Capítulo 65

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Era temprano cuando se despertó porque la tibieza de los brazos del lobo que la envolvían desaparecieron, y solventada por el gélido frio al desprenderse del calor que la envolvían, vio que este se marchaba.

No se había despedido. Nunca lo hacía en realidad, aunque la mayoría de los días dormía cuando él se marchaba, algunas veces estaba somnolienta y llegaba a vislumbrar su silueta antes de perderse tras la puerta de la alcoba del torreón.

Llevaba días sin encontrar las palabras adecuadas para revelar la verdad absoluta que acontecía al lobo. Su embarazo era innegable, ya no cabía la posibilidad de que su estómago se viese alterado por la comida o de que su somnolencia fuera debida al cansancio. Eran demasiados días sin sangrar cuando lo había esperado y el resto de los síntomas solo afirmaban sus ya certeras sospechas.

Pero... ¿Y si todo cambiaba cuando lo hiciera?, ¿Y si la relegaba a algún lugar del castillo en el que se marchitara hasta que le diera el hijo que él esperaba? A veces, solo muy pocas veces, creía que él veía algo más en ella. Tenía la vana ilusión de soñar despierta con una vida juntos lejos de todas las confrontaciones y recelos que se aguardaban mutuamente.

A veces, y solo a veces, sentía que ese odio y animadversión mutua había sido mitigado por una neblina y que en su carácter taciturno se escondía un hombre formidable, capaz de olvidar el pasado y comenzar una nueva vida.

Y después llegaba un nuevo día y comprendía que eso era algo que jamás ocurriría.

El tiempo era fresco aún, pero ya no quedaba apenas rastro de nieve y eso hacía que Helena y ella pudieran pasear por los alrededores del castillo sin miedo a pillar un buen constipado. Con esa intención decidió levantarse en lugar de mortificarse en el lecho mientras las náuseas no la dejaban tranquila. Quizá el frescor de la mañana aliviara ese pesar. Para su sorpresa, no encontró a Helena en su alcoba, sino en las cocinas, donde tenía la intención de solicitar ella misma su desayuno y pedir una bandeja para llevársela al torreón, pues conocía cuál era su condición y las náuseas que cada vez eran más difíciles de esconder.

Tanto Orson como Enzo, continuaban siguiéndola a todas partes, pero aquella mañana, Helena le pidió a Orson que aguardara en la cocina, pues solo sería un breve paseo y necesitaba hablar a solas con ella, éste asintió a regañadientes, pero les advirtió que iría tras ellas si se demoraban en su caminata.

Llevaba meses sin salir del castillo a esas horas, en los últimos días el único paseo del que se había gratificado fuera de los muros de aquel antiguo edificio era a media mañana, cuando el sol lograba calentar sus mejillas y el resguardo de su gruesa capa forrada con piel de lobo llegaba a ser casi asfixiante. Ahora en cambio, agradecía su confort por el frescor que traía la mañana y del brazo de Helena sintió como ese ardor de su estomago que la incitaba a vaciar lo que sea que hubiere dentro, mitigaba hasta casi desaparecer por completo.

—¿Ya os sentís mejor? —exclamó Helena—. Si no fuerais tan obstinada y confesarais vuestra condición al lobo de una vez, tal vez Aurora os diese un remedio para vuestros males, seguro que conoce unos cuantos que aliviarían vuestro pesar —concluyó con la reprimenda.

Según Helena, dudaba que el lobo se apartara de ella como había pronosticado, es más, estaba segura de que con mayor razón dormiría a su lado para protegerla.

Ella no lo tenía tan claro.

—Se lo diré, quizá lo haga mañana o tal vez pasado... —dijo con la vaguedad que le llevaba el hecho de afrontar lo que supondría su revelación.

No podía esconderlo eternamente, si el lobo había sospechado algo al respecto no lo había hecho notar, por eso estaba tranquila al respecto, pero su condición no se podría ocultar, sería notable en pocos meses... y afrontar lo que ello suponía, la decisión que debería tomar al respecto era tan difícil que quizá por eso se negaba aún a pensar en ello.

La Melodía del LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora