Capítulo 21 - El pasatiempo

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Los condenados también tenían sus juegos para entretenerse, aunque las apuestas eran un tanto salvajes. Como cuando competían en una carrera por relevos de pasar la mopa por el Salón de las Calaveras de Mármol Rojo, que era tan gigantesco que costaba distinguir qué hacían cuando estaban en el otro extremo. La primera vez que asistí a una de aquellas carreras, perdió el grupo de Hilde y Niccolo, por lo que los contrincantes, músicos modernos de cuero y tachuelas, los mandaron a limpiar el Pozo sin Fondo.

–Robert, cuida de Caprice –le ordenó Hilde a uno de los que menos llamaba la atención, con su ropa anticuada que incluía sombrero y su piel oscura–. Que esos locos no le pongan un dedo encima –añadió mirando con todo el descaro al grupo maquillado como mapaches cabreados.

–Sí, señora –aceptó él, casi con el mismo respeto con el que se dirigía a Sebastian.

Con mucha dignidad, el equipo de los músicos malditos antiguos se dirigió hacia el ominoso agujero del patio trasero. Usando cuerdas enrolladas en torno a la cintura, bajaron al abismo de densa oscuridad. Minutos después, empezaron a escucharse los chillidos, seguidos por la destensión de las sogas al perder el peso que sujetaban.

–Terminan por volver –me aseguró mi nuevo cuidador con ánimo tranquilizador cuando me vio poner cara de dolor–. Ven, vamos a improvisar un rato.

–Ni uno –escuché burlarse a uno de los maquillados con fervor–. Qué mantas –añadió desdeñoso y yo no comprendí a qué venía mencionar ropa de cama en un momento como aquél.

Robert no creía en las partituras ni en tocar las melodías siempre de la misma forma, prefería que los estados de ánimo, generalmente melancólicos, y las vivencias, normalmente tristes, tuvieran mucho que decir en las piezas interpretadas. Muchas veces se acoplaba a otros músicos, inventando su participación justo en el momento. Me dijo que le interesaba ver cómo conjuntaba mi violín, préstamo de Niccolo, con su guitarra destrozada. Fue una práctica muy divertida, aunque mis dedos acabaron tan doloridos como en las clases con el Señor Dedos de Araña.

–¿Qué hay en el Pozo Sin Fondo? –pregunté mientras descansaba.

–No lo tengo claro –contestó Robert estremeciéndose–. Nunca he llegado a verlo antes de que... –y terminó la frase con un rasgueo desgarrado y torturado de la guitarra, que me puso los pelos de punta.

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