72. Egoísta

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Las empleadas del hotel llegaron para organizar el salón en que Lexy aún continuaba escondida, avergonzada y acobardada y solo ellas, con sus risitas despreocupadas y su maravillosa naturalidad, pudieron despertarla de ese desmayo en el que se había absorbido como una esponja.

Las mujeres, no mayores a los cuarenta años, vestían delantales azules y blancos bien estirados, tenían una delicada gorra en sus cabellos, los cuales recogían con un ordenado peinado que les permitía una buena plana de sus amplias frentes y disimiles orejas. Llevaban también guantes blancos en las manos y traperos en sus carros. Y aunque estaban destinadas a limpiar los desastres ajenos, grandes sonrisas relucían en sus rostros y miradas.

—¿Señorita, está bien? —preguntó una de ellas cuando se acercó al fondo del salón para organizar las sillas y Lexy no pudo responder con coherencia.

El amargo llanto que llevaba aguantando largos minutos le subió por el pecho y la evidenció endeble.

Las mujeres de limpieza se miraron alarmadas y se acercaron a ella con prisa. La más joven y alegre se arrodilló a su lado, se quitó los guantes con rapidez y le acarició la espalda con cuidado, admirando la belleza y elegancia de su saco amarillo, de su perfecto corte de cabello y de su rostro femíneo.

—Tranquilita, señorita, todo va a estar bien —siseó la señora mayor y su voz fue dulce.

—¿Cómo sabes tú? —preguntó una tercera joven, reprochándola—. Tú no sabes qué le pasa, tal vez... —cuchicheó suavecito y Lexy no pudo escuchar.

El fuerte palpitar de su corazón contra sus oídos no se lo permitió.

—Yo creo que es una pena de amor.

—O de trabajo —siseó la más curiosa y la miró con desprecio desde el carro de limpieza.

—O de honor —unió la más alegre y todas se rieron con gracia.

A Lexy también se le escapó una risita y aunque nada le caía en gracia en ese entonces, fueron las alegres y despreocupadas risitas de las mujeres junto a ella la que lograron despertarla de sus miedos.

—Ya poh, mijita, díganos que le pasó, a ver si podemos ayudarla —unió la más vieja y le entregó un trozo de servilleta para que se limpiara el rostro.

Lexy lo aceptó sin titubear y se secó toda la cara humedecida por sus lágrimas con prisa, codiciando encontrar frescura a todo ese calor que la embargaba.

—Me equivoqué y... y perdía a alguien muy importante.

—¿Se murió? —preguntó la tercera señora y se acercó con grandes ojos—. ¿Usted lo mató?

—¡Ay, Sandra, deja tanto drama! —gritó la más alegre—. Las novelas del oriente te hacen mal, mujer —siguió y Lexy se rio más libre—. Esta es Sandra, María y yo soy Marion.

—Lexy —respondió ella y escondió la mirada.

—Lexy, que lindo —repitió Sandra con una tierna sonrisa en todo el rostro.

Las mujeres socorrieron a Lexy y la levantaron del suelo. La ayudaron a sentarse cómodamente en una de las muchas sillas presentes y le trajeron té de manzanilla con miel para calmar la angustia y un pastel de naranja para tranquilizarla.

La señora Marion le trajo una manta gruesa para abrigarla y tras limpiar el salón con pericia y prisa, la acompañaron en su tristeza y arrepentimiento, aconsejándola sobre su futuro y sus decisiones.

Lexy seguía perdida en sus errores cuando escuchó a las mujeres, pero sus sabias voces y sus vivencias personales la guiaron por el camino correcto.

—Ojalá tuviera un hombre, así como el señor Joseph —respondió Sandra y se quitó los guantes sucios para lanzarlos al cesto de basura—. Mi pareja me golpea de vez en cuando, cree que así tiene poder —unió y el corazón de Lexy se apretó al recordar a Esteban—. Pero no sabe que estoy ahorrando para mi casa propia. ¡Ahí va a quedar, comiendo dedo el imbécil! —gritó graciosa y todas se rieron con ella.

—El José ese...

—¡Joseph! —corrigió Sandra y miró a las mujeres con diversión.

Lexy se rio también.

—Jo-Jo... —intentó María, pero se rindió y dijo—: José no más, la señorita me entiende. —Lexy asintió conforme—. El José ese, ¿la trataba bien?

—Como nadie —respondió ella y las lágrimas le subieron otra vez, amargas y dominantes—. Me trataba como a una princesa. Jamás me tocó un pelo, siempre quiso lo mejor para mí, solo que... —titubeó, ya llorando.

No podía contener las lágrimas y sentía más rabia con ella misma cada vez que entendía mejor la situación.

—¿Sólo qué? —preguntó María, ansiosa por saber más.

—¿La engañó con otra mujer? —insistió Marion y las tres se miraron para decir—: Todos los hombres son iguales, siempre jugando con las novias, engañándolas. Nunca están conformes, los imbéciles.

—No, él no me engañó, siempre fue muy fiel —siseó Lexy, interrumpiendo su charla. Las mujeres la miraron con grandes ojos y negaron con la cabeza—. Me mintió —unió y se sintió fatal cuando se oyó decirlo.

—¿Le mintió? —preguntó Sandra, alarmada—. ¿Tiene hijos con otra mujer?

—Te apuesto que estaba casado y que tenía familia, el hijo de...

—¡No! —interrumpió Lexy cuando entendió que su rabia, su decepción y toda la furia que había sentido, no tenía razones ni mucho menos fundamentos. Quiso gruñir producto del arrebato, quiso golpetearse las mejillas para castigarse, pero se controló y pensó con mayor claridad.

Su inmadurez, inseguridad y celos la habían dejado como la peor novia de todas. Una mujer poco comprensiva e indecisa.

Y no había que olvidar: egoísta, muy egoísta.

"Pedazo de zorra egoísta. Escuchaste que su querida y amada Laurita era también la hija de Bustamante, a quien sigue viendo de vez en cuando y se te calentó la cabeza y preferiste el trabajo antes que a él". —Interrumpió su conciencia y siguió murmurando palabrotas de fondo, mientras las señoras a su lado insistieron también.

—¡¿No qué?! —chilló María y la miró con impaciencia.

—¡Soy tan tonta! —gritó Lexy y se levantó desde la silla sin nada de decaimiento—. Mi madre siempre me dijo que iba a terminar limpiando baños en un centro comercial, que no valía nada. Pero eso no es verdad, yo valgo mucho y no importa si termino limpiando como ustedes, porque yo sí quiero ser como ustedes. ¡Felices, alegres, despreocupadas! —chilló con locura y las mujeres se miraron entre sí.

Estaban confundidas y realmente ofendidas.

—Oye, niña, nosotras no te hemos ofendido...

—¡Yo quiero ser como ustedes! —chilló Lexy y se fue corriendo por el pasillo. Pero luego regresó, cuando entendió que las había ofendido y les gritó desde la puerta—: ¡En esta estúpida empresa las relaciones entre trabajadores están prohibidas! El gerente nos descubrió y nos pidió la renuncia. José dijo que nos íbamos los dos, pero como soy una maldita egoísta y pendeja, elegí quedarme y la cagué, la recargué. ¡Debería haber elegido quedarme sin trabajo, sin dinero, pero con él! ¡¿Entienden?!

—Sí —respondió Sandra y se apoyó en el trapero que tenía en la mano—. Pero no te compares con nosotras, te falta mucho para esto —siseó graciosa y movió las caderas por igual.

Lexy se rio con lágrimas en los ojos y obedeció a los gestos de las mujeres frente a ella, quienes le pedían con la mano que se marchara y corrió a toda prisa por el pasillo, por el mismo que Joseph había huido antes, encontrando un escape a ese dolor que no lograba contener.

Siempre míaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora