XII

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Mientras mantenía a Laia en mis brazos, la intensidad de su dolor me abrumaba. Sentí una oleada de compasión y una necesidad apremiante de hacer que se sintiera segura. Con cuidado y lentitud, le hice un gesto para que se separara un poco de mí, suficiente para que pudiera mirarla directamente a los ojos. Su rostro, aún bañado en lágrimas, me transmitía una tristeza que superaba cualquier palabra.

La primera decisión fue asegurarnos de que estuviéramos en un lugar privado, lejos de cualquier posible interrupción. Con un movimiento decidido, cerré la puerta tras de mí. El clic del cerrojo resonó en el silencio de la habitación, y de repente, el mundo exterior parecía desvanecerse, dejándonos solas en un espacio que ahora era nuestro refugio. El murmullo lejano de la vida cotidiana se apagó, y la atmósfera en la habitación se volvió más íntima, un santuario donde podía centrarme completamente en Laia.

La guié suavemente hacia la cama, ayudándola a sentarse en el borde con un cuidado que solo alguien que realmente se preocupa puede ofrecer. Mientras ella se acomodaba, mi mente se llenó de preguntas, cada una más urgente que la anterior, pero sabía que primero debía asegurarme de que se sintiera lo más cómoda posible. Mi prioridad en ese momento era su bienestar, y cualquier pensamiento sobre el origen de su angustia podía esperar.

Me arrodillé frente a ella, tomando su rostro entre mis manos con una delicadeza casi reverencial. La suavidad de mis dedos contra su piel enrojecida era un intento de aliviar al menos un poco de su sufrimiento. Observé cómo sus lágrimas aún caían con lentitud, sus mejillas marcadas por el rastro de dolor que había pasado. La hinchazón y el enrojecimiento de su piel eran un testimonio del golpe que había recibido, un recordatorio tangible del trauma que estaba viviendo.

Las preguntas comenzaron a aflorar en mi mente como una marea imparable. ¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba en este estado? La tristeza y la preocupación se mezclaban con una furia protectora. Ver a Laia en este estado, herida y tan vulnerable, era como una puñalada en el corazón. Pero sabía que ahora no era el momento de preguntar, sino de actuar. Mi enfoque debía estar en hacer que se sintiera mejor.

Con suavidad, usé mis pulgares para limpiar las lágrimas que aún rodaban por sus mejillas. El roce de mis manos sobre su piel era un gesto lleno de ternura y preocupación. Sus ojos, aunque empañados, encontraban en mí una fuente de consuelo y esperanza. Sentí un nudo en el estómago al ver la desolación en su mirada, y me obligué a mantenerme serena, a pesar de la tormenta emocional que rugía dentro de mí.

Todo me arrastraba a un lugar donde el pasado y el presente se entrelazaban. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y todo lo que importaba en ese momento era el alivio que podía ofrecerle, y el consuelo que encontraba en el simple acto de sostenerla.

Cuando la ayudé a sentarse en la cama, me arrodillé frente a ella, y cada movimiento, cada toque, estaba impregnado de una ternura que parecía surgir de lo más profundo de mi ser. Sus mejillas estaban aún calientes y enrojecidas por el llanto, y al acariciar su piel, sentí una mezcla de angustia y anhelo. La textura de su piel bajo mis dedos, el temblor que sentía en su cuerpo, todo me conectaba de nuevo con la Laia que había amado, la que había compartido tantos momentos preciosos.

El contacto físico, aunque doloroso en su contexto, era profundamente reconfortante. La forma en que sus lágrimas se mezclaban con mi propio abrazo, el roce de su cabello contra mi piel, todo me recordó la intimidad que habíamos compartido en el pasado. La familiaridad de su presencia era un bálsamo para mi propia angustia, un recordatorio de la conexión que nunca se había desvanecido completamente, a pesar de los años y las dificultades.

Cuando le limpié las lágrimas, sentí la suavidad de su rostro bajo mis manos. Cada movimiento era lento y deliberado, como si quisiera asegurarme de que cada toque le transmitiera un poco de paz. La textura de su piel, húmeda y cálida, me recordaba a los momentos en que solíamos acurrucarnos juntas, buscando consuelo en el abrazo del otro. La sensación de su piel bajo mis dedos era tanto una fuente de consuelo como un recordatorio del dolor que estaba experimentando.

𝐁𝐀𝐂𝐊 𝐓𝐎 𝐘𝐎𝐔-𝐀𝐥𝐞𝐱𝐢𝐚 𝐏𝐮𝐭𝐞𝐥𝐥𝐚𝐬Donde viven las historias. Descúbrelo ahora