III.

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III.

—¡No quebrantaré las reglas, cojonudo! —Chilló aquel Chivato de ojos suspicaces—. ¡Prohibido devorar a los pueblerinos! ¡Y menos a ese petirrojo! ¡Harás que los Sonetistas nos exterminen!
—Lo siento—sonrió Mario ante la turbación de los jóvenes—. Fue un chiste de mal gusto—y sacó una lengua azulada, arrugando la nariz—. La carne fresca es desagradable.
Los gules renunciaban a sus vidas humanas mediante rituales de renuncia a Dios, y la disgregación de su alma al canibalizar carne descompuesta. El proceso de mutación era repulsivo, muchas veces doloroso, pero con el tiempo un gul dejaba de envejecer y su cuerpo sufría un robustecimiento comparable a la fuerza de Heracles. Muchos tenían hasta doscientos años o más, y no recordaban ni un ápice de sus vidas humanas... Otros seguían visitando a sus descendientes cada estación, en secreto, y les dejaban ofrendas y regalos de buena fortuna. Eran una estirpe incontable de razas, patrias y saberes... Muchos de ellos aún eran devotos a sus raíces, y celebraban fiestas en honor a su pasado.
Los gules provenían de todo el mundo, y se reunían en festivales a través de pasadizos que solo ellos conocían para descender los sesenta y seis peldaños al Mundo Onírico, y emerger en distintos caminos del planeta. Provenían de África, Europa y Asia... y recorrían las Américas para asistir a las peregrinaciones de la Montaña del Sorte, disfrazados de magos blancos con sombreros estrafalarias para darse su baño anual. Les contaron historias sobre los monstruos que sacudían las pesadas puertas del mundo de los sueños y los inframundos durante la Hora del Diablo, y el Cadejo Negro que los protegía ofreciendo salvoconducto a los Vigilantes. Omar, el Chivato de pelaje pardo, los trataba hosco y les gruñía, fulminante con sus miradas furibundas. Aquel debía ser el que originó la leyenda del Diablo del Centro, cuando visitaba el pueblo.
María imitó al Chivato con sus modales hoscos, y les preguntó a los gules más viejos sobre un hombre llamado Jesús Herrera, pero las respuestas que obtuvo le helaron la sangre: miradas comprometidas, ademanes asustadizos y negaciones rotundas. Una gul de cabello enredado le pidió a Sam una aventura amorosa, pero el joven enrojeció de vergüenza. Las historias y las canciones de los necrófagos se sucedieron ante las llamas, y aunque cosieron brochetas... Las negaron amablemente por el aroma dulzón de la carne podrida. Y cuando les preguntaron por qué Montenegro para sus festines, una gul de cabello corto y ojos grandes les confesó:
—Todo el mundo lo sabe, queridos—pronunció con acento inglés—. En Montenegro habrá una carnicería, y los gules daremos un festín tras el baño de sangre. ¡Como extrañé las guerras!
Un suspiro general se extendió por todo el púlpito de cuerpos enmohecidos y harapientos. Aunque al principio su pestilencia y aspecto eran desagradables, Sam fue comprensivo con las criaturas e intentó razonar con ellos. Mario era amable y gracioso, y le enseñó sus insignias de teniente antes de ser herido mortalmente por la metralla... también le contó que la guerra era lo peor del mundo, y que nunca debía ir. Le confesó al borde de las lágrimas que extrañaba a su hija, que dejó abandonada y nunca supo de ella tras su transformación. Había cierto orgullo en la vida del gul, y sus canciones cosmopolitas lo reflejaban. Se unió al coro mientras María fruncía el ceño, y cantó junto a los gules un estribillo de una canción de guerra:

Se qué te marchaste sin saber
Sin escuchar, sin comprender.
Que hay una daga envenenada aquí en mi pecho.
Sé que no merezco tu perdón.

Que lastimé tu corazón...
Y hoy naufrago en este mar de tu abandono.
¡Ni yo me perdono!
¡Te amo, yo te amo!
¡Soy un idiota, te perdí, pero te amo!

Bailó con gules desnudas—tal era su aspecto tentador—, al compás de tambores de cuero, y cantaron juntos bellas baladas de todas las épocas. Pues, los muertos aman la música y el amor tanto como los vivos. Había gules bastante viejos que no aparentaban más de cincuenta años, y otras que alcanzaron la transformación a una edad temprana y conservaron la lozanía típica de los mejores años.
—¿Sabes una canción?
—No tengo buena voz.
—Amamos la fealdad tanto como la belleza—la gul entrelazó sus manos y lo hizo girar. La única belleza en su rostro verdoso y su cuerpo libidinoso cruzado de helechos... eran sus ojos ambarinos—. ¡Canta, caballero rojo!
—Es una canción tonta que viene a mi mente cada ciclo de sueños.
La gul se rió y miró a sus congéneres con los ojos encendidos.
—Los sueños son visiones de nuestras otras vidas, algunos son tan poderosos que nos dan significado y... otros tan obscuros que nos muestran nuestros errores pasados—inquirió y aferró su cintura para acercarse más. Olía a clorofila y lluvia... Mario mencionó algo sobre el celo de las gules y Sam se conmovió—. Todo el mundo lo sabe...
El pelirrojo carraspeó, e intentó afinar su voz mientras los gules se prestaban para oír y sacaban a relucir instrumentos curiosos hechos con huesos y músculos, y lo acompañaron con una melodía melancólica.

Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora