II.

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II.
—El primero en morir expiró una semana después de la Víspera de Todos los Santos—dijo Sam con aplomo ante la boca cavernosa de engañosas proporciones—. Era un puritano de la Iglesia Maldita de San Lucas. Confesó días antes de su muerte... Acerca de un descomunal terror, escrutándole desde penumbras insondables de perdición.
—¿Y qué quieres que haga yo?
El Chivato levantó una gran piedra sobre sus hombros nervudos. Era una parodia mefistofélica de pelambre rústica y voz vacilante. Se agazapó sobre la entrada rocosa en medio del claro rodeado de foresta salvaje, hostil,  y sustrajo una sarta de fetiches mágicos de hueso trenzados con un hilo de cuero. El fauno era grosero e irritable, impulsado por un misterioso motriz que lo hacía habitar la comarca y lapidar a los intrusos en su vesanica vigilancia.
Hizo ademán de reventarle la cabeza con la piedra.
—¡No deberías meterte en nuestros asuntos, humano! —Omar dejó escapar un silbido áspero—. Ustedes, plagas, solo os incumben sus menesteres. A donde quiera que van crean caos y sufrimiento. ¿Por qué te interesa? ¿Qué le pasó a tu amiga?
—No lo sé... Ella no quiere hablar conmigo.
Omar soltó un berrido que podría hacerse pasar por carcajada.
—¡Entonces no era tu amiga!
—Tienes que entenderme, Omar—replicó Sam—. Proviene de la montaña, y se está cobrando víctimas. Dicen que se aparece en sueños antes de sorber la vitalidad de los afectados como un parásito. ¡Tenemos que detenerlo! Una amiga mía, Andrea Túnez, ha caído enferma y duerme mucho... Las que cuidan de ella dice que es atormentada por pesadillas. Y no solo eso... Creo que en la Finca del Chaure...
—Él no te ayudará, Samuel—Nelson apreció detrás de un zarzal espinoso que rectaba sobre un ciprés desmadejado—. Omar es un Protector Espiritual, y aunque simpatice con las criaturas que temen a los humanos, odia a estos últimos.
—Conozco bien a los hombres—se quejó con celeridad—. Antes fui uno, y sé la sazón de sus actos egoístas. No permitiré que sigan usurpando mi tierra... ¡Mientras menos humanos mejor!
Nelson rodeó el zarzal y se acercó con las manos en los bolsillos. Vestía un pantalón de mezclilla descolorido y rasgado, zapatos de tela gastados y un camisón sin mangas lleno de costuras que dejaba ver sus hombros robustos. Llevaba el cabello liso y corto, y sus ojos castaños refulgían como charcos de lodo.
—Niega lo que eres, Chivato—el moreno lo retó con una mirada volcánica—. Los Arciniega no te tenemos miedo—se acercó más y se colocó frente a Sam, mirando al inmenso egipan apostado sobre el techo de aquella caverna—. Yo no te tengo miedo.
Omar soltó un bramido mientras fingía lanzar la piedra a la cabeza de Nelson. La estrelló contra sus pies con una exabrupto de rocas y tierra, después soltó un berrido sulfuroso y se alejó dando saltos con sus potentes piernas velludas. Nelson permaneció largo rato escudriñando el interior de aquella caverna oscura, como si temiese el emerger de hordas de criaturas involucionadas, procedentes de abismos subterráneos... Un rumor se agasajó desde la hierba, y vio un bulto rodante tan negro como el jolín, provenir de los zarzales, rodando como un caucho perdido. El bulto se detuvo junto a Nelson, y un ser diminuto y negrísimo abrió dos ojos llameantes. Sam ahogó el grito de espanto ante el despliegue de miembros largos y torneados, y el par de manos grotescamente grandes de aquel diminuto enano de ébano.
—Es el Pombero—dijo Nelson Arciniega. Le llegaba a la cintura e iba vestido únicamente con un taparrabos de palma—. Es uno de los espíritus más antiguos de estas tierras saturnales.
Aquel ser le pareció una encarnación de lo libidinoso y la crápula indígena. Sus labios eran demasiado carnosos, y sus ojillos porcinos vislumbraron lucubraciones.
—No te metas con él—dijo con voz profunda y grave—. Es muy sensible, y se esconderá a llorar en su cueva hasta que se haga de noche. Ha cumplido más años como Chivato, de los que cumplió como ser humano...
—Es un mezquino—se quejó Nelson—. Sabe que eso acecha, y que es su culpa por descuidar la Puerta de Piedra—el moreno ladeó la cabeza, como si escuchara un susurro—. ¿Qué es eso?
Sam aguzó el oído a su vez, y cambió su posición a la dirección que apuntaba Nelson: un batir de alas correosas, un dilapidar de huesos y el crujir de la cerámica. No sabía exactamente a qué distancia se encontraba aquello... y siguió a Nelson cuando se internó en la espesura silvestre. Descendieron por un estrecho camino de coníferas y helechos, que no parecía llevarlos a ningún lado... y el rumiar que aureolaba en la lejanía se volvió perceptible para los sentidos comunes. Un hedor a excrementos crecía en demasía, y Nelson se cubrió las fosas nasales para seguir adentrándose en lo profundo de las lomas. Aquella área del bosquecillo encantado correspondía al fondo de un precipicio, y la bóveda arbórea tapaba, tiránica, los rayos del sol... dando a cada superficie un aspecto gris y purpúreo. Sam temió encontrarse con una fiera, había escuchado de tigres exóticos que infestaban las regiones auríferas de oriente, y migraban a las montañas húmedas. Un ruido ominoso de crujidos y pisotones los dejó atónitos, y vislumbraron la aparición de un joven de aspecto superfluo, palidez mortuoria y cabello negro y espeso como cuervo.
Era Finchester Daumier. Estaba destrozando un altar de huesos con sus pies, y maldecía a los espíritus invisibles de la montaña. Se lo veía zarandear el vacío, como un lunático atormentado por avispas inexistentes. Cerca del joven de miembros flacuchos aleteaba un... malestar de extático terror. Lo rodeaba una forma sinuosa y transparente, que estremecía la luz filtrada por la enramada de la foresta como las crestas de las olas en una marea enfermiza. El hedor a excrementos delató los relentes de una entidad putrefacta e impía. Flotó un hálito de sopor inmundo, y ante el último pisotón al altar, se liberó una conjunción nebulosa de fuerzas antiguas... Una legión demoníaca gritó por ultraje.
Finchester maldijo a la bestialidad como un histrión, y un relumbrón lo proyectó del suelo a una enramada cercana. Su cuerpo liviano salió disparado como un pistón, y las ramas crujieron ante el empuje de su caída. Sam quiso bajar por la pendiente, pero Nelson se lo impidió. Miró los ojos del moreno achaparrado y sintió un escalofrío: sus ojos cafés fueron reemplazados por un charco grasiento de pupilas amarillentas. Eran los ojos del lobizon...
—¿No puedes verlo?
Sam entornó los ojos, y la masa sanguinaria de gran envergadura derivó a una silueta translúcida y oscura que se revolvía en una apoteósica diablura que inspiraba horror y aprensión. Empero, aún era demasiado difusa para distinguir sus verdaderas proporciones, pero era indescriptible: tentáculos rojizos, ojos reptilianos, cabezas de vipera y aberraciones evolutivas incognoscibles... Un revoltijo demoníaco que palpitaba y se estremecía, como un caleidoscopio de locura que se dilataba y encogía, pasando de lo invisible a lo palpable con cada parpadeo. La amorfa sombra se arrastraba con chillidos abominables, y su olor supurante se evaporaba en una letanía gaseosa y mefítica.
Finchester se levantó, descoyuntado, y se enderezó, cubierto de arañazos. Llevaba pantalones de mezclilla oscura y una camisa deshilachada de azur oscuro con letras celestes. Con el altar destazado a un reducto de piedra y huesos, y los ídolos africanos pulverizados... La abominación se evaporó como un gigante de paja, al que se le rocían chispas de lumbre.
—Te vas a matar—Nelson bajó con cuidado por el sendero inclinado que conducía a la depresión del terreno—. Los brujos del Samhain invocaron Innombrables a nuestro mundo, en su afán de desvelar los ritos que cruzan las fronteras de la vida y la muerte, y trascienden las limitaciones y trabas de la carne. Pero tales turbas, corruptas en su aversión, son infestadas por parásitos e... incapaces de abandonar nuestro plano por las ataduras, se engendra una abominación.
Sam reparó en el moreno al que todos tomaban por pobretón y embrutecido, como una versión masculina y benévola de la metafísica Andrea Túnez. Finchester se enderezó, adolorido y los miró, desconcertado.
—Esa cosa mató a mi mejor amigo.
—Los espíritus no pueden dañar a los vivos—Nelson se extrañó—. Una Fuerza Mayor les impide manifestarse en nuestro mundo...
—Él... no estaba vivo.
—¿Tú eres Finchester, verdad?
—Él mismo que viste y calza—sonrió, enigmático—. Tú eres Nelson, no te preocupes, me iré enseguida de tus dominios y no volverás a verme por acá... Y tú—miró a Sam con el ceño fruncido—. Eres Samuel Wesen, cabello rojo. Debí decirte esto antes: aléjate de María. ¡No quiero verte cerca de ella!
Sus palabras fueron tajantes, y sin más, se marchó con los puños apretados. Sam reparó en la expresión meditativa de Nelson y tomó el autobús a casa con una extraña sensación en el pecho. Estaba terminando noviembre, y sentía que toda su vida estaba cambiando: se preocupaba por la ausencia de María, por la fiebre de Andrea y ahora, una sensación de inquietud no lo dejaba tranquilo. Soñaba que vagaba por la foresta que circundaba Montenegro en dirección a la temible montaña, y que sombras negras le seguían el rastro... Veía engendros reculos de alas correosas que llenaban el cielo nocturno con enjambres de pesadilla. Un rostro negro en un remolino de nubes tormentosas, y un aguacero de mercurio que derretía las techumbres de Montenegro.
Sam estiró la mano a un roble carcomido por un hongo cerúleo, de fosforescencia fantástica, y sus manos se hundieron en el musgo picoso. Encajó los dedos en la superficie rugosa y tocó un cataplasma tibio y resbaloso. Rápidamente escuchó un resuello, y empezó a escarbar con desesperación. Arrancó y apartó aquel hongo brillante y descubrió un rostro pálido y enfermizo. Andrea agonizaba, enraizada al roble y cubierta de hongos...
—Samuel—abrió los ojos enrojecidos, y tosió excrecencias fungosas—. Tienes que salvarme...
Paseó la mirada por la arboleda de aquel bosque siniestro, y vislumbró los árboles muertos, infestados por la plaga fosforescente. Sus ramas se extendían al cielo en postura de clemencia, y sus raíces protuberantes se adherían a la tierra infértil como las rodillas flageladas de víctimas. Una sombra monstruosa voló sobre la luna como un miasma, y su densidad profirió un nombre.
Una música provenía del estudio, acompañado del hervir de matraces y los tintineos metálicos propios de una experimentación química.

Mantenemos ese amor en una fotografía.
Creamos esos recuerdos para nosotros mismos...
Donde nuestros ojos nunca se cierran.
Nuestros corazones nunca se rompen...
Y el tiempo está congelado por siempre.

Así que puedes tenerme.
Dentro del bolsillo de tus pantalones rotos.
Sosteniéndome cerca hasta que nuestros ojos se encuentren.
Nunca estarás sola.

Y si me lastimas.
Bueno, está bien cariño.
Solo las palabras sangran dentro de estas páginas.
Abrazame y no te dejaré ir.

—¿Papá?
—¿Samuel?
—¿Estabas recitando poesía?
—No—su padre estaba reclinado en un cómodo sillón de cuero, con un libro andrajoso en las manos, que parecía extraído de una colección estrafalaria—. Escuché que un chico en tu escuela se voló la cabeza con una pistola, ¿quieres hablar de eso?
—No—Sam notó que en el estudio hacía mucho frío, tanto, que el aliento se le congelaba. Unos matraces hervían copiosamente con líquidos coloridos; alambiques y retortas creaban un panorama mágico y misterioso... Y la estantería de libros versados en artes prohibidas le daba un aspecto austero al rostro lóbrego de su padre, cuya cabellera castaña rojiza, oscurecida por los años, comenzaba a encanecer—. Es sobre una amiga...
Freduar Wesen cerró el libro de un espetón y lo dejó caer sobre su regazo. Sus ojos duros y rojizos lo sondearon profundamente, como si pudieran descifrar los secretos más íntimos de su cerebro.
—Está enferma, y no han podido descubrir la causa de su fiebre—bajó la mirada—. Creo que no es una enfermedad... Es el Mal.
Fred mostró las palmas.
—¿Intentaste rezar?
—Rezar me hace daño—dijo, sin pensar—. Sostener un crucifijo me inmoviliza el brazo.
—¿En serio?
Asintió, severo, y su padre dirigió la mirada a los instrumentos que brillaban sobre una superficie metálica. Miró de soslayo el cuadro empotrado en la pared, cuyo horror fue cegado por un sudario. Fred parecía abstraído en su oficio, como un astrólogo neófito que se sumerge en las profundidades infinitas de las constelaciones. Contemplar los fantasmas de los astros es escalofriante, y los ojos distantes de Freduar eran gigantescos solos rojos... extintos hace millones de años, y tan lejanos que su luz apenas rayaba el telón de sus iris.
—Es lo mejor—dictó aquella estatua viviente; mitad mármol, mitad emperador—. No te relaciones con la chusma de Montenegro. No sabes qué intenciones esconden detrás de su actuar.
—Pero...
—Aún eres joven, Samuel—Fred volvió a abrir aquel libro, como si de verdad le interesase su contenido ignoto—. Te he dejado vivir una vida normal, tienes catorce... Pronto te diré la verdad de los Sonetistas, y la Isla Esperanza. Y porque... nunca podrás volver a ser una persona ordinaria.

Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora