III.
María vivía en la Calle Piedad frente al bulevar, y solía sentarse en las bancas de piedra de la alargada plaza de vetustos árboles cuando la soledad la abrumaba. Sam la descubrió sentada en un banco, a la sombra de un olmo, con el cabello erizado como la melena de un león. Llevaban abrigos para el frío de la noche, pantalones cómodos y zapatillas.
La chica giró la cabeza y se ajustó los lentes, sus labios caídos aletearon en un amago de sonrisa.
—¡Aléjate, demonio! —Sam levantó la cruz de ébano como un cura ante una legión infernal—. ¡Te destierro a lugares secos sin reposo!
—Eres un ridículo...
Los dos miraron por última vez la civilización de cemento que rodeaba el bulevar, cruzaron la cerca y se internaron en la espesura... a través de un camino abierto en la vegetación por las infrecuentes exploraciones llevadas a cabo por los gentiles. Si caminaban en línea recta por unas horas, en dirección a la salida del sol, llegarían a una quebrada de agua que conducía al Barrio Porvenir... pero su intención era hallar indicios del mal que acechaba Montenegro, que desollaba vacas, y mutilaba y devoraba animales callejeros. María teorizó la prevalencia de una criatura maligna, materializada por los malos pensamientos como una evocación de terrores negativos.
Descendieron desde las cimas de lomas abruptas, que avistaban el valle vegetal de altas coníferas, frondosos zarzales y enredaderas tupidas; en busca de altares mágicos para exorcizar su oscura fuente, y baterías de espíritus. Sam creía que era una entidad física, no del todo incorpórea, y que debían encontrar su madriguera y prenderle fuego.
El atardecer caía sobre la techumbre de ramas verdosas, y cada hora hacía más frío... El cielo se cubrió de escarlata, y después de un violeta aterrador que asemejó el rostro de un muerto. Aún no anochecía, pero no se hallaba claridad en el túnel de vegetación que recorrían. Las cigarras zumbaban en las arboledas ante el cese de la brisa, con un llamado ensordecedor... y los sapos cantaban con ronquidos solemnes. El sendero, a veces dificultoso por los zarzales espinosos, los condujo a la entrada de una cueva, que se abría como una herida purulenta al pie de una montaña enana. Las rocas rodeaban la entrada, formando estructuras piramidales con símbolos horripilantes...
Un guijarro voló a toda velocidad, y reventó a sus pies con una explosión de tierra y hierbajos. Sam retrocedió, atento, y sus ojos se encontraron con el semblante salvaje y temible del Chivato, todo vello y cuernos. El imponente egipan de feo rostro chotuno, dientes chuecos y pelaje hirsuto... permaneció sentado en la techumbre sobre la entrada de la caverna. Mitad simio, mitad fauno.
—¡Ustedes dos! —Dio un potente salto con sus patas velludas, y aterrizó sobre las pezuñas a varios metros frente ellos—. ¡Los gules siguen llorando la muerte de uno de los suyos! ¡Bien que no han entrado en sus tierras! ¡Pero, posaron sus sucios pies en las mías! ¡Váyanse, más allá de esta caverna solo se perderán para siempre en el Mundo de los Sueños! ¡Ni se les ocurra entrar... o las pesadillas que escapan de las Puertas de Piedra se los comerán!
María dio un paso y se cruzó de brazos con la mandíbula levantada. Sin la pistola se mostró desarmada, pero igual de intimidante.
—Tus amigos se están comiendo a los animales de Montenegro.
Omar soltó un berrido parecido a una carcajada.
—¡Los gules solo comen muertos en estado de putrefacción y son incapaces de arrebatar una vida sin permiso! —Imitó la postura de la chica—. A diferencia de los humanos, naturalmente...
—¿Entonces qué ocurre con el ganado mutilado y los gatos actuando extraño?
—¡Ah, que niña más fastidiosa! —El Chivato silbó y desplazó el peso de su cuerpo de una pierna a otra—. ¡Pregúntale a los Arciniega! ¡Ellos hicieron el Juramento de Protección! ¡El Pombero y yo solo somos Guardianes, y nuestro poder está disminuyendo! ¡Estoy febril, por la Providencia! ¡Váyanse antes que caiga la noche, y aléjense del cementerio y los horrores sepultados en su tierra maldita!
—¡Eres fascinante, Omar! —María echó andar con paso firme para bordear la entrada de la caverna y bajar la pendiente hacía el corazón negro de aquel bosque tropical.
—¡Hey, arpía! —Omar parecía asustado, pero era incapaz de despegar su vigilia del portal de la caverna. Un temblor agitó las piedras equilibradas, derribó algunas con un susurro de tierra—. ¡Ah, maldito Cadejo enfermo!
El Chivato renunció a su empresa de contrariar a María, y se apresuró a reparar los sellos que protegían aquella puerta a inframundos esquivos del mundo vigil. Sam sintió aprensión ante la tarea solitaria del fauno, que colocaba piedra sobre piedra y murmuraba hechizos indescriptibles a los espíritus para preservar el frágil mundo de los hombres... Miró la caverna, negra y demencial, y un soplo de infinito horror cósmico a misterios inenarrables lo hizo tambalear. Vio alejarse a María, y apresuró detrás de ella mientras la lengua del Chivato confería enredados sortilegios en una lengua litúrgica, demasiado antigua para ser recordada por la raza humana.
La noche cayó con pesadumbre sobre ellos: un telón negro y pesado, sin estrellas, pero tan iluminado por la luna veraniega que podían guiarse sin linternas. María dirigía la procesión, y Sam intentaba recordar el camino, con la certeza que podrían regresar sagazmente en caso de polvorosa; encendió la linterna con la temeridad de quien reconoce las formas sinuosas de la oscuridad, que se desdibujaron ante sus ojos en un circo de locura. Las sombras retrocedían en las tinieblas, y sí realmente aquel bosque feérico era habitado por duendecillos, estos hacían actos escrupulosos que desconcertaban: arrojaban ramas a sus cabezas, hacían susurrar los arbustos cuando no soplaba el viento y los llamaban con silbidos agudos. La atmósfera era aterradora, misteriosa y lúgubre...
El camino siguió discurriendo en depresión tumultuosa, y sus pisadas resonaron como asperezas de cuero. Caminaron a un paraje donde reinaba el más funesto silencio: los grillos desaparecieron, las cigarras enmudecieron y los animales huyeron en tropel... Llegando finalmente, a una franja estéril y muerta del bosque. Un círculo de soledad coronado por altares de mampostería, bañados de pátina y moho. Las pequeñas casitas de piedra no guardaban ofrenda alguna, y la tierra húmeda apestaba a herrumbre y carne echada a perder... Era un hedor dulzón y desagradable, que provenía de una hendija en el corazón de tan decrépito y antiguo cementerio. Los eones transcurrieron sin misericordia, y la magia y los fantasmas se ensombrecieron en tinieblas carmesíes. Una nube cubrió la luna en un mar de gasas oscuras, y la penumbra cayó sobre ellos con augurios de muerte...
María se acercó a la hendija, avistando un horror imperecedero, cubierto de tierra de sepultura y acrecentado por los maleficios cáusticos de las tumbas. Sam sentía que estaba parado sobre una montaña de huesos, mirando a un abismo de humo negro... La luna con su cara pálida alumbró el firmamento, las nubes y las sombras retrocedieron a rincones deplorables... y el rumiar de la tierra lo sobresaltó.
—¡María! —Exclamó, en voz baja—. ¡Ven acá!
Sam extrajo de su bolsillo el Crucifijo de la Santa Muerte, de brillante ebano, temblando de pies a cabeza... y la chica retrocedió con pasos silenciosos. La visión que aconteció ante sus ojos era digno de un festival de horror: un ser descarnado, hecho de huesos amarillentos y músculos grisáceos... salió de su sepultura; una maraña de tendones que daba forma antropoide a la masa de carne putrefacta y colmillos ofidios. La luna amarillenta y famélica bañó un aborto malnacido de un reino interregno de demonios deformes... cuyo andar socavó la efímera comprensión que tenían de las leyes naturales, proyectando su esfera de creencias a un abismo habitado por miles de abominaciones. El ser parecía un niño desollado en la extrema desnutrición, sus brazos flacuchos llegaban al suelo en desproporción, rematados en zarpas protuberantes de hueso desnudo, afiladas como garras; su rostro era una máscara de carne, sin ojos ni nariz... solo un morro de caimán infecto de colmillos. La columna jorobado era una sarta de espinas y en algunas partes de su fisionomía purulenta, el músculo ausente daba paso a huesos calcáreos... Ciego y estúpido, parecía mirar en su dirección, chasqueando las mandíbulas deformadas por el excedente de colmillos podridos.
—No te muevas, María—Sam levantó el crucifijo en señal sagrada, y sintió los dedos sudorosos de la chica entrelazados con los suyos—. No sé cómo... pero al igual que los gules, este engendro no respira y no posee latidos. No puedo escuchar ninguna función vital en su organismo...
El ser diminuto dio un paso, con la boca abierta en una exhibición de dos hileras de colmillos deformes y puntiagudos. Una saliva bituminosa brotaba de sus fauces como brea espumosa, y al acercarse más, notaron un bulbo que sobresalía de los vasos de su ombligo como un miembro largo y flácido... cortado en su extremo y sangrante de un líquido aceitoso.
Sam dio un paso atrás, temeroso, bañado en sudor frío y conteniendo el aliento. María permaneció detrás de él, turbada e indefensa... Hizo un esfuerzo desmedido por no desmayarse o salir corriendo. Cada minuto realizaba un movimiento de retroceso, con la cruz en alto como un manto de invisibilidad... Y el ser descarnado temblaba, jadeaba, ladeaba su deforme cabeza y se acercaba, como un mono maldito.
—In nómine Patris—dijo en voz baja y se persignó lentamente—. Fílii, et Spíritus Sancti—sintió un pálpito en el crucifijo—... Amen.
El demonio dejó escapar un chillido y se retorció, como si lo hubiesen rociado con agua hirviendo. Un vapor salitroso se levantó, con una exclamación de dolor, y la maldición se replegó inquieto a su hendija... Llorando, herido. Sam apretó los labios, pálido, y sintió la cruz estremecer entre sus dedos. El ser volvió a tomar fuerzas, y abrió su boca para pregonar un chillido. Parecía a un segundo de saltar en una vorágine sangrienta de dentelladas y zarpazos.
—¡Ángel de Dios! —Anunció Samuel como un discurso glorioso, llenando su espíritu de vigor—. ¡Que eres mi custodio, pues la bondad divina me ha encomendado a ti! ¡Ilumíname, guárdame, defiéndeme y gobiérname! —Levantó el crucifijo como una antorcha en las tinieblas—. ¡Amén!
La maldición soltó un chillido y se retorció, dejando escapar vapores cáusticos de su cuerpo infecto. Sam sintió que el crucifijo se calentaba, y un malestar insufrible se apoderó de su cuerpo: se sentía adormilado, fatigado y el brazo le pesaba. El ser sufrió calambres y espasmos, retorciéndose pero resistiendo los embates sulfurosos de un poder superior... Los árboles se agitaron y una presencia oscura despertó de su letargo con un estremecimiento de ventiscas. Los habitantes de aquel cementerio estaban enojados, y los seres feéricos murmuraban obscenidades desde sus madrigueras. Los árboles se estremecían, a punto de arrancar sus raíces, turbados por un horror sin precedentes...
—¡Creo en un solo Dios! —Un ardor detrás de los ojos consiguió mortificar su discurso, y sintió un hilo de sangre tibia correr por sus labios. Le sangraba la nariz con profusión, a medida que el dolor se intensificaba en su cerebro—. ¡Padre todopoderoso! ¡Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible!
El calor del crucifijo santificado se volvió insoportable, lo mantenía cerrado en su puño por pura convicción... Sentía sus dedos cubiertos de ampollas, y su sangre envenenada por un malestar febril que lo hacía delirar. El monstruo se retorció en el suelo, tirando del cordón umbilical en su barriga y chillando como un demonio... Los duendes reían y las sombras bailaban una danza dionisíaca en torno al cementerio, evocando males allendes esferas de mortificación y hechicería diabólica. María lo tocó por detrás y soltó un quejido.
—¡Estás hirviendo!
Sam se limpió la sangre de la nariz, con la garganta adolorida... Quería soltar la cruz y destrozarla, sentía una rabia ciega y un odio sin principio. Rezar las plegarias sagradas lo estaba quemando, y la brisa intentaba derribar su compostura. Hizo un último esfuerzo por gritar el Padrenuestro en latín, y la voz se le deshizo en un hilo entrecortado... Su garganta se irritó, seca como un desierto, y la sangre llenó su boca. La cruz se le resbaló de los dedos chamuscados como un trozo de madera humeante, y el demonio soltó un chillido demencial al saltar con las garras extendidas.
Los arbustos silbaron con un estremecimiento de hojas, y un perro descomunal saltó de su escondrijo, embistiendo a la maldición y atrapando en su hocico la sarta de dentelladas y zarpazos. Dos esferas amarillentas brillaron en la penumbra. La sombra parda esparció su hedor a pelaje y sangre... y ambas criaturas desaparecieron con chillidos y ladridos en medio de un zarzal espinoso, y una caída oblicua en una depresión excavaba por la lluvia torrencial.
María tiró de Sam, y ambos echaron a correr por la espesura, franqueando árboles colosales y atravesando gargantas, sin miedo a caerse por precipicios o depresiones abruptas en el accidentado paisaje de lomas y montañas enanas. Los ruidos fueron amortiguados por la distancia, y pronto se hallaron en camino al bulevar, rodeados de tumultuoso silencio y tentáculos de neblina.

ESTÁS LEYENDO
Sol de Medianoche
Roman pour Adolescents«En Montenegro hierve un caldero de oscuridad, es un pueblo gobernado por la superstición y la incertidumbre... Se situa al pie de una montaña embrujada, y por el corren ríos de magia, de historias, de bestias salvajes que se esconden entre los homb...