Epílogo: Avanzar juntos

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La joven mujer corrió por el campo abierto arrastrando un largo trozo de tela rosa que debía acomodar alrededor de la terraza que envolvería la fiesta. Desde la muñeca tomó los elásticos de colores que su marido había comprado en una tienda de cotillón y comenzó a trabajar mientras cantó a todo pulmón.

Si hubiera tenido vecinos cerca, Lexy Antonieta Bouvier habría sido bajada del escenario imaginario en el que se subía cada vez que cantaba por las praderas de su propiedad, pero para su fortunio, su vecino más cercano vivía a cuatro minutos a pie desde el inicio de su cerca separativa.

—¡Voy a pedirte que no vuelvas más, siento que me dueles todavía aquí, adentro! —cantó y gritó a su propio ritmo, olvidándose de la cantante y del ritmo que se oía de fondo.

Aunque por algunos segundos creyó que estaba sola, se quedó callada y pasmada cuando se encontró con su padre, ese que la observaba desde el suelo mientras inflaba globos a un acelerado ritmo.

—Nunca cambias —siseó levantándole las cejas con gracia y continuó por unir un quinteto de globos brillantes con un chillón cordón amarillo, el color favorito de sus nietas.

Lexy levantó los hombros conforme soltó una carcajada que se quedó nublada por la música que la joven oía a todo volumen y que alegraba sus mañanas mientras terminaba de organizar el cumpleaños número siete de Rayün, ese que reunía a toda la familia y a todos los amigos de la pareja.

—Solo tú sabes bien quien soy y por eso es tuyo mi corazón —siguió cantando alegre y sacudió su cuerpo—. No creo que el mar algún día pierda el sabor a sal, no creo en mi todavía, no creo en el azar, solo creo en tu sonrisa azul, en tu mirada de cristal y en los besos que me das —rimó con gracia y se quedó quieta cuando Ayun la pateó fuerte.

Se concentró en sus pies que empujaban por más espacio en esa apretada concavidad que su delgadez le brindaba. Se acomodó la mano debajo del pecho, donde los pies de Ayun le presionaban las costillas y suspiró fatigada, intentando calmar la punzada de dolor que el niño el ocasionaba y se recordó mentalmente las pocas semanas que restaban para que el pequeño llegara.

—¿Estás bien? —preguntó su madre desde el fondo del recinto techado en el que realizarían la fiesta y se levantó desde la silla en que alimentaba a Ayelén con cara de preocupación.

—Sí —respondió su colorida hija y movió la cabeza positiva—. Me patea tan fuerte que a veces siento que me va a romper las costillas —dijo alegre y su madre explotó en una carcajada que desde que había sido abuela era natural en ella y es que nunca había amado tanto a alguien tan pequeño e indefenso.

—Que futbolista será —interfirió su padre. Un abuelo orgulloso—. Pobre de Sánchez —dijo, refiriéndose al futbolista popular y su hija se rio negando con la cabeza mientras corrió al otro extremo a buscar el resto de tela.

Los padres de la joven se miraron con un brillo especial en sus ojos, un brillo que había renacido tras el nacimiento de Rayün y que había permanecido con más fuerza que en su juventud de enamorados y es que ser abuelos los había llevado a conocer el amor verdadero, el amor más puro y desinteresado que de seguro el universo conocía.

Lexy continuó trabajando y cantando conforme sus progenitores hicieron igual. Su madre jugó con su hija por el campo abierto y reunieron fruta fresca y flores coloridas; y su padre decoró el techado del sector, llenado el mismo de globos coloridos que resplandecían con los rayos del sol de esa alegre mañana.

Casi a la una de la tarde, Joseph llegó de su trabajo que seguía manteniendo en la radio que un familiar cercano administraba y se emocionó cuando se encontró con el jardín embellecido de colores femeninos y una fiesta que ya tomaba color y forma.

Siempre míaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora