Capítulo 27: Traición y Deber

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El eco de las olas rompía suavemente contra los acantilados de Rocadragón mientras Lucenya paseaba por los jardines del castillo, observando a Joffrey, Aegon y Viserys jugar con la despreocupación de los niños. Era un alivio para su espíritu cargado. Desde la traición de Jacaerys con Baela, su corazón se sentía atrapado entre la furia y la decepción, como si el fuego del volcán que sostenía Rocadragón también ardiera dentro de ella.

Joffrey, con su energía inagotable, corría tras un dragón de madera que Aegon lanzaba por los aires, mientras Viserys, el menor, observaba desde la sombra de un árbol, sosteniendo con delicadeza un huevo de dragón que nunca parecía abandonar. Lucenya se arrodilló junto a él, acariciándole el cabello plateado.

—Hermana, ¿crees que este huevo eclosionará algún día? —preguntó Viserys con la inocencia de un niño.

—Los dragones tienen su propio tiempo, pequeño —respondió ella, forzando una sonrisa que apenas enmascaraba su melancolía. Su vínculo con sus hermanos se había fortalecido en esos días de distancia con Jacaerys, quienes la llenaban con una paz que no encontraba en la compañía de su esposo.

En las salas del castillo, Jacaerys caminaba inquieto. Había intentado en vano acercarse a Lucenya desde que ella había descubierto su indiscreción con Baela. Se arrepentía profundamente, pero cada vez que se atrevía a buscarla, encontraba una barrera en sus ojos, una mezcla de reproche y orgullo herido que lo alejaba más.

Rhaenyra, quien también notaba la creciente distancia entre sus hijos, decidió intervenir. Esa tarde, mientras Lucenya volvía de los jardines, la reina la llamó a sus aposentos. La conversación comenzó con cortesías, pero pronto cambió de tono.

—Lucenya, debes entender que la situación es crítica. Estamos en guerra. Cada movimiento, cada decisión, cada acto importa. —Rhaenyra la miró fijamente, su rostro iluminado por la luz de los braseros—. Jacaerys te necesita, y el reino también. Deben asegurar el reclamo al trono. Un hijo... un heredero, fortalecería su posición.

Lucenya se tensó, sus ojos brillaban con una mezcla de furia y dolor.

—¿Un hijo? —repitió con frialdad—. ¿Eso es lo que soy para ti, madre? ¿Un vientre para proteger tu reclamo? ¿Eso crees que solucionará la traición de tu hijo?

Rhaenyra no desvió la mirada, pero su tono se volvió más severo.

—Sé que Jacaerys ha cometido errores, y sé que te ha herido, pero esto va más allá de ustedes dos. La Casa Velaryon y la Casa Targaryen están en juego. No puedes permitir que tus sentimientos debiliten nuestro reclamo.

—¿Y qué hay de mí, madre? —respondió Lucenya, desafiando a la reina con un título que rara vez usaba—. ¿Acaso mis sentimientos, mi dignidad, no tienen valor? Si Jacaerys me necesita, que lo demuestre. No seré una pieza en este tablero mientras él busca consuelo en los brazos de otra.

Rhaenyra suspiró profundamente, como si cargara el peso del mundo sobre sus hombros.

—Eres joven, y tienes razón de estar dolida. Pero el trono nunca ha sido para los débiles de corazón. Si queremos sobrevivir, si queremos ganar esta guerra, todos debemos sacrificarnos. Piénsalo, Lucenya. El futuro de todos está en tus manos.

Sin esperar una respuesta, la reina se levantó y salió de la habitación, dejando a Lucenya sola con el fuego y sus pensamientos.

Esa noche, mientras el rugido distante de los dragones llenaba el aire, Lucenya se retiró a sus aposentos. Miró por la ventana, hacia el horizonte donde el cielo nocturno se teñía de rojo por la luz de las calderas de Rocadragón. En su corazón, el conflicto se intensificaba. Sabía que el deber la llamaba, pero las heridas de la traición aún eran profundas. Podía sentir el peso de los ojos de Rhaenyra, de su esposo, e incluso del reino entero sobre ella.

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