Capítulo 25: Días grises

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La primera luz del amanecer se colaba por las rendijas de la ventana, bañando la habitación con un resplandor suave, pero Lucenya no lo veía. Sus ojos seguían fijos en el vacío de la pared frente a ella, como si todo lo que sucediera alrededor fuera ajeno a su dolor. Había pasado la noche en vela, su cuerpo agotado por el dolor físico y emocional, pero su mente seguía despierta, atrapada en los recuerdos, en las palabras, en la traición. Jacaerys ya no estaba en la habitación, pero su presencia se sentía como una sombra pesada que nunca la dejaría.

Lucenya no sabía cómo había llegado hasta allí. Había caído en un abismo de desolación, un lugar donde la rabia y la tristeza se mezclaban en una vorágine que la consumía. El tiempo había dejado de tener sentido. La pérdida de su bebé había marcado el fin de un capítulo, pero también había sido el inicio de algo más doloroso: la pérdida de su confianza en sí misma, la destrucción de todo lo que había creído en su corazón.

La puerta se abrió con suavidad, y una criada entró con cautela, su mirada preocupada al ver a Lucenya inmóvil en la cama.

—¿Princesa? —preguntó la criada, su voz temblorosa.

Lucenya no respondió. Sus ojos seguían vacíos, como si no pudiera escucharla. La criada se acercó con paso titubeante, dejando sobre la mesa una bandeja con té y panecillos. Pero sabía que ni eso podría calmar la tormenta que azotaba el alma de la joven princesa.

—¿Quiere que le traiga algo más? —insistió la criada, aunque sabía que nada podría hacer por ella.

Lucenya finalmente habló, su voz quebrada pero firme, como si cada palabra le costara una eternidad.

—Llévate eso —dijo, señalando la bandeja con indiferencia—. No tengo hambre. No tengo nada.

La criada asintió y, sin saber qué más hacer, retiró la bandeja, dejando a Lucenya en su soledad. La princesa cerró los ojos, un suspiro profundo saliendo de sus labios. ¿Cómo podía seguir adelante? ¿Cómo podía confiar en algo o en alguien después de todo lo que había sufrido? La traición de Jacaerys le había dejado una herida tan profunda que no podía imaginar cómo sanaría.

En su mente, las palabras de su madre resonaban, un eco lejano de tiempos más felices. "El amor es la mayor fuerza, hija mía. Nunca olvides que el amor puede sanar, que el amor puede salvarte". Pero ¿qué pasaba cuando el amor se convertía en mentira? ¿Cuándo era el amor lo que lastimaba? ¿Qué sucedía cuando la confianza se quebraba?

Lucenya se levantó con dificultad, su cuerpo aún débil por la pérdida, pero su mente ardía con una claridad desgarradora. No podía quedarse allí, atrapada en su dolor, esperando que alguien viniera a salvarla. La verdad era que nadie lo haría. Nadie podía. La única forma de salir de este pozo era enfrentar lo que había sucedido, sin importar lo que tuviera que costarle.

Salió de la habitación, sus pasos resonando en los pasillos vacíos del castillo. La presencia de su esposo, Jacaerys, ya no le parecía más que un recuerdo distante. No sabía qué pensaba él, ni si aún sentía algo por ella. Pero ya no le importaba. Lo que importaba ahora era reconstruir su vida, aunque no sabía por dónde comenzar.

Cuando llegó al jardín, el aire fresco la golpeó, y el murmullo de los árboles la rodeó. Allí, en medio de la quietud, algo en su interior comenzó a cambiar. A pesar de todo lo que había perdido, a pesar de la traición, ella seguía siendo alguien. Lucenya aún podía elegir qué hacer con su vida. La fuerza que había perdido en su dolor comenzaba a reaparecer, como una chispa que se avivaba en su pecho. Aunque el dolor no desaparecería, al menos podría caminar hacia un futuro donde ya no dependiera de nadie más.

El sonido de unos pasos la interrumpió. Lucenya se giró, y allí, de pie frente a ella, estaba Jacaerys. Su rostro, marcado por la culpa y la frustración, la observaba en silencio, esperando que ella lo mirara, que lo reconociera.

—Lucenya… —dijo, su voz quebrada por el arrepentimiento.

Lucenya no lo miró directamente, pero pudo sentir el peso de su presencia, de su dolor. Sabía que él también sufría, pero eso ya no la importaba. Ya no había espacio en su corazón para más mentiras, para más promesas rotas.

—No tienes que decir nada —dijo Lucenya, su voz firme y decidida—. Ya no quiero tus disculpas. Ya no te necesito.

Jacaerys dio un paso hacia ella, pero Lucenya levantó la mano, pidiéndole que se detuviera. No quería estar cerca de él. No quería escuchar más. Las palabras que él pudiera pronunciar ya no cambiaban nada.

—¿Lo entiendes? —dijo Lucenya, su voz temblando solo un poco—. Ya no te necesito.

Y con esas palabras, Lucenya dio media vuelta, alejándose de él. El sonido de sus pasos en la grava del jardín era lo único que se oía, mientras Jacaerys permanecía allí, inmóvil, atrapado en su propia culpa.

Lucenya no miró atrás. Sabía que el dolor no desaparecería, pero lo que había aprendido en ese momento era que, al menos, tenía el poder de seguir adelante, de ser dueña de su vida. Había perdido mucho, pero aún le quedaba algo: su voluntad.

El sol comenzaba a elevarse en el horizonte, marcando el inicio de un nuevo día. Un día en el que Lucenya decidiría, por fin, tomar las riendas de su destino.

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