Capítulo 43 - Por inspiración diabólica

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 –¿Sí? No esperaba veros tan pronto –escuché reconocer a Sebastian.

–¿Puede ofrecerme una silla? –pidió Hilde con tono agotado.

–Eh... sí, pasad. Dame un momento para ordenar esto. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Te has enfrentado a alguien? –se interesó él alejándose y cacharreando con algo que sonaba a cadenas.

Yo avancé a tientas, cegada por la mujer a la que daba apoyo. No veía yo buena estrategia ahí. Bueno, es que no veía nada, jaja.

–Uno de los tipejos que mató a Caprice... ha querido apuñalar su cuerpo... He tenido que actuar para espantarlo –contestó Hilde todo lo digna que le permitía el cansancio.

Noté como ella se sentaba con dificultad, pero ni con ésas me quitó la mano de los ojos.

–¿Qué pasa, están desnudos? –desdeñé yo, fastidiada por haberme golpeado contra la pata de una silla.

–Ahora ya sí que es el único problema de Hilde –contestó burlona la Duquesa–. Bueno, ya está, santurrona.

Hilde aceptó al fin apartar la mano de mi cara y yo pude ver la enormísima habitación de nuestra anfitriona, que estaba envuelta en una bata negra y tenía el pelo rubio de nuevo corto y despuntado. Sebastian también iba en bata, la suya de un azul pálido moteado de florecitas rosas. Pero a mí me llamaba más la atención las dimensiones de aquella habitación, el ventanal con vistas al páramo mortal y los ríos de sangre hirviente más allá de los jardines, la colección de instrumentos expuestos en las paredes...

–¿Ese trasto no es uno de los que tenéis en las mazmorras? –pregunté señalando el armatoste con cadenas a medio ocultar bajo una sábana.

Sebastian se apresuró a taparlo del todo.

–Creo que Hilde estaría más cómoda si esperara al menos cinco años para hablarte de eso –contestó la Duquesa acercándose con una sonrisilla–. ¿Qué es eso de que te has manifestado en la Tierra? –añadió con un tono entre reproche y asombro.

–He tenido que hacerlo –contestó Hilde con seriedad–. Pensaba que iba a solucionar este problema pronto –le recordó inflexible y después tuvo que recostarse y luchar por respirar.

–Cada vez das más miedo –alucinó la Duquesa muy orgullosa, pero de repente se lo pensó mejor–. Ahora mismo me encargo de que te envíen energía –prometió y, en un parpadeo, desapareció como si nunca hubiera estado allí.

A los segundos, uno de los espejos de la habitación pasó a mostrar una escena urbana, en una calle de alguna fría pero animada ciudad, un joven había empezado a tocar con la guitarra una de las obras de Hilde como por inspiración diabólica. Al instante, en otro espejo pudimos ver como, en una multitudinaria clase, una chica le pedía a su profesora que profundizara sobre la vida y obra de cierta mujer de hacía un milenio. Después llegó el concierto de música clásica y hasta una discusión de cafetería sobre si mi tutora se merecía o no haber sido nombrada santa.

Hilde recuperó la respiración calmada y su porte digno, pero no pudo evitar dejar escapar un suspiro aliviado.

–Bien, con esto deberías aguantar –opinó la Duquesa regresando–. Ahora voy a encargarme de esa gente –añadió con tono oscuro y cruel y volvió a desaparecer, esta vez en una nube negra.

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