Capítulo 51 - Las señales

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Con la fama que ya llevaba, me metieron en una habitación con su cama de niña, sus libros infantiles, su moqueta de trenecitos y todas las esquinas acolchadas, pero, sobre todo, me metieron en una habitación aislada, con rejas en la ventana y triple cerradura en la puerta. Aunque lo más inquietante era el gran espejo que había incrustado en una de las paredes, ocupándola casi por completo. Los doctores hacían como que no estaba allí, pero era tan descarado que me dio por pensar si no estarían ellos más locos que los pacientes.

Yo a esas alturas ya me aburría bastante. Llevaba días sin hablar con mis amigos y echaba de menos las clases de Hilde. A cambio, sólo tenía cuentos de niños haciendo cosas inocentes y para nada sangrientas. Así que cogí la caja de pinturas y maquillé a los personajes como los Mapaches, con guitarras infernales y calaveras.

No fue una buena idea, lo sé, pero no me lo tengáis en cuenta. Aunque hubiera estado cinco años en el Infierno, yo seguía siendo muy inocente y no se me ocurrió que en el psiquiátrico pudieran tomarse aquello como una muestra más de mi locura. Pero los doctores de allí no me dijeron lo mal que les parecía y me proporcionaron un taco de folios blancos para que los rellenara a placer. Después se dedicaron a interpretarlos con extra de dramatismo, sin preguntarme con mucho interés qué significaban para mí. ¿Porque qué iba a saber una niña cuando los que habían estudiado durante años eran ellos?

Y los doctores llegaron a la conclusión de que, obviamente, una fuente de sangre representaba la masacre, y no lo que yo alcanzaba a ver desde la ventana de mi habitación infernal. Y la montaña de calaveras era una fosa oculta que tenían los sectarios, y no la decoración del ampli del bajista de los Mapaches.

Al segundo día capté voces al otro lado del espejo, allí había gente observándome como un pez en su pecera. Aquello me puso muy nerviosa y me oculté de sus miradas lo mejor que pude, lo que, una vez más, ellos, que se creían que yo no tenía ni idea de que estaban allí, se lo tomaron como una muestra más de lo traumatizada que estaba.

Y no hablemos de cuando les pedí música, a poder ser aquella "tocada por mi amigo Niccolo, el de los dedos de araña".

Loca.

Loca de remate.

Cualquier cosa que hacía se lo confirmaba.

Y, cuanto más consciente era yo de eso, más nerviosa me ponía, más loca les parecía a ellos.

Y no había forma de arreglarlo, porque todo,

todo

TODO,

podía ser interpretado como los delirios de una loca si se le ponía tanto empeño como aquellos doctores.

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