Capítulo 25 - La Furia

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Al paso de Hilde, tanto las velas como las personas se sacudían nerviosas, los ventanales se abrían a la noche infernal y los cortinones sacudidos por el fuerte viento azotaban a los más cercanos. Por el rostro de la mujer, venía decidida a despedazar a los Mapaches a nivel de carne picada. Ellos se estaban pensando mejor lo de no tenerle miedo "la Santa" y si no sería más sabio regresar a su guarida. Y yo me estaba preguntando por qué la llamarían "la Santa" si era capaz de arrancar con una sola mano los últimos metros de mesa y enviarlos, junto con toda la cubertería, comida, explosiva bebida y algún comensal, a estrellarse contra una pared, como quien aparta una mosca.

–Hi-Hilde... qué pronto has regresado del Pozo –saludó el Mapache guitarrista intentando que sonara a alabanza.

–Os dije... –empezó ella con voz de ultratumba y las velas y antorchas comenzaron a apagarse bajo su opresiva presencia, sumiéndonos en tinieblas violáceas– que no le ¡tocarais ni un PELO! –terminó bramando y las sillas de los Mapaches salieron despedidas, con ellos encima, hasta la pared del fondo, contra la que no se hicieron trizas de milagro.

–¡No le hemos hecho nada! ¡La chavala está bien! –intentó defenderse uno de ellos, el Mapache batería, creo.

Pero la alfombra echó a arder a los pies de la cabreada señora y serpientes de fuego fueron derechas a devorar a los Mapaches Acojonados. Yo decidí que era hora de intervenir, antes de que el salón oliera a pollo frito.

–Hilde, estoy bien, de verdad –le aseguré acercándome, procurando no pisar ninguna zona en llamas o que estuviera abriéndose hacia las entrañas del Averno.

Ella me miró aflojando un poco la ira, pero enseguida se volvió hacia Robert.

–¡Y tú! –gritó señalándolo acusadora extendiendo todo el brazo como un ángel caído vengador–. ¡Te dije que...!

–Él no ha tenido la culpa –interrumpí antes de que le lanzara un rayo de la muerte o algo de por el estilo al tenso hombre–. No pudo hacer nada contra los Mapaches cuando se enteraron de que estoy aquí porque me sacrificaron.

Hilde resopló y dejó de aniquilar a Robert con la mirada y el índice, pero se volvió hacia el grupo de músicos acorralados por el fuego.

–Y ellos no me han hecho nada –continué intercediendo por los condenados–. Sólo querían que les contara lo de mi sacrificio para hacer una canción, nada más. Me han tratado bien.

Hilde replegó un poco su aura opresora, permitiendo que las asfixiadas antorchas volvieran a prenderse y que las fogatas se extinguieran.

–¿Todo bien, Hilde? –preguntó Sebastian, plantado de repente, como siempre, detrás de nosotras.

–Sí, Señor, eso parece –contestó ella sin volverse, respirando pesado todavía y sin desclavar la dura mirada de los Mapaches.

–Me alegro de que hayas vuelto tan pronto del Pozo sin Fondo.

–Gracias, Señor.

–Pero tienes que arreglar este desastre –ordenó amablemente el demonio.

–Lo sé, Señor, ahora mismo –aceptó Hilde, volviendo a ser la templada y recta señora de siempre. Se rehizo el moño y empezó por poner en su sitio el pedazo de tres metros de pesada mesa que había mandado a volar de un manotazo. Y a desenterrar a los músicos espachurrados debajo.

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