritmo de sus corazones, y los árboles brillaban, fosforescentes ante el malestar de incandescencias que brotaban de pozos sulfurosos junto con abominaciones mefíticas. Se acercaron al palpitar, y la irradiación de aquella fogata rojiza lanzó destellos vibrantes y sombras horripilantes al espectáculo de endriagos viscosos desplegado ante sus ojos.
Los seres diminutos bailaban en torno a la hoguera principal, que era un brasero argentino con forma de pentáculo, alimentando con ramas gruesas plagadas de frutos amarillentos. Eran al menos una cincuentena de seres antropoides de un metro, de piel viscosa y extremidades palmeadas de zarpas negras... esgrimían lanzas de hueso, eran lampiños, hermafroditas y batracios. Sus ojos ambarinos relucían con luz propia.
Los gules se escondieron en los arbustos ante la orden de Mario, y esperaron. Las sombras más altas se paseaban cerca del brasero, eran brujos de larga sotana negra y máscaras chotunas de largos cuernos retorcidos. Llevaban rosarios de piedras y fetiches simbólicos que rememoraban sus artes oscuras. El Lobo Sonriente que dirigió el aquelarre en la Finca del Chaure brilló por su ausencia, pero aquellos magos negros imitaron el horror, obligando a los Canaimas a tocar las maracas y los tambores con el trascendental y rítmico bombeo... que lo transportaba a paisajes prehistóricos, regidos por dioses tiranos y saurios homínidos.
Los jóvenes secuestrados permanecían dentro de un círculo, maniatados, y sumergidos en trance por la ingesta de humo contaminado de alucinógenos. El único que parecía herido por rasguños era Ritchie, que debió prestar oposición durante su captura. Los Canaimas bailaban en círculos concéntricos, hinchándose y encogiéndose según las mutaciones de la música y el llamado abismal que poseían los cánticos de los magos negros. Uno de los brujos, un tipo alto, tomó un cuchillo de hueso y se acercó al círculo central, donde los jóvenes se estremecían sobre el suelo como serpientes moribundas.
Esa fue la señal, porque los gules cayeron sobre el campamento con la furia de un ventarrón. Sam saltó detrás de Mario, meneando el hacha de hueso violentamente para espantar a los batracios. Los gules resultaron ser seres violentos y rapaces, no dudaron en abrirse paso entre los Canaimas con vigorosos golpes de fémur y puñaladas. Mario repartió porrazos con su fémur, y Sam lo imitó a su sombra... incapaz de rebanar o hincar el filo del hacha en la cabeza de algún batracio. Los gules cayeron como una línea aplastante mientras los Canaima rompían filas, y los brujos se negaban a actuar... Sam vio un destello blancuzco saltar sobre las copas de los árboles, y a la gata maullar sortilegios en su idioma altivo.
Fue entonces que los magos negros se negaron a una confrontación, y se reunieron en una cohorte para esfumarse con un ventarrón de humo espeso e incienso. Se pronunció una fórmula altiva y desaparecieron como una impresión que se esfuma como la niebla. Vio emerger del humo nacarado... seis pájaros negros de indescriptibles características y ojos demoníacos, batiendo sus alas oscuras, sobrevolando el negro vacío del cielo hasta desvanecerse. Los Canaimas chillaron, tomando sus lanzas y lanzándose a la refriega; haciendo llover piedras en un pandemonio infernal. Fue entonces cuando la superioridad numérica chocó grandemente contra la ventaja de los gules, y los seres viscosos acometieron con violencia. Las lanzas de hueso se rompían, clavándose en los estómagos de los gules, y las acometidas se sucedieron con rotundo éxito.
Mario chocó con Sam en su retroceso, y una lanza lo alcanzó en el pecho con un desgarro de cuero... El gul se torció con un juramento, y los anémicos batracios chillaron, embistiendo con los ojos ambarinos refulgentes de malicia. Uno de ellos saltó con la lanza en ristre, y Sam le abrió la cabeza con el hacha. El movimientos fue rápido y desastroso, el filo del arma hendió el aire y se incrustó en la cabeza protuberante del ser atrofiado... derramando sus sesos en una pútrida sopa grisácea.
Arrancó el hacha y la lluvia de piedras se precipitó como granizo mientras tomaba a Mario de los hombros y lo alejaba, adentrándose en las filas de los gules que resistían las acometidas. La herida sangraba abundantemente en su pecho, despidiendo un hedor avinagrado. Sam realizó presión, llenándose las manos de un líquido tibio semejante a la tinta podrida... Los gules cerraron filas a su espalda, rompiendo cabezas con sus fémures e intentando clavar sus puñales. Los Canaimas eran escurridizos y burlones, mofándose y acometiendo con barbaridad.
—¡Mario!
—¡Pelea, soldado! —Proclamó el gul, haciendo presión sobre su herida para evitar el chorreo incesante—. Nosotros somos más duros de lo que crees. ¡Toma tu hacha, y no me decepciones!
Pero Sam fue incapaz de volver a esgrimir el hacha, y los gules continuaron resistiendo, mermando sus fuerzas con sincopado estremecimiento. Resistieron asiduamente la embestida de la jauría, y devolvieron las piedras con potencia guerrillera... Y pronto los Canaimas empezaron a caer, con la cabeza descompuesta en una masa pútrida. Eran sorprendidos por piedras desconocidas que brotaban de la oscuridad y les aplastaba el cráneo, su número se redujo constante y lentamente, hasta que los gules ofrecieron una última acometida, arriesgando todo para aniquilar al enemigo en una mortífera formación de cuña. Samuel respondió con piedras, y lanzó fémures cuando se le agotó el suministro. Los Canaimas se dispersaron ante la inminencia de su derrota, y perseguirlos fue imposible ya que se convertían en seres invisibles sin sustancia cuando sus instintos se desvanecían. Los cadáveres viscosos de tritones enanos se hincharon, y se convirtieron en charcos de agua fétida.
Omar salió de su escondrijo junto a la gata blanca, una vez concluida la batalla.
—¡Petirrojo! —Se acercó dando zancadas furiosas con sus velludas patas—. ¡¿Qué estás jugando, estúpido?!
—Déjalo, Omar—proclamó la gata blanca, interponiéndose como una mancha felina—. Como Protector Espiritual debiste haber interferido a tiempo, si Samuel no hubiese intervenido... habría sido tarde para los chicos. La magia de estos brujos era oscura, tanto, que pudieron burlar tus velos y ataduras. ¿No te lo dijeron las runas?
—¡Sabes que no puedo ver las runas, gata impertinente!
La felina se paseó con gracilidad.
—En fin, menos mal llegaste a tiempo para ayudar a esta tropa de gules. Quizás... no seas tan malo como dicen todos en Montenegro.
Omar silbó y se cruzó de brazos con indiferencia. De la veintena de gules que lo acompañó, seis murieron por heridas devastadoras, dos moribundos fueron rematados y la gran mayoría poseía cortes, rasguños y laceraciones. Sam notó un golpe en su cabeza que sangraba en hilos, y recordó el intercambio eufórico de piedras... Aunque parecía ileso, algunos peñascos lo alcanzaron durante el fragor, y no quería ponerse a descubrir sus moretones. El Chivato cortaba los cordones de los jóvenes, e intentaba romper los conjuros que los mantenían inconscientes.
—Mario...
El gul que alguna vez fue Mario Luna permanecía boquiabierto, mirando con perplejidad las estrellas luminosas de un cielo encantado. Su rostro reflejó una paz gélida. Sam se sentó, abrazándose las rodillas, junto al cadáver de su desdichado y mugriento amigo. Si pudiera santificar a una persona, sería al maltrecho Mario Luna... que se convirtió en gul para huir de las trincheras y la soledad.
—Descansa, amigo—cerró los ojos del gul y bajó los suyos para que no lo vieran llorar—. Espero que mi muerte sea tan gloriosa como la tuya—sonrió, pesaroso—. No... tú no hubieses querido que yo muriera nunca. Querías que me convirtiera en gul para poder hablar contigo eternamente.
    

Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora