Capítulo 67

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Aquella mañana se levantó con una intención tan absurda como eficiente y tenía toda la intención de llevarla a cabo.

El lobo había dicho una vez que ella era la señora del castillo, que podía dar órdenes sobre las funciones de este pero que no lo había hecho hasta entonces.

Quizá era hora de remediar eso, aunque se marchara dentro de unos meses, un año o quizá varios si alumbraba una niña, no quiso pensar en eso ahora. No iba a tolerar un solo día la disfunción de personal y poco rigor en las cocinas respecto a las comidas.

Se había cansado de platos demasiado salados, insulsos, poco condimentados o excesivos de grasa, que ahora en su condición resultaban nauseabundos al tener el sentido del gusto más desarrollado. Así que por segunda vez en toda su estadía fue ella quien acudió a la alcoba de Helena y vio con sus propios ojos la expresión de ella cuando se encontró con Orson.

Había turbación en el rostro de él a pesar de aparentar seriedad. Se mantuvo alejado de ellas, pero la sonrisa de su amiga decía que la noche anterior esos dos habían estado juntos y preveía que continuarían estándolo por largo tiempo a pesar de los riesgos de ser descubiertos.

Al menos alguien en el castillo era dichoso.

Su cometido era simple. Iba a supervisar la elaboración de todo el personal, tal vez buscar un quehacer en el que debiera poner toda su atención, anularía sus pensamientos respecto a la vida miserable que le aguardaba.

Almorzó en la propia cocina pese a la estupefacción de los hombres que trabajaban en ella. Nunca fue informada de quien fue el responsable de echar aquellas hierbas abortivas en su té de la mañana, ¿Sería alguno de los hombres que la observaban? Apenas había visto sus rostros hasta ese día. Tal vez el lobo se encargó de esa persona sin darle los detalles para no preocuparla.

¿Preocuparla? Dudaba que él se molestara en algo así, seguramente no lo habría hecho porque consideraría que no era de su interés, del mismo modo que no la había informado de que su amante esperaba a su bastardo unos meses antes de que llegase el hijo legítimo.

Se concentró en su tarea y después de probar el estofado por sexta vez, le dio su aprobado y continuo con el guiso de carne, el pastel de verdura y la guarnición de espárragos.

Satisfecha, aunque inacabada su tarea, pues le quedaban varias semanas hasta repasar todos los platillos que se servían en el castillo, hizo llamar a Aurora. Si el lobo no contrataría los servicios de más doncellas y en la casa no había sirvientes disponibles que suplieran esa función llegado el momento, haría buen uso de los incontables soldados que había contratado para proteger el castillo y que una gran parte permanecían ociosos cuando no era su turno.

Impartió ordenes sencillas, enviando a algunos con Eleanor para hacer la colada, otros con Aurora para que ayudaran en la limpieza y todos ellos, ayudarían a servir el almuerzo y la cena a los presentes antes de sentarse ellos mismos a compartirla.

—A mi hermano no le gustará esto —dijo Orson para que Melissa le escuchara.

—¡Somos soldados, no sirvientes! —exclamó uno de ellos.

—Soy la señora de este castillo —respondió para que todos la escucharan, incluyendo el menor de los lobos—. Y me debéis obediencia. Se os paga para servir al castillo y a sus señores, así que haced lo que se os ordena o marchaos. —Su tono era tan autoritario que ninguno entró a discusión.

Puede que su advertencia hiciera que alguno de ellos se marchara por no verse rebajado a los servicios de sirviente, pero todos parecieron mirar a Orson, que asintió, quizá porque él mismo hablaría con el lobo y le pondría solución.

No esperaba que el señor del castillo aprobara sus métodos, pero tal vez si fuera la solución para que contratara nuevo personal de servicio en lugar de ver como sus soldados cumplían esas funciones.

Antes de que se sirviera la cena, tropezó con su furia en uno de los pasillos que llevaba a saloncitos privados en desuso. Había decidido acomodar uno que pudiera servirle para uso personal y en el que hallar algo de paz mental.

—¿Qué creéis que vais a lograr poniendo todo el castillo patas arriba? —Fue su exclamación en cuanto apareció su visión—. Mis hombres no van a serviros, ni a realizar tareas domésticas —aseguró mirándola fijamente.

—Vos dijisteis que como señora de este castillo me corresponde su organización, pues eso es lo que hago. Si os negáis a contratar más personal, tomaré el que ya existe para suplir las funciones necesarias —insistió sin amilanarse un ápice.

Vio como él relajaba levemente el ceño, su ira casi parecía mitigar, pero su semblante no cambió, al contrario, se sintió aún más enfurecida porque él no la considerase un mero despojo del lugar, sin ningún derecho a opinar.

Hasta ahora no le había importado su posición, quizá porque ella misma no había querido considerarse señora del castillo, tampoco es que ahora lo sintiera, pero necesitaba hacer fluir su ira de algún modo o destrozaría cada piedra del castillo con sus propias manos antes de volverse loca.

—Y vos dijisteis que os marcharíais en cuanto naciera nuestro hijo. No parecíais tener interés alguno en asumir vuestras funciones antes, ¿Por qué si lo tiene ahora? —insistió él en un tono levemente más relajado, como si intentara ver algo en ella.

Melissa dio un paso atrás ante la intención del lobo de acercarse. No quería que la tocara, no se lo permitiría. Sabía lo que sucedía cuando ponía sus manos sobre ella y la calidez comenzaba a invadirla hasta nublar cualquier vestigio de razón.

—¿Vais a negarme el derecho de señora del castillo?, ¿El que adquirí al ser vuestra esposa? —inquirió ella sin responder a sus demandas.

Durante una larga pausa él no respondió, se limitó a observarla y ella pensó que no respondería a su pregunta, que tal vez la obviara como ella misma había realizado con la suya.

—No —negó—, contrataré nuevos sirvientes si es lo que deseáis, pero mantendréis a mis soldados lejos de las tareas de servidumbre.

—Lo haré cuando esos nuevos sirvientes lleguen al castillo. Hasta entonces, vuestros ociosos soldados servirán a su señora.

Se dio media vuelta y sintió el tirón de su brazo que la arrastraba hacia atrás. La sorpresa hizo que perdiera el equilibrio, pero eso no importaba pues el lobo la sujetaba con la fuerza suficiente para evitar que pudiera tropezar y caerse.

—Nunca toqué a Beatrice mientras estuve con vos —confesó haciendo que ella se sorprendiera de sus palabras.

Le miró un instante, incluso creyó ver el brillo en sus ojos, la intensidad y el modo con el que la miraba lograba encandilar su pecho hasta rozar la rendición.

—Si fuera cierto, no me habríais ocultado que esperaba un hijo vuestro —afirmó apartándose de él—. Me iré cuando dé a luz a este niño y vos, cumpliréis vuestra palabra concediéndome la libertad. Hasta entonces, no deseo que os acerquéis a mi, ni que me toquéis. Me comprasteis como un animal de cría para que gestara a vuestro vástago y ya he cumplido con lo que queríais. Ahora apartaos de mí y continuad con vuestra vida como yo lo haré con la mía.

Esta vez el lobo no la detuvo. No se fijó si se mantuvo en su lugar mirándola o si se marchó en otra dirección, pues no volvió su vista hacia él, pero si podía sentir el temblor de su cuerpo por lo que implicaban las palabras que acababan de salir desde el más profundo dolor de su pecho.

Aquella noche lloró.

Lloró incansablemente porque sabía tendría que vivir el resto de su vida con un hueco en su corazón. Perdería al hombre que amaba y perdería cualquier vestigio de felicidad cuando tuviera que entregar su hijo al lobo.

La Melodía del LoboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora