II.

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II.

El redoblar de tambores se abatió con un llamado atávico de regiones macedónicas. Sam sentía la respiración de Andrea agitarse en la oscuridad, estaban escondidos dentro de una bodega a rebosar de cubas de ron... y el olor a caramelo era empalagoso. La opresión de los barriles no le permitía moverse con libertad, y permanecieron en la obscuridad hasta entrada la noche.
—¿Sigues allí? —dijo una voz femenina.
—Sí... ¿Dónde estás?
Sintió el hombro de la joven esparcir calor sobre su pecho. El batir del cuero y los cánticos pintorescos que provenían de los salones contiguos hizo latir su corazón, como un llamado a sus antepasados que permanecía grabado en su alma. A veces escuchaba el corazón de Andrea estremecer cuando una de las puertas se abría, o su respiración pasiva y silenciosa durante el vacío de tiempo. Habían entrado en la Finca del Chaure, cruzando los caminos verdes entre los ranchos vecinos, saltando un muro no muy alto... y un corral de vacas hediondas y gordas. Los pastizales eran espesos y frescos, y la ausencia de perros facilitó su infiltración.
La hacienda era más grande de lo que imaginaba, pero Andrea conocía los caminos escondidos entre las edificaciones y las siembras. Pasaron unos quince minutos metidos hasta el cuello en naranjos y limoneros, sacando espinas de sus zapatos... y vieron fascinados desde una gallera como un joven conocido vaciaba una cubeta de maíz desgranado a las gallinas de un corral con aspecto de choza. El joven regordete llevaba botas plásticas y pantalones de mezclilla, y estaba manchado por el barro apestoso que llenaba las cochineras del fondo. Daniel regresó por donde vino, y les dio oportunidad para escabullirse de la gallera de palafito y techumbre de palmeras entretejidas, para recortar hasta las reservas de licores... donde se escondieron hasta el anochecer.
Aún no tenía una impresión completa de la Finca, pero debía tener unas veinte hectáreas de extensión; entre vida campestre y modernismo. Un vistazo al salón de baile en el mirador de la colina le reveló la riqueza de los anteriores dueños, y aún faltaban las albercas, llenas con el agua cristalina que extraían de las venas de la tierra, que discurría tan generosamente bajo el Barrio Porvenir. Los robustos árboles florecían con jugosas frutas cítricas, y los animales pastaban copiosamente en rebaños gordos.
—¿Puedes ver?
—No—mintió Sam, a quien la oscuridad le otorgaba una extraña visión del mundo.
—Bien, porque me voy a desnudar.
—Que asco.
Fingió que volteaba a otro lado, y las hileras de barriles se desdibujaron en las tinieblas con un cubismo irregular y una geometría no euclidiana... que adquiría tonos y dimensiones donde la sustancia y superficie no existían. Vértices se abrían en senderos liminales, y recodos de plano. A veces creía distinguir formas, y adivinaba proporciones tangibles... Fue así como consiguió correr a medianoche de la Estrige, sin tropezar o chocar contra árboles, caer en chascos o romperse la espina en desfiladeros; podía ver en la penumbra como si sus ojos se ajustasen lentamente a la ausencia de fotones.
Andrea se alejó un poco, convertida en un espectro del crepúsculo, negrísimo y rematado en un tupida guedeja. Quería verla desnudarse, una parte hormonal bullía en su interior y soñaba con mofarse de la confidencialidad de la joven. Escuchó el cierre del pantalón correrse, y sus mejillas se calentaron.
—¿Es necesario desnudarse?
—Sí, ponte la sotana negra y cubre tu cabeza con el trapo de manera que solo tus ojos se vean—vio aquella silueta delgada bajarse los pantalones y sintió un pálpito—. Tus ojos se vuelven castaños cuando vistes colores oscuros, ¿no sabías? Si te hubiera pintado el cabello de negro sería mejor.
—No...
La piernas de Andrea eran delgadas y cuando se quitó la camisa, se transformó en una súcubo aterradora que esperaba detrás del umbral... Sam se quitó la camisa y los pantalones rápidamente. Odiaba a Andrea, y el sentimiento era mutuo... No quería ser parte de su mundo de fantasía y locura. Al parecer la chica no llevaba sostenedores por su escaso pecho, pero estos senos de puntillas atrevidas sobresalían en su forma de comadreja.  Sam se puso la sotana por la cabeza y se anudó el cordón para ceñirse la cintura... Se colocó unas botas de plástico con olor a humedad, y la capucha sobre la cabeza para esconder el rostro. A través de los dos agujeros pudo vislumbrar a Andrea recogiendo su larga cabellera y poniéndose la túnica. Tuvo problemas para encontrar el cordón, así que Sam se lo pasó... La chica le agradeció con una risita diabólica.
Andrea se le hacía una mujer fálica, demasiado empeñada en demostrar que podía comprender los Grandes Misterios, y manipular las Fuerzas Superiores; estaba muy alejada de lo femenina y maternal que era Melissa... y por eso le costaba mucho verla como mujer, cuando su cerebro no estaba inundado de hormonas y químicos pueriles.
Era quince de noviembre, y se celebraba el Día de San Lucas en la provincia de Montenegro. La Iglesia Maldita ofreció una misa en honor al santo patrono del pueblo, y los brujos respetaban la leyenda como una más... Porque involucraba el deseo sempiterno del hombre, de persuadir y desafiar a los dioses. La fiesta en la Finca del Chaure fue anticipada, y Saúl Túnez rechazó amablemente su invitación a la velada por un viaje que le correspondía hacer hasta la Víspera de Navidad.
Sam escondió su ropa bajo una hilera, despidiéndose para siempre de aquella camisa vieja y esos pantalones gastados.
—Espera—Andrea tomó su hombro y lo giró—. Debemos protegernos de las maldiciones que serán invocadas esta noche.
—¡¿Qué haces?! —Intentó separarse cuando la chica metió una mano bajo la sotana.
—¡Te voy a rezar con sangre de basilisco!
—¡Los basiliscos no existen!
—Samuel, eres tan terco—sintió los dedos fríos de la chica dibujar una cruz en su pecho—. Lo que no existe es a su vez una paradoja. Una invención... de lo que pronto ocurrirá con la intervención requerida.
—¿Qué? Eso no tiene sentido—Sam apretó los puños en la oscuridad—. A veces pienso que sueltas la primera basura filosófica que se te ocurre para demostrarle a todos lo inteligente que eres.
Andrea tiró de su cordón.
—¡Eres insoportable!
Los dos se alejaron de su escondrijo, entumecidos por la estancia de pie, y salieron por la puerta interior con el aliento pasmado. La bodega era un conjunto de almacenes, de los cuáles, la mayoría eran trancados con candado. Los brujos de las cabañas salían en tropel para dirigirse al mirador en la colina. Habían negros, amarillos, blancos y morenos; de todos los tamaños, edades y discapacidades... Todos envueltos en sotanas negras y ostentando collares según sus ápices de conocimiento ocultista. Eran medio centenar de hombres y mujeres, en una multitud fúnebre que conmemoraba la suerte de Lucas y su lucha contra Satanás en rebelión de Dios. Algunos portaban aires que reconocía, otros eran absolutos desconocidos.
Sam trepó la escarpada colina del brazo de Andrea, más acostumbrada a las subidas... y la inmensidad del mirador de techo octagonal se precipitó ante sus ojos con jirones de incienso, redoblar de tambores, zumbar de maracas, y el humo de un inmenso brasero... cuya lengua de fuego se extendía como un pilar flamígero. Las losas de basalto estaban dispuestas en rectángulos, y conformaban círculos de piedra y ritos paganos... y los tamborileros cesaron su fragua cuando la multitud se reunió en un gran elipse de cuerpos.
El mirador era adornado con guirnaldas de colores y listones en sus pilares. De las vigas ennegrecidas colgaban atrapasueños y arañas cristalinas; en cada esquina refulgían braseros quemando especias y lámparas de hierro con formas grotescas. Los tratadistas se reunían en coros de más de cinco personas para discutir temas prohibidos y concertar reuniones privadas durante las siguientes fechas. El simbolismo y la religiosidad dominaban la fachada y las vestimentas con cruces, estrellas, pentagramas, arabescos, runas y jeroglíficos.
—¡Ojalá hubieras estado aquí durante el Festival de María Lionza! —Dijo Andrea aferrando su brazo—. ¡Vinieron brujos y magos de todo el país y las fronteras vecinas! ¡Mira las insignias que llevan, representan su estrato y sus conocimientos adquiridos!—Señaló, y Sam detalló los medallones de distintos metales que brillaban en los pechos de los allí presentes—. Mientras más precioso es el metal, mayor es la riqueza y los méritos del erudito en su estudio. El Búho representa la Metafísica, es realmente una rama extensa que se divide en muchos saberes cósmicos; el Sol forma parte del caudal de magia prehispánica, hechicería indígena que los colonos mezclaron con creencias propias, tiene muchas caras, pero es la más común... Es muy diversa, dependiendo de las tribus estudiadas demográficamente; la Esmeralda la llevan los alquimistas; la Luna alberga los misterios de la Cábala, y sus diversas fases, las manifestaciones del Dios Hebreo en la Tierra; la Estrella es un espectro africano, amo del Vudú y los Ritos Negros—la chica se estremecía por la euforia—. Cuando bajé de la montaña, tras perderle la pista a los duendes... Pude distinguir insignias prodigiosas entre los extranjeros: nahuales, estrellas de siete y nueve puntas, Ojos de la Verdad, la Hansa y una pirámide. Los magos de Montenegro se dejan llevar por las creencias de la tierra, y no ven más allá de sus ojos.
—¿Y qué significa el Pentagrama?
Pudo adivinar la expresión de Andrea con su resoplido. Esa pregunta la consternó...
—El Pentagrama es el símbolo de la magia negra—respondió con aprensión, disimulando el nerviosismo—. Son estudiosos de la ciencia negra que gobierna a los Demonios, y sus pactos para conseguir poderes inimaginables. Sus maleficios cáusticos son prodigiosos, y manejan la lengua de los Ángeles y los Demonios para trazar Sigilos de voluntad incalculable... Los fenómenos que evocan trascienden las leyes naturales en auténticas contravenciones, infinitamente peligrosas y deletéreas. No hay mago negro que no esté envenenado por maldiciones; siempre que se cruza ese umbral... el alma es legada a las regiones infernales.
Sam reparó en los brujos de sotana negra y sus broches... buscando indicios de Daniel sin acertar. Uno de los tamborileros llevaba un pentagrama de plata en el pecho, y un rosario de cuentas negras como perlas. La mayoría de tamborileros eran jóvenes músicos con broches de plata, todos pentagramas del arte prohibido... Los reconocía vagamente, pero las capuchas estaban dispuestas de tal forma que los contornos de su rostro eran indescifrables. Pero reconoció un par de ojos oliva, que sostenían un palo de agua pintarrajeado de rojo. Cada vez que el joven le daba vuelta, las cuentas en el interior del bambú reproducían el aullar de la lluvia sobre las lomas. Eran seis los músicos, chicos y chicas, y no aparentaban mayoría de edad. Pero las estentóreas insignias argentinas en sus pechos refulgían con reflejos aterradores...
Caminó del brazo con Andrea a través del gentío pululante del mirador que detallaba con presteza las constelaciones del firmamento, y el color achocolatado de la Vía Láctea y el vacío sideral. Los círculos herméticos de los pobladores de Montenegro discutieron temas prohibidos y jugaron carta española mientras ingerían cerveza oscura y aguardiente en seco. Jugaban carta española en complicados juegos, se echaba la suerte a las cartas y se fumaba tabaco. Se pasearon ante historias de guerra contadas por antiguos sargentos del ejército, que hablaban con orgullo sobre aquellos días de locura durante el servicio: la vigilia en la selva, accidentes en el polígono de tiro, la enajenación que procedía al Pensamiento del Loco, las fugas después de las torturas... y los sangrientos operativos.
Un negro alto y envejecido se quitó la capucha por el calor, y bebió de su jarrón de aguardiente mientras le contaba a un corpulento hombre sus experiencias. Sam se detuvo detrás, y miró el muñón que sobresalía de la manga en la sotana negra... La cicatriz del desgarro era grotesca, y las marcas de garras en el rostro del mulato delataban un encontronazo con quimeras.
—El cuartel es para lunáticos, es imposible aguantar un lustro en aquel infierno peor que el presidio—dijo el negro con voz rasposa, y engullendo un trago de elixir color caramelo—. Era un horror tras otro: comíamos bajo una mesa como perros, y nos servían migajas para quebrantar nuestra mente. Todo el día estábamos corriendo o trabajando hasta reventar, y por las noches nos plantaban en pelotón hasta que se hacía de madrugada. No importa la lluvia o el sol... éramos pobres pecadores en un círculo dantesco. Nos ponían a pelear, y si ganamos un encuentro nos hacían pelear contra dos... y así; en caso de perder, nos reventaban las nalgas con tablazos hasta que vomitamos sangre. Flexiones, sentadillas, trote hasta la fatiga... Nos clavaban de cabeza en posturas dolorosas, desnudos, y nos daban tablazos en las nalgas. Una vez a un compañero que le decían Gorila, por su resistencia al dolor, lo sorprendieron los tenientes en el baño, y lo obligaron a hincar la cabeza como un avestruz... y le encajaron un puño en el culo y los testículos. El hombre se desmayó...
»El Pensamiento del Loco era lo peor: me agachaba durante seis horas en una postura incómoda con la cabeza en el suelo, solo pensando; venía el sol, la lluvia y la noche... y enloquecías. Querían destruirnos mental y físicamente: parecíamos unos esqueletos durante el primer trimestre, y solo pensábamos en la fuga. Si lo lograbamos, no nos buscaban... pero en caso de ser atrapados, nos encerraban en una zanja del tamaño de una jaula de pájaro, bajo el desagüe de las letrinas. Durante un día no veíamos más que tinieblas, desechos y agua estancada.
»El primer trimestre era para probar nuestra resistencia: inhalamos gas lacrimógeno, nos insultaron y maldijeron hasta que rompimos a llorar, nos desgastaron físicamente y nos deformaron como demonios. En seis meses no éramos seres humanos, solo máquinas... pero había límites. Existía un obstáculo llamado Vuelta La Mierda, una zanja llena de excrementos humanos y animales... que debíamos atravesar rodando. El Sargento Alvarez nos colocó en fila y nos gritó: «¡¿Montaña del Sorte o Vuelta La Mierda?!».
»La orden fue clara, y un tropel de mi curso se precipitó a rodar por el fétido camino de mierda. Eso se me hizo imposible, ¿mis camaradas rodando sobre mierda en vez de asistir a una montaña? Los cursos de supervivencia eran duros, pero mi orgullo agonizante seguía sin desaparecer. Fui el único de todo el curso que no se ensució, y el Sargento me sonrió, diciéndome que era un loco.
»Me dieron un fusil y un cargador, y me soltaron junto al pelotón que cuida la alcabala que colinda entre Chivacoa y Montenegro... Solo los locos asistían a ese lugar, pues las leyendas de las ánimas que habitan en la Montaña del Sorte eran temidas por el batallón. Una sola noche estuve a la falda de aquellas montañas escabrosas, infectas de espíritus y monstruos... y el horror que viví al encontrarme con mis compañeros transformados en pesadillas fue suficiente para desertar.
Sam contempló el muñón del brazo arrancado y las cicatrices en el cuello y rostro del negro. Un medallón de metal con forma de búho desvelaba los Misterios Menores de la Metafísica, y por lo que el viejo contaba... solo era versado en ciencias y encontronazos con lo inenarrable. Los tambores iniciaron una procesión terrible, y todos se santiguaron bajo la claraboya en el centro del mirador. Sam descubrió que el bracero que ardía con solemnidad estaba formado por cariátides de bronce, que quemaban hierbas esenciales y troncos perfumados. El hierofante y su cohorte de magos negros ejerció un redoble de tambores y maracas... Los brujos acudieron en tropel, clímax de aquella mascarada.
Daniel asistió con una cabra joven, cuyo pelaje inmaculado era de un blanco níveo. Lo traía en sus manos como un tesoro, y la depositó a los pies de aquel líder brujeril vestido completamente de negro, y con el pecho escindido por un relicario con un pentagrama de oro macizo. Sam tembló al contemplar esta figura maligna, cuya cabeza era un yelmo de Lobo Sonriente, morboso. La presencia de aquella figura controvertida excitó las murmuraciones de los brujos y el ulular de los pálidos chaure en las arboledas cercanas. Sopló una brisa sin sonido, y de súbito, los tambores cesaron su bombeo.
Daniel tomó el palo de agua y le dio vuelta, y el chisporroteo de las lentejas en el interior creó una atmósfera esotérica de serpientes y silbidos estelares. Los tambores redoblaron su intensidad, y las maracas se estremecieron como los cascabeles de víboras y las pezuñas de los diablos. Se sorprendió acercándose a Andrea para reconfortarse, ante la orgía de sonidos que impregnaba el salón circular y el humo recalcitrante que lo adormecía con lubricidad. El aliento le salía cálido, y la máscara le incomodaba los labios... El brasero detrás de la figura híbrida chisporroteo antes de arder con una potencia ignominiosa, y las flamas arrojaron una horrenda sombra que rectó sobre las losas como una mancha grasienta.
El Lobo Sonriente levantó un cuchillo de hueso, y con sus manos pálidos rebanó el cuello de la cabra. Un chorro de sangre brotó con un berrido, y Daniel levantó al animal degollado para esparcir una lluvia sangrienta sobre el gentío. Sam ni se inmutó por la perplejidad. Una gota roja cayó sobre su párpado izquierda, y bajó como una lágrima de fuego. Andrea levantó las manos haciendo símbolos con los dedos para recibir aquel ungimiento pagano. Uno de los jóvenes magos llenó un cuenco de sangre espesa, y con sus dedos roció sangre a los brujos. Los agradecimientos se hicieron escuchar con vehemencia.
Vio al Lobo, cuya cabeza macabra refulgía con jirones de plata lunar, hundir sus dedos en los cuencos y dibujar símbolos cabalísticos en las frentes de los que, con presteza, se retiraban la capucha e inclinaban su orgullo. Uno de los jóvenes magos, una muchacha no muy alta, tomó el palo de agua y lo abrió por el medio... dejando caer un raudal de arroz, peonias, lentejas, garbanzos, ciempiés y serpientes de anillos rojos y blancos. La muchacha sin rostro tomó una de las serpientes por la cola, y la azotó en el suelo como un látigo; el restallido zumbó en sus oídos, y el cuero rompió el sonido con chasquidos.
Los brujos más desafiantes se precipitaron en fila para mostrar la espalda. Daniel fue el primero de ellos, se arrodilló de espalda a la joven y el restallido del látigo cortó la tela negra y abrió su carne. Hizo un esfuerzo tremendo por no gritar, y el látigo volvió a zumbar con un chasquido amortiguado por la espalda y las costillas del joven regordete. Aquella depravación se repitió tres veces más, hasta que la carne viva del joven asomó con borbotones de sangre... y una exclamación de aplausos y vítores revolotearon como cuervos. Daniel había caído sobre las manos con el rostro descompuesto bajo la máscara, y su espalda mostraba orgullosamente unos seis latigazos. El Lobo Sonriente se acercó al joven de ojos verdes, y lo abrazó en su incorporación. Le quitó la capucha con manos amables, revelando un rostro martirizado y enrojecido que lloraba desconsoladamente. Aquella figura palmeó los hombros de Daniel y le dibujó una estrella en la frente.
Los brujos se turnaron para recibir azotes, y otros desplegaron machetes romos para probar su fe en la doctrina mediante el dolor. Los alaridos, chasquidos y regueros de sangre conformaron una orquesta dionisíaca de horror, dolor y locura en conmemoración a la Oposición de San Lucas contra las Leyes Judeocristianas. La sangre manó en raudales, y los hechizos gnósticos sumergieron aquella tribuna en trances y canturreos.
Andrea quiso acercarse a la ceremonia para recibir su sigilo en la frente, pero Sam la tomó de la mano y la alejó.
—¿Qué haces?
—Vámonos, esto no me gusta nada.
Una mujer enseñó las tetas de grandes pezones oscuros, y un hombre se las embadurnó de sangre... Esto la excitó grandemente, y aquella consumación de horrores parecía precipitarse a un desenlace crapuloso con el rasgar y desnudar de los cuerpos mutilados. El dolor y el placer... Los licores y los estupefacientes quemados en ascuas despertaron sentidos aletargados y reprimidos. Sentimientos lúbricos que permanecían dormidos, y esperaban asomar como demonios en momentos de libertinaje, con la ingesta de la sangre y la consumación del horror visceral.
Sam salió del mirador, tomando a Andrea de la mano y juntos bajaron la colina a uno de los salones de baile desocupados. Los azotes y los gritos fueron sofocados por una brisa piadosa... que se llevó el olor ferroso de la sangre. Se escondieron en uno de los salones circulares de amplio espacio y barra desocupada, repleta de copas y vasos cristalinos para servir bebidas. Quería marcharse de aquella Finca del Horror, y regresar corriendo a sus cuatro paredes de encierro sagrado y aislamiento pacífico. Había llegado demasiado lejos, era tiempo de regresar a casa y matar lo que obraba dentro de sí.
—Lo siento, no puedo seguir contemplando esto.
—¿Por qué? —Andrea jadeaba—. Todo es muy hermoso.
—¿Hermoso? —Sam se llevó las manos a la cabeza—. ¡Es repugnante!
Andrea se cruzó de brazos, y Sam meditó sobre su cuestionamiento. Lo mismo había pensado María de los Gules, y ellos resultaron ser seres felices en su miseria. Pero, la violencia y la lubricidad eran demasiado... Estar reunido junto aquel tropel de brujos abigarrados lo espantó, y sus creencias descabelladas eran degradantes. Veía aquel Lobo Sonriente de yelmo argentino como una representación del mal: una figura satanizada que encarnada el salvajismo y el horror; si hubiese tenido a mano una pistola, él...
—Ustedes no pertenecen aquí—dijo un hombre alto. Vestido completamente de negro y el rostro escondido en una capucha—. Nunca los había visto.
Sam se giró, y sintió el mundo colapsar cuando aquel hombre—que crecía como un gigante ante cada zancada—, recortó la distancia apresuradamente y tiró del pecho de su sotana con un desgarro de tela. El pelirrojo se quedó sin aliento y Andrea dio unos pasos atrás, sin saber si correr o gritar...
—¡¿Quién eres y por qué estás vestido como ellos?!
Sam negó con la cabeza, sudando frío y tartamudeando. Intentó levantar las manos, y sintió una fiera embestida que lo aturdió... Fue como un martillazo en la mandíbula, seguido de una bofetada de calor. Cayó al suelo con el rostro encendido... Andrea se interpuso, rogando.
—Por favor—repetía, exasperada—. ¡Solo queríamos ver!
Se quitó la capucha, revelando un rostro juvenil y lloroso. El cabello negruzco cayó sobre sus hombros como un racimo de serpientes muertas... El hombre dio un par de pasos atrás, con las manos en la cintura. Sam jadeó, y se quitó la capucha como pudo, la boca le sabía a sangre...
—¡Niños! —Replicó el hombre, y reconoció su voz autoritaria—. ¡Dios mío, menos mal los encontré yo!
Era Marcus Blanco, el policía que frecuentaba la tienda esotérica y conocía a Sam de vista y conversación. Lo ayudó a levantarse, apenado y junto a él atravesaron las bodegas y los naranjos sin ser vistos. Marcus les hizo jurar que nunca volverían a la Finca del Chaure, y que no debían hablar de lo ocurrido... Que estaba encubierto en una misión de alto peligro, y que un horror sin precedentes estremecía los cimientos de Montenegro.
—Tienen que esconderse hasta que salga el sol—les exigió mientras los dejaba pasar por un agujero en el cercado del ganado. El humo del mirador se tornaba blancuzco, y los quejidos subían a tonos inhumanos—. Aléjense por los ranchos cercanos y eviten acercarse al interior de la montaña. ¡Maldición, esta noche los diablos andan sueltos! ¡No miren atrás, en dirección a la Finca... o él los atrapará! ¡Deben correr e ignorar las voces que los llaman desde las sombras! ¡¿Me escucharon?! ¡No importa que tan humanos parezcan! ¡Si las estrellas comienzan a caer, deben esconderse hasta que esos fuegos fatuos desaparezcan! ¡Nunca regresen a esta tierra maldita y no miren la luna si no quieren ser poseídos! ¡Es una noche de tinieblas y los espíritus inmundos pueblan estas leguas! ¡No sé cómo explicarlo, pero nuestro mundo: el mundo real en el que creemos habitar; es una superposición de muchos planos, y esta noche los planos se rasgan para dar cabida a seres horripilantes que nacen de las pesadillas!

Sol de MedianocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora