Capitulo 37: Cicatrices

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JOHANA

Para cuando la joven llegó y se llevó a mi hermano, yo ya me encontraba mejor físicamente. El sangrado y las punzadas en mi cabeza habían terminado; lo único que seguía aquejándome eran unas espantosas nauseas.

Me levanté a toda prisa tan pronto sentí el interior de mi boca salivar y corrí hasta el armario de Erick, en donde se encontraba un jarrón de porcelana. Lo abrí y devolví todo cuanto mi estómago me forzó a echar.

¿Se encuentra bien? –inquirió una mujer, adentrándose en la habitación sin invitación alguna.

Era una señora de entre treintaicinco y cuarenta años, que apresurada recogió mi cabello y lo sostuvo hasta el momento en que las arcadas terminaron. Llevaba un vestido magenta; su cabello castaño y claro, era tan largo que, estando de rodillas, caía directo al alfombrado piso y, aunque lo llevaba recogido en una trenza, podía verse lo frondoso que este era; el jade de sus ojos se asemejaba al bordado de sus mangas, las cuales dejaban expuestas unas muñecas de porcelana.

Permítame ayudarle –añadió, dándome la mano para levantarme.

Gracias– respondí, mientras ella me devolvía al borde de la cama – ¿Eres de aquí? No recuerdo haberte visto.

Por un tiempo. Ahora vivo en Ivalo, mi señora. –La mujer vertió algo de agua en un vaso de cristal y me lo entregó con una discreta reverencia. –Es un honor ver de nuevo a los Virtanen en esta casa.

– ¿Conoció a mi familia?

–Yo era tan solo una niña cuando ellos salvaron mi vida –atajó, mostrándome una sonrisa, exhibiendo el blanco perla de sus dientes.

–Anda, siéntate junto a mí–le dije, haciéndome a un lado, tomándola del brazo para guiarla hasta el colchón. –¿Cómo sucedió?

– ¡Gracias! –espetó con firmeza, inclinando su frente –. Nací con una severa enfermedad en el corazón, de la que los médicos aseguraban que no viviría más allá de la adolescencia. Un día, mi padre se cruzó con un peregrino y le dio asilo en nuestra casa; él, en agradecimiento, nos trajo a éste pueblo con la promesa de que los lugareños podrían curarme. Mis padres gastaron lo poco que tenían para venir, confiando en la buena voluntad del hombre. No teníamos dinero, ni un techo donde vivir; pero los Virtanen nos recibieron y nos enseñaron sus creencias. Fue una de las hijas quien una noche curó mi enfermedad, siempre que portara su emblema y les juráramos lealtad a ellos y a su gente.

– ¿Mis abuelos te condicionaron?

–No, mi señora, juramos por convicción y fe en esas misericordiosas personas y su diosa. Los Virtanen, al sabernos sin pertenencias, nos dieron un espacio en su pueblo. Yo estoy viva gracias a ellos.

– Ya veo –respondí, posando mi mano en su cabeza, hundiendo mis dedos en su cabello. – ¡Quiero ver tu cicatriz! –le ordené.

–Sí, mi Señora.

Ella se puso de pie y me dio la espalda, luego desató el nudo que, de su pecho, mantenía sujeto y firme su purpureo vestido. Con ayuda de sus manos hizo que las telas cayeran hasta su cintura, luego usó una para cubrir sus senos y la otra para evitar que su ropa terminara en el piso.

Un par de centímetros por arriba de sus caderas, en su costado derecho llevaba la misma marca que Zebb: el ave con alas extendidas, con sus patas sobre una estrella de seis picos y una cruz en el centro de los triángulos.

Ambas la mirábamos a través del espejo.

El emblema de los ángeles –atajó.

Me giré para ver su cicatriz de manera directa y después llevé mi frio índice desde su columna hasta su piel estigmatizada, ahí empecé a acariciar sus surcos, siguiendo el rugoso contorno bajo mi dedo.

Virtanen: Sangre de SerpienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora