II.

2 1 0
                                    

II.
El espectáculo de DJs locales llenó de júbilo el Malecón del Río Yaracuy, siendo la Angostura cubierta de tarimas con equipos de sonido estrafalario. Las calles se colorearon con tiendas de licores y comida callejera: carpas de rayas y guirnaldas decorativas fueron insignia del carnaval. Las comparsas de rimbombante calipso fueron populosas, ruidosas y ajetreadas. La localidad vecina de Chivacoa se unió al Carnaval montenegrino, y las procesiones de tambores, diablos y fantasías estuvieron a la par que las más excelsas del Callao. Al anochecer, las caravanas de los Jinetes que partieron del Colegio Bolivariano se unieron con los púlpitos que brotaban de las avenidas, y finalmente pararon a desembocar en el malecón con una marea espesa e incontenible de cuerpos bullentes de energía.
Sam se paseó entre gules vestidos de diablos que azotaban látigos y maracas, y jóvenes envueltas de encajes. Una Negra Isidora y varios Negro Pinto hicieron gala de sus cuerpos embadurnados, y bañaron al público desprevenido con agua, harina y tiza. El palco de los Jinetes era uno de los más vistosos: adornado como un petimetres de suntuoso encaje y faroles coloridos. Gerardo vestía un disfraz purpurino, chaleco de fajín, rosarios de cuentas rojas y turbante negro... Y Jesús Alvarez era DJ del Colegio Bolivariano, mezclando e incrementando el volumen de sus equipos. La parte que correspondía a los Jinetes era cercana al Mirador, y reverberaba de vida y clamor.
—Ven, Samuel—Donna tomó su muñeca y lo condujo hasta su grupo.
Ronny no asistió, porque Patricia no podía caminar y era peligroso llevarla en silla de ruedas. Ritchie y Andrés bebían reclinados sobre una baranda, mientras Ana, Bianca y Soledad descansaban en un banco de piedra, bañadas en sudor. Elena acompañaba a Donna como custodia, y bebía copiosamente mirando a su alrededor como un felino. Hasta Salvador había asistido al evento, puesto que se negaba a formar parte de la muchedumbre, y reía junto Ezequiel, cuyo brazo sanó correctamente. Algunas veces se unían a la masa de cuerpos, bajo las luces rutilantes, y regresaban cubiertos de sudor.
Donna lo acompañaba en todo momento, y juntos recorrían la longitud de espectáculos, atisbando rostros conocidos e intercambiando saludos. Subieron y bajaron un par de veces el recorrido del Malecón, disfrutando de la música y suspirando con el chisporroteo de la comida callejera. La chica no tenía amigas íntimas, pero lo compensaba con una enorme cantidad de conocidas que la abrazaban y le sonreían con calidez.
—Ya estamos muy cansadas—proclamó Bianca con la frente perlada de sudor—. ¿No íbamos a ir después a otro lado?
—Sí—terció Donna—. Esto ya aburre.
—¡Vamos a mi casa! —Proclamó Ritchie con una sonrisa maliciosa—. ¡Vivo a unas cuadras de acá y mi familia no regresará hasta el amanecer!
—¡Sí!
Sam siguió al grupo junto a Donna, y todos abandonaron el bullicio del espectáculo culminante y subieron a los departamentos cercanos al Malecón, con vista al oscuro y aceitoso río. La casa de Ritchie era amplia y espaciosa, de numerosos muebles y techo alto... y Andrés sacó varias botellas de licor. Las muchachas se miraron, juguetonas. Elena se sentó en un sillón y estiró las piernas para bostezar. Enseguida todos organizaron un juego, y Sam se sentó detrás a observar con aire distraído. Realmente se sentía indiferente, el palpitar de la música distante lo animaba un poco...
—Andrés—Bianca lo señaló con el dedo—. Te reto a adivinar qué parte del cuerpo te paso por los labios.
El chico soltó una carcajada y cerró los ojos con los labios fruncidos. Bianca se acercó a gatas, sonrojada, y se levantó la camisa para pasarle uno de sus senos por la cara. Sam abrió la boca...
—No sé—Andrés apretó los ojos—. Es caliente... ¿La piel de la barriga?
Salvador reventó en carcajadas y Ritchie le palmeó la espalda.
—Te pasaron una teta por la boca.
—¡¿Qué?!
Andrés enrojeció con los ojos como platos y tuvo que beber un buen trago de ron mezclado con gaseosa. Sam contuvo la carcajada...
—Soledad—dictó Andrés, colorado—. Siéntate en las piernas de Samuel.
—¿Qué? —La chica abrió la boca—. Pero él no está jugando.
—¡Hágalo!
La chica se levantó con las piernas temblorosas por la embriaguez, caminó tozudamente y se sentó a horcajadas en los muslos de Sam. El pelirrojo se acomodó en el asiento, y sintió un montón de miradas clavadas en su piel. La sorpresa sobrevino cuando Soledad comenzó a frotarse en círculos sobre su regazo, y comenzó a calentarse en la entrepierna...
—Sol—susurró Sam, con las orejas calurosas—. Si sigues así...
—No voy a morderte.
La chica se levantó, orgullosa y volvió a su asiento. Ritchie levantó su botella con una carcajada.
—¡Donna! —Rugió como un bocazas—. ¡Querida Donna! ¡Deberías darle un beso en los labios a Salvador!
—¡No! —Chilló Donna y le arrojó una mirada escrupulosa a Sam.
A su vez, la chica prefirió beber un abundante trago de licor. Ritchie y Andrés abrazaron a Salvador con muecas lastimeras.
—Ya vendrá una mejor, muchacho.
—Otras se pierden, camarada.
Donna se sentó a su lado en el mueble, sonrojada por el alcohol y con los labios hinchados. Su aspecto despeinado era divertido, y miraba a todos como si sus ojos fuesen de plástico.
—¿Estás bien?
—Estoy flotando...
—¿Ya estás borracha?
Donna sonrió, y negó con la cabeza en una mueca que decía lo contrario. Rápidamente, se levantó y por poco cayó de lado. Elena y Sam la ayudaron a incorporarse, y la llevaron hasta una de las habitaciones, entrando en la que parecía ser de la hermana menor de Ritchie. Recostaron a Donna de lado en una cama cómoda y le quitaron los zapatos... estaba muy borracha y se dormía por momentos.
—Y no tomó nada—dijo Sam—. Solo un trago.
—Sí bebió—replicó Elena—. Ella estaba—miró de reojo—... No importa. —Le dedicó una larga mirada con los labios apretados y los ojos dilatados. El cabello violáceo revoloteaba como serpientes sagradas. Lo tomó del brazo—. Ven conmigo.
Sam sintió nervios cuando aquella chica mayor lo arrastró hasta una de las habitaciones contiguas, y lo recostó en una cama. La penumbra caía sobre ellos como pesadas cortinas, y las risas lejanas llegaban a ellos como estertores de chotacabras. Las formas se desdibujaban ante sus ojos como paisajes primigenios, plagados de relámpagos galvanizados y mares radiactivos de los cuales se elevaban, abruptamente, picachos escarpados y titánicos como centinelas petrificados por maldiciones sempiternas. Contuvo la respiración cuando unas manos frías lo acariciaron, arañando la piel de su vientre con uñas afiladas... y sintió que le bajaron los pantalones, como el desollar de una segunda piel con garras afiladas. Un centelleo, y escuchó en las tinieblas como un ser abismal y descarnado soltaba los cierres de su cremallera, y se desnudaba, impoluta y perversa. Sam no pudo hacer más que contener el aliento, y respirar subrepticiamente bajo el silencio más pétreo e inimaginable que alguna vez haya pesado en las regiones plutónicas de mazmorras mohosas en eras muertas. Sentía sobre su cuerpo una escafandra de plomo, de terror y prosternada confusión. Levantó las manos cuando sintió cierta presión subirse por su cintura, y unos dedos fríos cerrarse en torno a su miembro inadecuadamente endurecido. Su propio cuerpo lo traicionó, y aquel demonio de oscuridad, de llamas fogosas, se insertó una parte suya de espetón. Se dobló por la cintura ante el abrazo de una sustancia viscosa y calurosa que lo atrapaba con succión, y unas manos se cerraron sobre sus muñecas, doblegando su espíritu.
No dijo nada, solo esperó mientras lo atrapaban, lo estiraban y lo rompían con convulsas oleadas de incomodidad. Se sentía muy caliente y apretado. Los latidos de su corazón eran incontrolables, y su respiración falló con un resuello cuando sintió una inmensa liberación de tensión brotando desde su interior. Ahogó un grito parecido a medio gemido y los calambres mortificaron los músculos de sus piernas. La mujer se quitó de encima suyo con un sonido húmedo.
—Bien, eso fue todo—la escuchó vestirse en la obscuridad con aprensión. No quería mover el cuello y contemplar su horrida figura, la alguna vez hermosa Elena Blanco transmutó a un ser frío y tosco; un endriago indescriptible y cuadrúpedo que se arrastraba por el suelo y gemía inmisericorde—. Eres un buen chico.
Escuchó que salió de un portazo y entraba en la habitación donde dormía Donna. Sam no supo cuánto tiempo estuvo recostado, inmóvil, con la entrepierna viscosa e irritada por la fricción... Las sombras dieron vueltas por la habitación, como un caleidoscopio deprimente y grisáceo, y finalmente desaparecieron en las esquinas. Imaginaba su primera vez con más... besos y caricias. Se levantó, cabizbajo mientras se subía los pantalones, y pasó de largo por el salón... donde Andrés se besaba apasionadamente con Bianca, recostados en un sillón. Ritchie dormía de pecho en el piso, con los pies tendidos bajo la mesa. Ana y Soledad intercambiaban saliva con Salvador... Cada una sentada en un muslo del monaguillo. Ninguno vio a Sam cuando salió del departamento.
La brisa fría le golpeó el rostro como una bofetada, y subió lo más que pudo, arriba, a la azotea... donde podía contemplar la inminencia del mundo y su paisaje desfigurado de casuchas irregulares, calles oblongas y edificios descascarillados. Arriba, en las alturas, en el cielo no se divisaba ninguna estrella, y era inmensamente negro e infeliz, turbio como su reflejo en el agua oleaginosa del río.
—¿Estás bien?
Sam levantó los ojos enrojecidos a Gerardo, que comía unos chocolates estando recostado en una butaca con vista al Malecón desolado. Parecía un fantasma dorado y bufón, delgaducho y altivo ante las sombras retorcidas. Se acercó al Presidente, y contempló por el adarve las calles reducidas por la altura y las luces inmóviles de los faroles. La instrumentación del Carnaval era equipada y guardada en camionetas por los auxiliares. Gerardo extrajo un chocolate de su envoltorio y lo masticó en silencio...
Sam suspiró, escudriñando al rubio con sus ojos afligidos.
—¿No duermes?
—Me cuesta dormir—sonrió el Presidente, con los ojos hundidos—. Mis sueños están llenos de fuego y gritos.
—Mariann me contó del incendio.
—¿Cómo está ella? —Gerardo sonrió con tristeza.
—Hace tiempo que no la veo... ¿Es verdad que fueron novios?
El Presidente soltó una carcajada disimulada.
—La perdí, pero... aprendí que amar es una responsabilidad.
—Lo siento, Presidente—aferró las manos a la dura superficie fría—. No hay dolor mayor que aquel silencioso e interminable que se padece por falta de amor.
—No te preocupes, Samuel—Gerardo sonrió, y se puso una mano en el pecho—. Hace mucho tiempo me pedí perdón por todas esas veces que me sentí mal sin razón y lloré por extrañar cómo era. Merezco alguien que me amé en todas mis facetas. Estos años fueron difíciles y creía que podría sanar con amor... pero fui obtuso al creer que me amaban con la misma intensidad.
»Aún así, si en un lugar lejano en el futuro, nos vemos el uno al otro en nuestras nuevas vidas... Le sonreiré con alegría, y recordaré como pasamos un verano entre los árboles... Aprendiendo uno del otro y creciendo enamorados. No quiero regresar con ella en caso de volver, me dolerá, pero no quiso estar conmigo cuando mis heridas sangraban y...
El Presidente se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y le regaló una cálida sonrisa... mientras se disculpaba por la interrupción.
—¿Presidente?
—Todos creen que mi vida es perfecta, y realmente es un cagadero. No nacemos con instrucciones, la mayoría de las personas van improvisando gran parte de su vida hasta que mueren o tienen suerte. ¿Estoy loco... o todos están a unos pasos de perder la cabeza? Me siento solo, frustrado y... tengo estas sensaciones que quieren estallar detrás de mis ojos y llevarse todo lo que encuentren de por medio.
—Eso es turbio.
—Odio esto de convertirse lentamente en hombre: empiezan a verte como si fueras un estorbo, no te toman enserio y minimizas tus propios problemas. Creo que solo las mujeres y los niños son queridos incondicionalmente sin esperar nada a cambio... ¿Qué hay de nosotros? Los gritos dentro de mi cabeza me están consumiendo.
—No es tan malo—Samuel sonrió, trémulo—. Uno se acostumbra a los gritos de los demonios que intentan arrebatarte el control, y destruir todo a su paso. Algunos días son más inquietos que otros. Si no tuviera que lidiar con tantos demonios y pensamientos negativos, creo que sería un dios todopoderoso.
—¿Crees que yo quise ser Presidente? Solo pasó... Había gente a la quería y debía salvar. Pero, por más que lo desee... nunca nadie me salvó a mí. Es entonces que recapacité: aquellos que son incapaces de salvarse a sí mismos, jamás podrán proteger a los demás.
Sam se reclinó, ante el despuntar de la luna llena bajo las gasas nebulosas que la cubrían. Los cráteres relucían como emblemas de catástrofes, y pensó que cada persona hermosa, a su manera, tenía cráteres de impactos... Gerardo le pasó un chocolate de envoltorio brillante.
—Escuché que estás aprendiendo a pelear.
—No pude proteger a María, no pude proteger a nadie—Sam lo cogió—... Quiero cambiar eso.
Despertó al mediodía del día siguiente, y pasó todo el fin de semana con ardor al orinar y dolor en la entrepierna. Se sentía febril, y tomó algunos antibióticos para combatir la aparente cistitis que Elena debió contagiarle. Caminó adolorido a la farmacia para comprar unos analgésicos y una pomada para la irritación en su uretra, y vio a Finchester sentado en las gradas del estadio abandonado. Aparentemente fumaba, y murmuraba por lo bajo. Se acercó al joven somnoliento, y se sentó al mismo nivel con la entrepierna incómoda.
—Te ves más pálido que de costumbre... ¿Quieres un cigarrillo?
—No, gracias—Sam se mostró inquieto—. ¿Por qué duele después de tener... relaciones?
Finch rompió en carcajadas y se palmeó el muslo como si hubiera escuchado el mejor chiste del mundo.
—¿Usaste protección?
—No...
El joven se llevó el cigarrillo a los labios y espiró una profunda calada.
—Ten cuidado—sopló una nube grisácea y picante—. Caras vemos, corazones no sabemos. Recuerda orinar después del coito para limpiar el conducto de bacterias...
—¿Me voy a morir?
—Es probable—sonrió Finch, malicioso—. No te deprimas, la primera vez es una mierda. Difícilmente será bueno, pero con el tiempo aprenderás a escoger mejor y a darte a respetar. ¿Lo disfrutaste al menos?
—No podía pensar nada. Solo me quedé esperando mientras ella...
—¿Te obligó? —Finch apagó el cigarrillo con el metal del asiento—. ¿Te sientes bien?
—No—Sam se encogió de hombros—. No lo sé... No tengo amigos varones de confianza, y creí que tú podrías ayudarme.
Finch extrajo un bolígrafo de su bolsillo, le descorchó el botón y esnifó el contenido de la varilla. Sus pupilas se dilataron, pero no sintió miedo ante su presencia... El joven parecía menos triste y letárgico.
—Creo que estás loco, Samuel Wesen.
—¿Y eso es bueno?
—Sí—miró los nubarrones arremolinados sobre las colinas—. Al menos en Montenegro, tienes que estar loco para seguir viviendo. Gran parte de la población se ha impermeabilizado a los acontecimientos extraños que transcurren desde la aparición del Culto del Meridiano en la Finca del Chaure... ¿No lo notas, Sam? Los árboles se retuercen como lombrices, la tierra se marchita y el agua del río es insípida. Durante la medianoche, un color iridiscente y horripilante brilla en lo profundo de las montañas con un llamado abominable y diabólico.
»Ese aquelarre de brujos, cohortes de magias bárbaras, han despertado con sus llamados a los habitantes de las tinieblas... Fuerzas incompresibles que operan más allá de nuestra esfera de comprensión. Terrores exteriores que pueblan horizontes inimaginables, exhortos de clamor ritualista y vanagloriándose en sangre y sufrimiento. Son seres horribles, temidos por los espíritus más perversos y malditos entre los Innombrables. Has estado en ese terreno que se yergue sobre sepulturas de espíritus, pero nunca has hablado con los errantes que vagan por el pueblo y temen el despertar de una legión demoníaca. Un miedo recalcitrante les infunda energía a las entidades que pueblan los barrios abandonados, que a simple vista parecen vacíos... pero hierven de vida espectral y se alimentan de la superstición y la brujería.
—Algarrobo buscó durante mucho tiempo una Puerta—dictó Sam...
—San Lucas dejó pistas sobre un malestar que impregnaba el corazón de Montenegro, y se retorcía en lo profundo de sus cuevas como un gusano en un tronco podrido. Creo que el infierno está vacío, y aquí viven todos los demonios.
—¿Crees que hayamos despertado una Presencia indebida cuando cerramos la Puerta?
Finch encendió otro cigarrillo, y se desperezó con la vista fija en la arena.
—María y yo... tenemos sexo—dijo. Sam arqueó las cejas—. Se ha portado extraño desde que está contigo, pero a veces me llama cuando se siente muy sola y lo hacemos mucho.
Sam suspiró, y las manos le temblaron.
—María... abortó a tu hijo.

Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora