VIII

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Laia

La recepción del hotel era una vasta sala de mármol, fría y reluciente, que no parecía tener nada en común con el torbellino de emociones que se desataba en mi pecho. El eco de mis pasos resonaba en el vacío, y el murmullo de las conversaciones distantes se sentía como un susurro lejano, como si estuviera sumergida en un profundo sueño en el que el mundo exterior no podía penetrar.

La recepción era el centro de este escenario gélido, con su gran mostrador de madera pulida y un par de sillas en las que se acomodaban los viajeros cansados. Pero para mí, esa recepción se había transformado en una especie de escenario de duelo, un lugar donde se iba a desenmascarar la verdad dolorosa de nuestras vidas entrelazadas.

Alguien me llamó y eso me hizo girarme, y al hacerlo me quedé completamente helada. Allí estaban,, en una escena que parecía sacada de un sueño febril. Alexia, su madre y mi madre, se encontraban reunidas, como si la vida hubiera decidido crear un cuadro inquietante y estático de nuestro dolor compartido.

Alexia sentada con su postura erguida pero visiblemente tensa, sus ojos castaños brillando con una mezcla de determinación y tristeza. No podía dejar de notar cómo su cabello, normalmente tan perfectamente arreglado, caía en ondas desordenadas, como si también él hubiera decidido participar en esta tormenta emocional.

A su lado, su madre, Eli, estaba sentada en una de las sillas. Había algo en su expresión que evocaba tanto la tristeza como la fuerza inquebrantable. Sus arrugas, que normalmente contarían historias de sabiduría y experiencia, parecían acentuadas por el dolor, como si los años hubieran acumulado en ellas el peso de todo lo que había perdido.

Y luego estaba mi madre, que se mantenía erguida con una dignidad silenciosa, sus ojos observando la escena con una mezcla de inquietud y resignación. Ella siempre había sido la roca de nuestra familia, la figura inamovible ante las tormentas de la vida, pero ahora sus manos temblaban ligeramente, delatando la angustia que intentaba controlar.

Cuando mis ojos se encontraron con los de Alexia, un nudo se formó en mi garganta. Sentí que el aire se volvía denso, casi imposible de respirar. La nostalgia y el dolor se arremolinaban dentro de mí, como si cada respiración estuviera cargada de un pasado que no podía dejar ir. Me preguntaba si ella sentía lo mismo, si el dolor de la pérdida y la confusión que compartíamos era tan abrumador para ella como lo era para mí.

No quería enfrentar a las mujeres que habían dejado una marca imborrable en mi vida, ni siquiera por un momento. Todo lo que deseaba era desaparecer en la rutina, en una tarea que me permitiera ignorar el dolor que me atenazaba el corazón.

Así que en lugar de acercarme a ellas, me dirigí hacia la sala de fisioterapia. Era un lugar al que podía ir sin tener que enfrentar el dolor o las miradas cargadas de expectación. Cada paso en dirección a esa sala era un intento por alejarme de la tormenta emocional que se desarrollaba en el hall, un intento por refugiarme en la rutina que conocía.

La sala de fisioterapia era un espacio ordenado, con equipos de rehabilitación alineados meticulosamente y una luz blanca y artificial que le daba un aire clínico y neutral. Al entrar, me sentí un poco más tranquila, como si este lugar pudiera ofrecerme una burbuja de normalidad en medio del caos. El ruido de las máquinas, el sonido sordo de los pasos en el suelo de goma, y el aroma a desinfectante eran elementos conocidos que me ofrecían un sentido de control, aunque solo fuera superficial.

Me dirigí hacia una de las estaciones de trabajo, donde el equipo estaba dispuesto en perfecta alineación. Aparentemente, era el lugar ideal para sumergirse en una rutina que no requería interacción emocional. Comencé a revisar el equipo, ajustando las configuraciones y preparándolo para el siguiente paciente. Cada movimiento era una distracción, un acto de resistencia contra el abrumador deseo de girarme y volver a enfrentar la recepción.

El tiempo en la sala de fisioterapia pasaba de manera diferente. En lugar de las horas interminables que se sentían en recepción, aquí el tiempo se deslindaba en una serie de tareas repetitivas. Ajustar las máquinas, limpiar las superficies, revisar las listas de ejercicios. Cada acción era una forma de mantener mi mente ocupada, una forma de evitar el enfrentamiento que sabía que tarde o temprano tendría que suceder.

A pesar de mi esfuerzo por concentrarme en mi trabajo, mi mente no podía dejar de regresar a la escena que había dejado atrás. La imagen de Alexia, su madre y la mía, juntas en ese rincón, seguía apareciendo en mi mente, persistente y dolorosa. Me preguntaba cómo estaban manejando la situación, si había alguna señal de entendimiento entre ellas, o si, al igual que yo, estaban tratando de evitar la realidad.

Mi corazón se tensaba cada vez que pensaba en el dolor que debían estar sintiendo. Sentía una mezcla de culpa y tristeza, una comprensión amarga de que estaba huyendo de algo que necesitaba ser enfrentado. Sin embargo, la idea de enfrentar a esas tres mujeres, de confrontar el dolor compartido y el pasado, era abrumadora.

Mi madre, siempre tan fuerte y capaz, ahora mostraba una vulnerabilidad que no podía ignorar. Eli, con su tristeza silenciosa, parecía estar cargando el peso de una historia compartida que no sabíamos cómo resolver. Y Alexia, a pesar de su fortaleza aparente, estaba inmersa en su propio mar de emociones y recuerdos dolorosos.

Evitar la confrontación no significaba que el dolor desapareciera. En lugar de eso, se acumulaba, se profundizaba, haciéndose más intenso con cada momento que pasaba sin enfrentar la realidad. Sabía que en algún momento tendría que regresar, que no podía seguir huyendo para siempre. Pero en ese momento, en la sala de fisioterapia, la rutina y el trabajo eran una forma de mantener a raya el dolor, una forma de evitar la realidad que me esperaba.

Mientras me movía por la sala, el sonido de la puerta se abrió de nuevo. Miré hacia atrás con la esperanza de que fuera algún amigo o alguien que necesitara asistencia. Pero en lugar de eso, vi a Eli asomarse con una expresión de preocupación. Mi corazón dio un salto, y sentí cómo la culpa y el temor se entrelazaban en mi pecho.

-¿Laia?-Su voz era suave, casi temblorosa.-¿Podemos hablar un momento?

Me detuve en seco, el miedo y la incomodidad paralizándome. Sabía que no podía evitar esta confrontación para siempre, que era hora de enfrentar lo que había estado evitando. A pesar de mi impulso inicial de negarme, su mirada era una mezcla de preocupación y compasión que me obligaba a enfrentar la realidad.

-No sé si soy la mejor persona para hablar ahora-respondí, tratando de mantener mi voz firme pero sintiendo cómo se quebraba bajo el peso de mis emociones.-Estoy ocupada, y no sé si… si es el mejor momento.

Ella asintió lentamente, pero su expresión seguía siendo una mezcla de tristeza y comprensión.

-Entiendo que este no es un buen momento. Pero sabes que hay muchas cosas de las que hablar-Sus palabras, aunque llenas de buena intención, solo aumentaron la sensación de abrumadora tristeza que me envolvía.

Sabía que no podía seguir evitando la situación. No podía seguir huyendo a la sala de fisioterapia para siempre.

Tomé una respiración profunda, tratando de reunir el valor necesario para enfrentar lo que había estado evitando. Aunque mi corazón seguía retumbando en mi pecho y mi mente estaba llena de dudas, sabía que era hora de enfrentar las realidades que había estado evitando.
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Os vuelvo a dejar con las ganas de saber qué pasa🤭

¿Se atreverá a hablar con Eli?

𝐁𝐀𝐂𝐊 𝐓𝐎 𝐘𝐎𝐔-𝐀𝐥𝐞𝐱𝐢𝐚 𝐏𝐮𝐭𝐞𝐥𝐥𝐚𝐬Donde viven las historias. Descúbrelo ahora