II.
—Perdón, Samuel—María estaba mal: su rostro estaba pálido y la delgadez en su cuerpo era enfermiza—. Debí decirte la verdad, y no alejarme como una tonta.
—Está bien—Sam entró en la pequeña casa habitada por la chica. La sala era pequeña, y al final del corredor se atisbaba una cocina y diversas puertas que conducían a habitaciones. El petimetre de la morada suscitaba convulsas introspecciones, pues los óleos de escenas fantasiosas llenaban las paredes y colgaban guirnaldas con formas arcaicas—. ¿Tú... estás bien?
—No—sonrió con laconismo—. Tengo un parásito adentro, que se alimenta de mí y crece sin piedad.
Sam arqueó las cejas.
—¿Un alienígena?
—¡Un bebé!
—¿Un qué?
—Quiero que me ayudes a sacármelo.
—¿Qué te saqué qué?
—Me voy a tomar estas pastillas, y vas a cuidarme mientras expulso el sangrado. Si me da fiebre o me desmayo tienes que llamar una ambulancia.
Sam palideció, atónito.
—¿Te vas a desmayar?
María tomó asiento con él en un mueble anticuado de cuero. En la mesita del salón estaban todas las medicinas y las indicaciones para el proceso... Pero aunque atendió el llamado de la chica, no lograba entender todo lo que acontecía en violentos raudales bermejos. ¿Cuándo María tuvo novio y cómo se embarazó? Eran muy jóvenes, y la pelinegra de tupida cabellera daba el aspecto de virgen incomprendida.
—Mírame, Samuel—los ojos oscuros de María, relampagueantes, parecían a un destello de inmolar la realidad como el rugido de un herensuge—. Soy una tonta, que hace todo mal y se deja llevar por las emociones. ¡Quisiera subirme a un rayo de sol y desaparecer con un estallido de luces de colores!
La chica estalló en un mar de lágrimas y la espesa cabellera le cubrió el rostro. Sam apretó las muelas, impávido, y le puso una mano en la espalda a la chica.
—Esta bien—le regaló una caricia de consuelo—. No me voy a ir...
—Él se quedó a dormir—sollozó María—. ¡¿Por qué soy tan débil?!
Sintió una punzada en el pecho, pero reprimió aquella sensación como quien se traga la bilis amarga. María se tomó las pastillas, y estuvo largo rato con ella... ayudándole a filtrar toda su tristeza con chismorreos y cotorreos sobre las querellas que acontecieron en su ausencia. La chica habló como un papagayo enloquecido, riendo y rompiendo en llanto a intervalos... María le mostró, inquieta, la colección de libros paganos y tratados filosóficos que su padre relegó. Ojeó superficialmente anotaciones de bolígrafo acerca de hipótesis místicas de Paracelso... sobre la teórica existencia de ciudadelas prehumanas más allá de las Columnas de Hércules, pobladas por razas desconocidas de sabiduría incognoscible. Leyó con marcialidad, suscitando la gloria de antaño plasmada en los chapiteles dorados de la Atlántida y las murallas carmesíes de Mu.
María le mostró bocetos teóricos de los palacios vibrantes de topacio y turmalinas que resplandecieron ante el sol naciente y las auroras plateadas de Lemuria, abastecidas por miríadas de brahmanes navegantes en el seno del océano azul; amos de los Misterios Mayores y las Ciencias. Cuando empezó a sangrar, le habló despacio a través de la puerta del baño, y le llevó agua potable para no deshidratarse. María guardó silencio, y Sam imaginó su rostro afligido mientras escuchaba la contracción de sus músculos adoloridos y los sollozos reprimidos.
—¿María?
—¿Si?
—¿Estás bien?
—No.
Sam se reclinó sobre la puerta, y suspiró. La respiración de María era entrecortada, sofocada por el dolor y las contracciones de su vientre rezumante. Pensó en aquel mar de vino espumoso que conducía a las tierras fantásticas, pobladas durante eones, por especies sapientes diferentes a la raza humana.
—El mundo no es perfecto, pero no es tan malo... Yo estaré aquí para ti y nunca más estarás sola.
Fue entonces cuando María rompió a llorar, y sus lamentos se entremezclaron en una salmodia melancólica. Después de un cuarto de hora, la chica salió y se recostó en el sillón, adolorida y febril, Sam le apartó el pelo pegado al rostro. Las brumas inciertas del delirio, y el desmentido terror... se arremolinaron suscitando sentimientos desamparados y culpa.
—¿Creés que soy horrible?
—Estás loca, pero eres mágica...
María lo abrazó.
—Perdón si daño tu corazón, Samuel. Será mi culpa... y tú eres tan amable.
Pero Sam no dijo nada al respecto, sabía que había vendido su alma a los diablos con su siniestra vendimia... y las ataduras se ceñían firmemente en su espíritu para torturarlo. María se recuperó rápido, tomó calmantes para el dolor y el sangrado no perduró mucho... pero seguía bajoneada. Así que la invitó al Festival Navideño de los Jinetes, cuando su fiebre bajó.
Faltaban dos semanas para terminar el año, y sentía que había cambiado significativamente desde el año anterior... Era un cambio exterior, que socava lentamente en el interior; era bueno y paciente. Las clases terminaron por vacaciones decembrinas, y se respiraba un ambiente de jolgorio y pavanas con el desplegar de las gaitas. La comparsa organizada recorrería las principales avenidas desde el centro en la Calle San Gregorio, partiendo del Colegio Bolivariano, hacía el este a paso de multitud, bombeando música y redoblar de tambores con la sabrosura del calipso en las vías más anchas hasta desembocar en el Malecón del Río Yaracuy. Se unieron a la concurrida comparsa al atardecer, en medio de la Avenida Desesperación...
La ancha avenida reverberaba del gentío y la música que brotaba de las dos carrozas que conducían los Jinetes, mientras la policía resguardaba las calles con sus patrullas coloridas y sus uniformes pulcros. Trataban de mantenerse al final, sin meterse mucho en la multitud de jóvenes y adultos, motocicletas y autos que se abrían paso hasta llegar al río. Las líricas estruendosas llenaban el atardecer rosáceo de vida vibrante y colorida, y reconoció algunos rostros conocidos: los gules se disfrazaron con trajes navideños y máscaras para bailar a distancia prudente, bañados en perfumes.
Marcus Blanco, el joven policía de rostro pacífico, lo saludó con un movimiento de cabeza cuando pasaron frente a la tranca del callejón que su patrulla formaba para guiar la caravana. El olor a sudor se mezclaba con el dulzor del ron y la frescura de la cerveza... y María lo tomó del brazo mientras más se adentraban al espectáculo en su apoteósica presentación de música ensordecedora. Recorrieron el Malecón junto al río de aguas turbulentas que reflejaba los destellos del atardecer en un colorido bermejo, paladeado con pinceles dorados y sanguíneos de escarcha solar. El río crecido ofrecía un paisaje desolador y encantado, bordeado de playas arenosas y pantanos que se perdían en la distancia de su cauce indetenible. No dudaba de la existencia de caimanes, pirañas y anacondas en su lecho... pero los frecuentes accidentes en lanchas delataban la presencia innominada de sirenas, náyades y criaturas abominables que hervían en fosas desconocidas.
María lo agarró por la cintura y lo contoneó al ritmo de gallardos tambores y guitarras de cuatro cuerdas, que inundaron de música el último recorrido al anochecer. Fue entonces cuando ambas carrozas se detuvieron en el amplio Mirador, escenario de festivales y conciertos, circundado de barandales y sillares de piedra. Las losas octogonales cubrieron el suelo espléndidamente, y las coníferas fueron adornadas con guirnaldas y galones verdes. Los puestos de comida y bebidas llenaban las calles, y eran patrocinados por el Colegio Bolivariano en una mezcolanza deliciosa y embriagadora. El púlpito llenaba el espacio a rebosar, bailando ante los latidos de la música como un solo ser formado por miles de cuerpos y mentes en conjunción. Había cierta ilusión bajo el plenilunio y la jerigonza, una electricidad en la baja atmósfera que incuba vacuos presentimientos...
—¡Bienvenidos al Festival Navideño de los Jinetes! —Gerardo abrió el reventón sobre una tarima armada apresuradamente sobre ambas carrozas musicales. Llevaba un espléndido disfraz de pirata, de ostentosos encajes ribeteado con galones de plata y plumas. Parecía un auténtico atamán corsario: botas brillantes, pantalones oscuros, camisa cerúlea, chalana y pañoleta bordada con hilo de oro—. ¡Vamos a celebrar hasta el amanecer para conmemorar otro año! ¡Abriremos el concierto con nuestro solicitado Cantante Misterioso!
Un griterío colectivo se elevó hasta alturas inconmensurables, y los saltitos de la multitud sobrevinieron con aplausos estruendosos. El Presidente presentó a un individuo joven vestido de sultán: era bastante chaparro e iba completamente cubierto de telares negros, con un turbante alrededor del rostro que solo dejaba ver sus ojos en párpados morenos. Los aplausos que lo recibieron esperaban grandes proezas de las canciones en su repertorio. María le golpeó las costillas con el codo, y le sonrió.
—¡Él es el mejor!
Sam intentó decir algo, pero el escándalo le arrebató las palabras cuando el Cantante Misterioso tomó el micrófono y carraspeó. Parecía vacilante, pero la melodía de cuerdas llenó el aire de vítores. Se preguntó quién estaba detrás de aquella máscara, y reconoció a alguien extrañamente familiar en su semblanza. Su voz era amable y poética, suave y dulce como la miel; altanera y melancólica.
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Sol de Medianoche
Novela Juvenil«En Montenegro hierve un caldero de oscuridad, es un pueblo gobernado por la superstición y la incertidumbre... Se situa al pie de una montaña embrujada, y por el corren ríos de magia, de historias, de bestias salvajes que se esconden entre los homb...