Capítulo 2 - La noche lluviosa

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 Esto que os voy a contar a mí me lo dijeron las cuidadoras del orfanato, porque, obviamente, no recuerdo nada de cuando era bebé. Y, teniendo en cuenta los gustos literarios de ellas, es posible que sazonaran la verdad con un poco de romanticismo.

Parece ser que, una fría noche de finales de otoño, alguien me dejó en la puerta del edificio, envuelta en una toalla desgastada y metida en un cestillo para el pan. Las cuidadoras no alcanzaron a ver más que una sombra perdiéndose en la neblina, ni siquiera se pusieron de acuerdo en si era una mujer o un hombre.

Personalmente, creo que, ya puestas, decir que era una gélida noche de invierno, que nevaba y que no alcanzaron a ver más que las efímeras huellas de quien me había abandonado, tal vez moteadas con unas gotas de sangre, hubiera sido mucho más romántico. Pero a ellas les gustaban los misterios de una buena llovizna enneblinada que durara toda la noche. También les gustaba que las heroínas de las novelas románticas murieran de pulmonía o tisis.

El caso es que a mí el nombre de Caprice me lo pusieron por uno de esos libros. Por suerte, mi tocaya no moría de ninguna enfermedad que hiciera toser lastimeramente.

Fui una niña despierta, con buen humor y a la que le gustaba leer, pero, por lo visto, no era lo suficientemente mona como para que me adoptaran. Tal vez mis ojos verde oscuro se confundieran con marrón, o mi pelo encrespado jamás aceptara el adjetivo "sedoso", o mi naricilla no mereciera el diminutivo ni siquiera a aquella edad. De cualquier manera, nunca fue algo que me apenara demasiado, en aquel orfanato se vivía bastante bien.

Creo que fue en torno a los nueve años cuando decidí que no pasaba nada, que a esas alturas no necesitaba personas a las que llamar papá y mamá, que me bastaba con los amigos que también se hacían mayores sin ser adoptados y el cariño de las cuidadoras. Estudiaría y, cuando fuera mayor de edad, saldría y conseguiría tener una vida normal.

Pero ellos llegaron cuando yo tenía diez años.

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