Capítulo 53: El Reclamo de Alicent

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El peso del reino recaía cada vez más sobre los hombros de Aegon, pero el reino no era su única preocupación. Su madre, Alicent, había comenzado a manifestar su frustración con la situación que se había desenvuelto alrededor de su familia, especialmente con la llegada del niño Baelor, que él había aceptado como propio, aunque todos sabían que no lo era. Para Alicent, esa situación solo representaba una distracción para Aegon, y el hecho de que su hijo, el rey, se hubiera dejado envolver por Lucenya y su pequeño era un signo de debilidad, algo que no podía tolerar.

Una tarde lluviosa en la Fortaleza Roja, cuando la mayoría de los cortesanos se refugiaban en sus aposentos para evitar la tormenta, Alicent se dirigió al despacho de Aegon, el cual estaba solo, revisando documentos de la guerra. El aire denso de la tormenta fuera solo aumentaba la tensión interna de la Reina Madre.

Alicent entró sin anunciarse, con una mirada firme y decidida. Los pasos resonaron en el suelo de piedra, y Aegon levantó la vista de inmediato al ver a su madre. En su rostro, se reflejaba la preocupación y la furia contenida.

— Aegon, — comenzó Alicent, su voz cargada de frustración. — Tenemos que hablar sobre Baelor.

Aegon suspiró, ya sabiendo de qué se trataba. No había forma de evitar la conversación, y con un gesto que le era familiar, Aegon dejó los papeles sobre su mesa, inclinándose ligeramente hacia atrás en su silla. Sabía que su madre estaba lejos de estar satisfecha con la situación.

— ¿Qué pasa con Baelor, madre? — preguntó Aegon, sin esconder su tono cansado.

Alicent no necesitaba más respuestas. Su paciencia había llegado a su fin. Se acercó a su hijo con paso firme, mirándolo directamente a los ojos.

— Este niño, Aegon. Este niño no es tuyo, — dijo, dejando las palabras caer con la dureza de un martillo golpeando el yunque. — No es sangre Targaryen, no es hijo de ti ni de tu linaje. Es hijo de Lucenya y de Jacaerys, un bastardo, una criatura que no pertenece a nuestra familia.

Aegon frunció el ceño, manteniendo la calma ante el ataque verbal de su madre.

— Baelor es mi hijo, madre. Tú misma lo viste crecer, sabes que lo acepto como tal. Él es parte de mi vida ahora, y no permitiré que lo trates como un extraño.

Alicent lo miró con desdén, y su voz se tornó más fría y calculadora.

— Tu deber como rey, Aegon, es con el reino, no con un niño que no tiene ninguna relevancia para nuestro legado. — La mirada de Alicent se endureció aún más — Este niño te está distrayendo de lo que verdaderamente importa, de lo que tú necesitas hacer como rey. Te está alejando de tus responsabilidades.

Aegon apretó los dientes, levantándose de su silla lentamente. Sabía que su madre siempre había tenido un control absoluto sobre él, pero también sabía que las decisiones que tomaba ahora eran propias.

— Lo que importa ahora, madre, es la paz de este reino, y la familia que he decidido formar.

Alicent se acercó un paso más, su mirada fría y cortante como un cuchillo.

— Tu familia, — repitió, como si esas palabras le costaran salir de los labios — ¿A qué precio, Aegon? ¿Al precio de despojarte de lo que realmente te pertenece, de tu propio hijo de sangre? Tienes una hija, Aegon. Una hija de tu propia carne y sangre, Jaehaera, que lleva tu sangre, que es la heredera legítima del trono. ¿Por qué desperdicias tu tiempo y tus recursos en un niño que no tiene derecho a nada?

Las palabras de Alicent calaron profundo en el alma de Aegon, pero su expresión no cambió. Su madre siempre había sido así: fría, calculadora, pero a la vez desesperada por asegurarse de que sus hijos siguieran su visión del reino.

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