IV.

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IV.
No había nada en el bosque...
O eso era lo que Sam temía fervientemente al adentrarse en la negra espesura del bosquecillo maldito. Más negro que la noche, como los tentáculos putrefactos del diablo y los tribunales demoníacos que crepitan en las tinieblas del Averno. Más solitario que el último rescoldo del infierno, salvado por rutilantes pórticos de huesos renegridos. No podía vislumbrar las sombras que se desdibujaban detrás de las coníferas y los fagáceas... salvo por la enseña, extraña e impasible, de que no estaba deambulando junto a los vivos.
El cielo avistado a través de las copas tupidas, era obscuro e infame, cuyo único lucero era un punto rojizo del mal agüero que titilaba en la distancia, ardiente y espasmódico. La luna sin rostro era indescriptible: un pozo infinito de sopor inmundo y derroteros presagios. Sam temblaba y jadeaba, obligando sus piernas a no volver por el camino accidentado que garrapateaba en desniveles y depresiones súbitas. Esperaba el avistamiento de ojos felinos o movimientos viscosos a sus pies... pero el negro silencio era imperturbable.
Un relumbrón de dos esferas amarillentas lo sobresaltó, y no gritó por puro estremecimiento.
—¡Eres tú! —Un silbido áspero saltó a él con una catadura de pelaje hirsuto y hedor a circo—. ¡Imbécil petirrojo! —La figura mefistofélica del Chivato se desdibujó como un ser alto y peludo, de largos cuernos retorcidos—. ¡Estás buscando que te meta un pedrusco en la cabeza! ¡Lárgate de aquí si quieres vivir!
—¿Qué está pasando en la foresta que rodea Montenegro?
—¡Todo es hermoso y silvestre!
—No mientas, Omar—Sam no se acobardó por la montaña de carne y pelo que le espetaba al rostro con su aliento hediondo a clorofila—. Hace unas semanas huí de la Finca del Chaure, y escuché voces procedentes de la Oscuridad. Creo que... un Mal ha penetrado en las defensas que tanto te esfuerzas en colocar.
Omar se retorció soltando un berrido.
—¡Patrañas, petirrojo!
—Eres muy orgulloso, y niegas que pudiste haber fallado.
—¡¿Ya te vas?!
—¡Escondes un secreto, Chivato! —Sam se irguió todo lo que pudo y levantó el mentón para plantarle cara al fauno—. Tienes miedo, eso se puede entrever. Desde la Víspera de Todos los Santos, se puede sentir electricidad en el ambiente... Y las defunciones misteriosas. ¡Van veintiséis víctimas! ¡Déjame entrar a la otra cara de este lugar y haré lo que pueda!
—¡¿Lo que puedas?! —Omar abrió su boca colmilluda para vomitar una risa de chivo—. ¡¿Y qué va hacer un petirrojo diminuto que no sabe volar!? ¡Dios, si lo podemos llamar de esa forma, le impuso limitaciones a sus creaciones! ¡Ustedes los humanos solo saben contrariar las leyes naturales proyectando su debilidad! ¡Los humanos difícilmente llegarán a entenderse! ¡Sus mentes son barriles de pólvora negra a un chispazo de reventar!
—Que interesante—una voz se difuminó detrás de una encina y brotó la figura de un joven delgaducho—. Sabía que guardabas un secreto, Samuel Wesen—Finchester empuñaba un estilete en su mano y miraba al Chivato con los ojos entornados—. ¿Omar? ¿El Diablo del Centro? Los espíritus vagabundos temen tus andanzas egoístas. No creí que fueras real... Pero estoy aquí, Chivato. Tienes que llevarme al otro lado.
—¡Más humanos! —Omar parecía rabioso y soltaba espumarajos—. ¡Humanos vanidosos y egoístas!
Finchester señaló con el puñal a Sam.
—He destruido todos los altares que bloqueaban tu magia—miró al Chivato—. Llévanos, si lo que me dijeron de ti es cierto. Sé que puedes catalizar la quintaesencia para conducirnos hasta el Mundo Onírico. ¡Es personal! ¡Odosha, el Señor de Toda la Oscuridad! ¡Acecha nuestro mundo!
Omar se retorció, debatiéndose entre arrancarle la cabeza a Finchester o a Sam... y ceder ante las provocaciones. Les dedicó una mirada extraña y dejó escapar un silbido profundo y ensordecedor. El fauno se alejó con paso apresurado, y los muchachos lo imitaron, temerosos del rielar de unos genios malignos que flotaban en las tinieblas. El Chivato los condujo por un sendero de espesa foresta, ceñido de pedruscos titánicos que parecían centinelas petrificados... y árboles ataviados de enredaderas, entonando una melopea maléfica y ancestral. La mirada de Finchester era inquietante, y el estilete afilado que jugueteaba en sus dedos lo mantenía inquieto... Mientras seguían al gigantesco fauno, podía palmar un viento mefítico que los sumergía en las profundidades de un espejismo de hielo y sombras.
—Lo siento, debió ser difícil para ti—Gerardo abrió un chupete de yogurt con fresas y se lo metió en la boca mientras hablaba detrás de su escritorio—. Lo de Ezequiel es una pena, pero los doctores dicen que se recuperará. Afortunadamente, la bala se incrustó en su clavícula y no penetró en puntos vitales. Daniel será internado en el Psiquiátrico Bolivariano de Ciudad Zamora, y cumplirá una condena adecuada a su falta—mordió el caramelo y sus ojos centellearon—. Gracias, Samuel. Impediste una masacre al actuar con prudencia...
Sam se sonrojó ante el Presidente, y el aroma azucarado que desprendían los gabinetes de su escritorio lo extrañaron. Gerardo era alto y sus ojos dorados esgrimían llamas soeces. Le preguntó por Andrea, pero el Presidente dejó aquello en sus manos...
—Mírame, Samuel—extrajo un cubo oscuro de su escritorio. Era de un material cristalino negro y azul. El Presidente resopló—. Sé que lo sabes: Montenegro es una ciudad construida sobre un portal al infierno. Los diablos hacen fiesta en la montaña, y los brujos celebran aquelarres indescriptibles. Vivimos en tinieblas, pero veo en ti a una luciérnaga. Podemos luchar juntos y traer la claridad...
—¡Petirrojo! —Finchester lo señaló con el puñal—. ¿Sabes a lo que nos enfrentamos?
Sam frunció los labios.
—Vivimos en un mundo de sombras... donde los sueños son más reales que nosotros.
Finchester infló las mejillas y se golpeó la frente con el puño.
—Poético—pulsó un botón y el estilete se convirtió en un cartucho—. El Señor de Toda la Oscuridad... Odosha, según los indígenas de la región. Es un cúmulo de terror, que extrañamente... fue encerrado en el Mundo Onírico hace un tiempo inmemorial, y ha zarpado a nuestro plano desde las Puertas de Piedra. ¿Sabes lo qué significa? Se ha alimentado de los espíritus humanos, pero aún sigue atrapado en el portal. Es como un gigantesco gusano que tarda meses en salir de su caverna... Es realmente indescriptible. La única forma de parar su desenfreno es...
—¡Abajo! —Chilló Omar y se agachó—. ¡Tírense al suelo o nos matarán!
Sam escuchó un aullido y se lanzó de pecho con los ojos clavados en la obscuridad circundante. Finchester lo imitó con el rostro ceniciento, y ambos vieron al Chivato murmurar amargamente mientras una candileja revoloteaba en la distancia, entre los árboles, como un fuego fatuo que emergía de una laguna emponzoñada. Una náyade de flamas amarillentas que gritaba y bailaba al compás de horripilantes tam-tam, bajo una luna sangrienta en una vertiente oleaginosa.
El Chivato parecía desesperado, y gesticulaba violentamente, como si la desaparición de esa criatura fuera un deseo insaciable. Sam aguantó la respiración, y sintió el golpetazo de una mano robusta. Los ojos llameantes del fauno relucieron como estrellas muertas...
—¡Es tu culpa, maldita mala sangre!
—¡Cállate, miserable! —Murmuró Finchester, apretando los dientes—. ¡Tú nos metiste en esto!
Omar se encogió con una carcajada de chivo. Pero el fulgor enfermizo desapareció, y el Chivato dio orden de reanudar la marcha... Sam avanzó con el corazón encogido, y miró a Finchester de forma distinta: lo defendió a pesar de odiarlo, ambos eran humanos después de todo. Bajaron por una pendiente oblicua a un escondrijo en medio de una garganta, y Omar se inclinó sobre un samán hueco para sacar fetiches mágicos de hueso y marfil, un fajín de baldaquín verde que se ciñó a la cintura, un par de ajorcas con célebres jeroglíficos y un venablo de hueso coronado con cascabeles. Este último se lo entregó a Sam en las manos, y este detalló que no era muy largo: le llegaba a la cintura y era muy rugoso. Los cascabeles tintineaban como guirnaldas, y un pentáculo remataba la punta del báculo. El asta era adornada con lazos gastados y una extraña parafernalia de símbolos.
—¿Qué es esto?
—Es una Potencia—recalcó el Pombero, que daba vueltas y se perfiló a sus pies como una niño negrísimo—. Todas las Puertas requieren Llaves. Incluso en los sueños, solo se nos muestran resquicios que traspasaban las fronteras de un pasaje pretérito.
Sam levantó el venablo y sintió el pentáculo palpitar. Las ramas de los árboles se arrebolaron ante una ventisca formidable, trocando la enramada con estupor, invocando una fuerza feérica que provenía desde espacios desconocidos en raudales cósmicos. La convocación se electrificó en un remolino de esencias perfumadas que delataron la presencia de un Altísimo. Las manos se le entumecieron, y un relampagueo de tentáculos sublimes recorrió su cuerpo.
El Chivato llevó dos zarpas a su morro dentudo y silbó a la oscuridad. Los redaños de un portento metálico traquetearon detrás de la pared robusta de foresta, y una perorata de incitaciones al demonio lo llenó de terror. Ruedas pesadas se abrían paso por el sendero pedregoso, encallecido por los embates de la lluvia... y una caja herrumbrosa saltaba, sorteando obstáculos en contravención ante las leyes aplicables a la movilidad y la física. La Carreta saltó ante el Chivato y se detuvo ante ellos, como una invitación a abismos dionisíacos de magia negra y secretos ancestrales. Era una caja fúnebre alargada y desprovista de chófer y palafrenes, conducida por una extraña energía; junto suyo se podía respirar el hedor de la muerte y la enfermedad. La vejación atravesaba la penumbra sobre cuatro sendas ruedas, y su mundanalidad gritaba epidemia, plaga, cadáveres y fosas comunes.
El Chivato se subió de un salto, y el Pombero desapareció en la arboleda, rodando con las manos nudosas unidas a los tobillos. Sam se apoyó en una de las paredes de la Carreta para subir, y Finch lo imitó con una mueca. La rigidez cayó sobre su cuerpo al amparo del avance de la maldición que le daba vida a la Carreta... y se sintieron volar a dos centímetros del suelo descomunal, bordeando árboles, y salvando precipicios. Su corazón bombeaba violentamente ante el despliegue terrorífico de la velada, tambaleándose por la velocidad del carro, que no respetaba leyes aerodinámicas o superficies tangibles en su desplazamiento. Finch se aferró a la parte delantera de la Carreta, y el Chivato parecía horadar caballos invisibles con una fusta imaginaria; maldecía y gritaba, sosteniendo en lo alto sus fetiches mágicos... en honor a deidades venerables de rancio abolengo. Entrar en contacto con fuerzas que desconocía lo hicieron dudar acerca de la filosofía gnóstica, y la existencia de un demiurgo... Había ojeado morigeradamente algunos axiomas del mago Cornelio Agripa y diversificados saberes científicos, en un intento de profundizar en la indagación de dimensiones impúdicas... proclives a la hipotética persistencia de fuerzas y conciencias allendes al Cosmos concebido.
Sam esgrimió el Venablo de hueso con un tintineo musical de cascabeles.
—Perdón, Samuel—Ezequiel frunció los labios para contener el llanto. Llevaba el brazo escayolado—. Todo esto fue mi culpa. Fui tan... insensible y egoísta con Daniel. Yo provoqué su estallido... y si hubiera lastimado a alguien más, por mi culpa... yo...
—Pobre Daniel...
—Yo lo obligué—el joven se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano—. Durante años lo maltrate y lo empujé a cometer una atrocidad. Cuando somos jóvenes no medimos las consecuencias de nuestras acciones. Nuestras palabras son tan poderosas, que pudieron provocar a un joven tan amable como él... a su inmolación.
—No fue tu culpa.
—Sí—asintió Ezequiel con los ojos abnegados—. No digas que no. No me mientas, tú no eres así.
Sam bajó la mirada, el yeso de Ezequiel estaba marcado con cientos de nombres y caricaturas. Se preguntó sí, en caso de una tragedia, alguien lloraría por su perdida... Quizás Freduar se pondría melancólico y lo extrañaría, pero no se sentía merecedor de lágrimas o dignos honorarios. Cuando muera, partiría solo y olvidado... así que toda su vida. No se preocupaba por el cielo o el infierno... adonde sea que vaya a parar su alma, descansaría eternamente de la soledad y las penurias.
—Duele la soledad—Sam carraspeó y apretó los puños—. A veces... es demasiado. En algunas ocasiones siento que no quisiera estar aquí. Todo se cae encima y mis órganos explotan como bengalas pidiendo socorro. Pero nadie va a venir a salvarme. Eso lo sé... Creo que soy un bicho raro, y estoy bien con eso: sé que nunca podré encajar en ningún sitio. Mi mente me traiciona, y la cabeza se me llena de pensamientos en un avispero desagradable. Si soy sincero, creo que he pensado mucho en la muerte. En no querer estar vivo... Antes pensaba más en ello, pero ahora... creo que le he dado otra oportunidad a estar aquí.
La Carreta Maldita brincó a un palmo del suelo, serpenteando lomas y gargantas pobladas de espesa foresta, como espectros grisáceos remontando las profundidades de la noche eterna; podrían haber partido a tierras remotas, pobladas por fantasmas... o infiernos avistados en los más incólumes sueños. Omar esgrimía sus fetiches de hueso trenzado y profería silbidos estelares a la eternidad negra que predominaba bajo un cielo encapotado, esquilmado de fútiles constelaciones. Los árboles zumbaban ante la proximidad, vertiendo hojas curiosas y ramas partidas en la cajón que los transportaba... Hasta que un ímpetu consiguió dilapidar las ruedas del vehículo y los proyectó en una refriega de oscuridad y entumecimiento.
Finchester cayó al lado suyo sobre una superficie blanda y húmeda cubierta de grama pálida... Cierta fosforescencia era repelida por los árboles de formas retorcidas, y le abdicada a la foresta una profusión de verismo y fantasía plagada de sombras, proyecciones, superposiciones e ilusiones. La luz mortecina que desprendían las superficies era cansina y abrumadora... pequeñas luciérnagas flotaban sobre charcos mefíticos, y construcciones semiderruidas de mampostería indescriptible se alzaban como picachos, solo para derrumbarse abruptamente bajo suspicacias de tragedias y eras olvidadas. Aquellas murallas cortas fueron construidas hace milenios —sino millones de años—, con bloques de material opalino, unidos con un mortero cristalino que parecía vidrio molido. De allí provenían los resplandores que repelían las superficies ahogadas de líquenes.
Sam no perdió el báculo de hueso e hizo tintinear las campanillas con delicadeza. No ocurrió ningún suceso importante, y Finchester levantó un dedo, nervioso.
—No quieres que ellos vengan—señaló los pesados tentáculos de oscuridad, las sombras elefantinas y sus resuellos indulgentes—. ¿No los entiendes?
Cerró los ojos, ladeando la cabeza en dirección a las siluetas antropomórficas desdibujadas detrás de la espesura, y distinguió un susurro inenarrable... Un promontorio de zafiedad que auguraba aquelarres dionisíacos, una orgía de nereidas lúbricas, íncubos malsanos y súcubos cortesanas de rituales satánicos en los que las sangrías y el sufrimiento adquirían un papel esencial para las artimañas. Se sintió embutido por aquella hechicería maléfica, y sus piernas cedían, inútiles, bajo el peso de cuerpo.
—No escuches sus hechizos—solicitó Omar, ávido de amuletos—. Son almas corruptas que perdieron sus recuerdos en tiempos pretéritos... y su único anhelo es el conocimiento. Se les conciben con muchos nombres, pero estos cazadores son los Innombrables que habitan más allá de las regiones oníricas.
Sam estaba pálido, y enfermizo... La sensación del calor en su cuerpo lo estaba abandonado.
—¿Dónde estamos?
Omar le dirigió una sonrisa controversial, y su rostro chotuno formó una mueca confusa. Sam caminó detrás del alto fauno y vislumbró una mano sobresaliente de los hierbajos en el suelo... Se acercó y contempló cuatros dedos y un rostro esculpido en basalto que refulgía con fiereza. Aquella estatua permanecía sepultada, semienterrada como un vestigio de tiempos extraños y terrores provenientes de eras olvidadas.
—No sueltes la Vara de San Lucas.
—¿San Lucas? —Sam frunció los labios—. ¿El Santo?
Omar dejó escapar una risa rasposa.
—Era un Mago—levantó un crucifijo de hueso—. Siempre había creído que eran meras patrañas, pero provino de tierra adentro, de los llanos orientales sembrados de antiguas supersticiones y ciencias autóctonas. Al llegar a Montenegro se metió en toda la basura satanista que pulula en sus barrios marginales, y los círculos herméticos del centro... y se enemistó con el Altísimo—señaló el cielo con una zarpa—. Una maldición cayó sobre él, y la única forma de redención que encontró con Dios fue construir una iglesia en su honor.
Sam sospechaba de los límites de aquel terreno maldito, pero nunca sospechó encontrar precipicios y desniveles abruptos por el camino serpenteante; y las montañas puntiagudas se alzaban en la distancia, cubiertas de gasas nebulosos como sitiadas en marismas azotadas por la marea embravecida. Las montañas desiguales describían un paisaje atormentado, poblado de matorrales y rocas gigantescas. Finchester iba último, y Omar a la cabeza...
—¿Qué es eso?
Omar entornó sus ojos.
—¿Qué?
—Parece un latido.
—¡Payaso!
—¡En serio!
Sam ladeó la cabeza, sintió un latigazo de terror ante el estremecer del terreno a sus pies. Era un latido visceral que provenía de las entrañas de la tierra, del corazón del planeta adormecido. Un llamado ancestral y recalcitrante que ardía como un manantial de fuego líquido... y se derramaba por las venas de los continentes con furia volcánica y aflicción carmesí. Esperó, y otra vez aquel latido demencial lo estremeció de pies a cabeza con estupor... El siguiente latido fue más intenso, y cayeron en cuenta de las pisadas de un gigantesco habitante de las regiones de los sueños rotos. Un titánico monstruo de las pesadillas... Contuvieron el aliento mientras aquella marea de nervios y sentimientos se precipitaba en raudales como una fuerza superior e indetenible. Esperaron, y vieron una sombra colosal, pestilente y grasienta que atravesaba la boveda celestial con una tormenta de polvo y arenisca. La bestia inmensa caminaba en cuatro patas, y era tan robusta que su vientre asemejaba las montañas... Sus mandíbulas aserradas chocaban al masticar, provocando ruidos agudos como el de un enjambre abominable de insectos nocturnos. Una de sus patas pisó un claro de árboles ancestrales y dejó un ollo del tamaño de una alberca. Parecía baboso, de consistencia viscosa, envuelto en una mucosa resbalosa y bituminosa. Sus pisadas resonaron con estruendo por todo el bosque, y la bestia inconquistable de tamaño indescriptible asemejó un gigantesco hipopótamo desproporcionado de cabeza elefantina.
Los tres se petrificaron, asombrados y horrorizados ante el avistamiento de uno de los monstruos primordiales del planeta. Omar despegó sus labios, y se santiguó con un juramento.
—«El monstruo terrestre... Vive en un desierto invisible al este del jardín del Edén»—cayó de rodillas en postura de oración—. ¡Perdóname Dios, he sido un imbécil!
La parecieron horas del transcurrir de aquel horror sin precedentes, y finalmente consiguieron reanudar su exploración a lo desconocido... ante el presentimiento de que el camino inexistente se abría paso ante los resquicios de sus mentes. Eran caminantes de la oscuridad, seres de las tinieblas que nunca conocieron la luz... ¿realmente existían? ¿Sus conciencias eran meras ilusiones del universo intentando manifestarse? Los árboles de formas cada vez más extrañas comenzaron a desvanecerse, y mientras más creía acercarse en su empresa... menos obstáculos presenciaba. Finalmente llegaron a la entrada de una caverna que se adentraba en la falda de una montaña enana, sellada por gruesos pórticos de piedra: dos planchas de ónice talladas con constelaciones, soles y planetas... que permanecían abiertas. Una entrada a las negras profundidades de la existencia, donde se removían las sustancias que nunca llegaron a formar parte de la sinfonía, y gritaban y se retorcían los horrores del tiempo y el espacio.
En medio de aquel claro de tierra muerta, los colores que desprendían las tres lunas del cielo eran irreales y fascinantes: destellos vibrantes que adquirían tonalidades opalinas y rosáceas. Las llamas de los fuegos fatuos bailoteando en las profundidades de las llanuras eran bellos espejismos, y los enunciados que proferían las sombras temibles les advertían de un Mal desconocido.
—¡Es su turno, monos! —Chilló Omar—. ¡Si toco las Puertas de Piedra el Cadejo Negro, me maldecirá eternamente!
Sam se separó de la vara y se abrió camino con los órganos enloquecidos, recortando la distancia hasta la puerta de la izquierda. Finchester hizo lo mismo con la otra. Ambos empujaron con todas sus fuerzas las planchas tibias, arrastrando la tierra asentada y sellando aquella gruta dimensional, que le dio bienvenida al Mal que operaba en los malestares y las tragedias de Montenegro. La Puerta de la que manaban abominaciones, como la copa corrupta de Babilonia. Centímetro a centímetro la pesada plancha cedió, pues era bastante liviana y los goznes parecían aceitados por manos fantasmales. Contenía la respiración y empujaba, con los brazos tensos y las piernas temblorosas. A solo un palmo de sellar los gruesos pórticos, un estruendo los tomó desprevenidos con una vorágine de silbidos y sollozos. Una ráfaga desconocida lo derribó con sopor... Sam cayó al suelo aturdido por el espanto, y vio emerger una sombra alta y desfigurada, azabache y demoníaca, del agujero en el portal y... ascender como un cohete hasta la infinidad del espacio. Voló como una cometa llameante y desapareció en la cara oscura de una de las lunas del firmamento.
—¡Samuel!
El malestar despertó de su embotamiento, y los males enclaustrados en aquella frontera liminal quisieron zarpar a nuestra tierra. Saltó, sacando energías de lugares impensables. Sam golpeó el portón pétreo con el hombro, y Finchester embistió la piedra con todas sus fuerzas. Las bisagras crujieron ante el restallido de los dos portales al cerrarse. Cayó desfallecido, con la mitad del cuerpo entumecido y los sesos almidonados. Finchester se abrazó los rodillas en una postura de cansancio, sudaba a cántaros y jadeaba considerablemente.
—Debo dejar de fumar—susurró con voz ronca—. Me está matando.
Las Puertas de Piedra permanecieron cerradas a cal y canto. Pero Sam se mostró inquieto, miró el cielo que segundos atrás fue tapizado por lunas extrañas y constelaciones desconocidas, que era nuboso y negro... reluciente por la única luna gibosa que disipa las tinieblas.

Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora