Capítulo 57: La Ira de un Rey

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El salón del concejo se llenó de un silencio pesado. Los miembros del consejo se miraban entre sí, sin saber qué decir ante la desgarradora escena que se desenvolvía ante sus ojos. Lucenya, cubierta en la sangre de su hijo, sosteniendo a Jaehaera entre sus brazos, su mirada perdida, parecía desconectada de la realidad. Aegon, por otro lado, se encontraba frente a ella, de pie, inmóvil, mirando con horror a su esposa. Baelor ya no estaba. Su hijo, su pequeño príncipe, había sido arrancado de este mundo con una brutalidad que nadie, ni en sus peores pesadillas, podría haber anticipado.

El dolor comenzó como una opresión en el pecho de Aegon, una sensación de vacío profundo que se extendió rápidamente por todo su cuerpo. Su hijo, el futuro de la Casa Targaryen, su legado, ya no respiraba. Baelor, ese niño que había crecido bajo su mirada orgullosa, ya no estaba para seguir sus pasos, para continuar la línea. La tristeza se transformó en una furia destructiva.

Aegon comenzó a caminar de un lado a otro, con la mente aturdida por la noticia. ¿Cómo pudo suceder esto? Su cuerpo, en un arranque de dolor, tiró con rabia los objetos que se encontraban a su alcance: papeles, sillas, jarras de vino. Todo volaba por el aire con la furia de un hombre al borde de la locura. El eco de sus gritos resonó en las paredes del Red Keep, mientras los miembros del concejo retrocedían, temerosos de que la ira del rey pudiera consumirlo por completo.

-¡Mi hijo era mi legado y lo mataron! ¡Lo mataron!- gritaba, su voz rota, ahogada por el dolor de la pérdida. Sus manos temblaban de rabia mientras golpeaba los muebles, su corazón latiendo con una furia ciega que nublaba su juicio.

Lucenya, aunque ajena al dolor que experimentaba Aegon, sabía que este era un golpe que ambos compartirían para siempre. Su esposo estaba quebrado, pero también lo estaba ella, de maneras que no podía expresar. Ambos habían perdido a Baelor, pero Aegon, en su rol de rey, sentía el peso de esa muerte con una magnitud aún mayor. Baelor no solo era su hijo, era el futuro de la Casa Targaryen. Y ahora, ese futuro había sido arrebatado de la forma más cruel.

Aegon no pudo más. Cayó de rodillas, con el rostro entre las manos, llorando en silencio mientras el peso de la tragedia lo aplastaba. Sus sollozos eran guturales, desesperados. Nadie se atrevió a acercarse, ninguno de los consejeros sabía cómo consolarlo. El rey Targaryen, el hombre que gobernaba con mano firme, ahora estaba en ruinas, consumido por su dolor.

Horas más tarde, los responsables de la muerte de Baelor fueron finalmente capturados. Eran mercenarios, vagabundos sin rostro, que afirmaron haber sido contratados por un enemigo desconocido, algo tan común en las luchas de poder de los reinos. A pesar de su aparente desconexión con la familia real, la sospecha de que alguien en el interior del castillo había dado la orden pesaba sobre la corte. Pero, nadie mencionó el nombre de Alicent.

Los mercenarios fueron arrastrados a las mazmorras, donde Aegon, aún devastado, estaba esperando. No había paz en su corazón, solo un vacío oscuro, y un deseo de venganza que lo consume. Los hombres que mataron a su hijo eran meras piezas en el tablero, pero él sabía que esa venganza no era suficiente. Quería saber quién estaba detrás de todo esto. Quería saber quién le había arrebatado su hijo.

Aegon se acercó a los prisioneros, su mirada fría y llena de furia. Sus ojos brillaban con la intensidad de un hombre al borde de la desesperación. Esto no quedaría impune.

Sin decir palabra, Aegon ordenó que se les trajera hierro al rojo vivo. Los gritos de los mercenarios, que habían sido usados como carne de cañón en un juego mucho más grande, llenaron las mazmorras mientras el tormento comenzaba. Aegon no mostró misericordia. Cada uno de los hombres recibió su castigo con la misma brutalidad con la que habían asesinado a su hijo. La tortura fue meticulosa, calculada, y el rey no permitió que nadie interfiriera. Quería ver el sufrimiento en los ojos de esos hombres, quería que supieran lo que sentía al perder a Baelor.

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