Extra. Las heridas

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Dicen que en el verano el amor florece y que dos corazones que ya se han amado pueden reencontrarse otra vez en un ocaso tibio junto a la espuma blanca del mar.

Dicen también que el mar es capaz de sanar toda herida y por muy pasada que sea, hundirse en las tibias aguas de cualquier océano podría curarte incluso de aquello que no sabes que padeces.

En esa tarde de verano, la mujer miró la arena bajo sus pies con pesadez y se sentó en una silla de playa, escapándose de todas esas cosquillosas sensaciones que la blanca arena y los cientos de conchillas trituradas producían en su cuerpo.

Se ocultó bajo una sombrilla gruesa y se escondió detrás de un libro que no había conseguido terminar.

Estaba segura de que iba a tener que empezar desde cero y es que no era capaz de recordar ni el nombre de los personajes, por lo que, tras revisar algunas páginas, suspiró cabreada y regresó al primer capítulo del texto que su esposo le había regalado para la navidad.

—¿Todo bien, amor? —curioseó el hombre y le acercó un alto vaso de refresco.

La mujer asintió con la cabeza sin dedicarle mirada y recibió el vaso de mala gana, marcando esa poca simpatía que últimamente llevaba pegada en la espalda, como un mal hábito del que no podía liberarse.

Y no era para menos, Lexy enfrentaba muchas cosas en su diario vivir y es que, tras la muerte de su madre, a veces sentía que todo lo que hacía no era suficiente para cubrir las necesidades de su familia y no estamos hablando de dinero, pues, la familia Bouvier Storni vivía bien, si hasta podían darse el lujo de ir de vacaciones y disfrutar de algunas semanas de privacidad.

—¿Extrañas a los niños? —preguntó Joseph con preocupación en referencia a sus hijos y se sentó a su lado con muecas de tristeza.

Le dolía estar de vacaciones y tener a la mujer que amaba con esa actitud tensa y apática que ya no le gustaba, y aunque muchas veces buscaba alegrarla de diferentes formas, empezaba a cansarse de ser siempre él quien insistía y quien buscaba recomponerlo todo.

Lexy negó y suspiró hastiada para acercarse más el libro a la cara y seguir con su falsa lectura. Y es que no había leído ni una sola línea desde que se había sentado en la reposera y estaba más pendiente de la vida ajena que de la propia.

Joseph respetó su silencio y su poca simpatía y se recostó a su lado, en su propia reposera a tomar el sol. Se aplicó crema solar en el pecho, la punta de la nariz y la frente y se quedó dormido bajo el sol por al menos una hora.

Despertó sudando y excesivamente acalorado y se estiró con desesperación para liberarse de tan asfixiante sensación. Miró de reojo a Lexy en silencio y la encontró dormida, con el libro encima del pecho y los auriculares de su teléfono en los oídos.

Se levantó de su lado para acercarse al bar y conseguir algún bebestible que le quitara toda sensación de calor que sentía. Se quemó los pies en la arena hirviendo y se tuvo que devolver para caminar con sus sandalias por toda la playa.

—¿Tienes cerveza? —le preguntó a la joven que atendía el lugar.

—Sí —respondió la chica y con una sonrisa le entregó una larga carta de todas las cervezas que tenían a su disposición.

Eligió una cerveza Guinness y se la llevó hasta el lugar en el que descansaba junto a su esposa. No se sentó en la reposera otra vez y es que sentía que el sol de la tarde estaba aturdiéndolo, por lo que bebió de pie y con ansiedad y tras eso, se fue al agua para bañarse y refrescarse.

Nadó hasta que los brazos le dolieron y se dejó llevar por la corriente, en la que flotó hasta que el atardecer empezó a llegar, conforme pensó en Lexy, en su huraño comportamiento y en todas esas veces que habían postergado una importante conversación para caer en la rutina que su hogar y sus hijos significaban.

Siempre míaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora