10. Victor y Laura

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Para Laura un paseo en bicicleta significaba poner su vida en peligro, las bicicletas siempre han sido su peor enemigo y una de las principales causas de que no haya superado su miedo a disfrutar un inofensivo paseo. Aunque era consiente que no conseguiría aprender a pedalear la bicicleta sin ocasionarse un par de raspones, ella traía consigo la bicicleta cada miércoles por la tarde en el parque que se encontraba a unas cuadras de su departamento. Le parecía ridículo arrastrar la bicicleta sin subirse una sola vez a ella, pero al menos con ello podía fingir que sabía usarla.

Ha sido objeto de burla por ese motivo, y poco le ha importado.

—Muy bien, hemos llegado —palmeó la sentadilla de su bicicleta.

Una anciana se encontraba sentada en su sitio favorito, la saludó con cortesía y recargó su bicicleta detrás de la banca de metal.

  —Es una bella tarde, ¿no lo cree? —se quitó la pequeña mochila que colgaba de su espalda y tomó asiento a su lado. 

— ¿Es su plan? ¿Hablarle a esta anciana del atardecer para después sacar sus tontos productos de esa cosa y vendérmelos? —la vieja le dedicó una mirada molesta, estaba cansaba de que los vendedores la persiguiesen y creía que ella era una más.

  —Oiga, yo vine aquí a pasar un rato —levantó las manos a la altura de la cabeza como si la estuviesen arrestando—. Mis productos de AVON se quedaron en mi departamento, yo no estoy aquí para…

— ¡Ah! No lo niegas niña, ¿Qué harás? Llevarme hasta allá y venderme esas porquerías, no te lo recomiendo, yo me quedo aquí. —le amenazó con un bastón que hasta ese momento Laura no se había percatado que lo traía. Indignada se puso de pie.

— ¡Mire ancianita, deje de atacarme! Que le aproveche la banca, porque yo no pienso quedarme a escuchar sus burradas, ¡vieja loca! —vociferó. Colgó la mochila en su hombro, cogió su bicicleta y se alejó del lugar.

— ¡Vieja loca su madre, maleducada! —Atacó la anciana a sus espaldas. 

— ¡Con mi madre no se meta, regrese a su casa y ahogase en su amargues! —como pudo se alejó, escuchando cada vez más lejos la voz quejosa de la persona que se adueñó de su sitio.

Si su madre hubiese escuchado lo que dijo, seguro se le lanzaba encima sin importarle que fuese una mujer de tercera edad, afortunadamente estaba sola en ese estado y ella es demasiado respetuosa con las personas mucho mayores que ella como para hacer algo así. Aunque, el respeto lo perdió al responderle de esa manera.

Fue al centro del parque. Se relajó, comió el tamal rojo que compró a un vendedor ambulante. Leyó el periódico, buscando un nuevo empleo en el que consiga ganar algo mejor y así pagar los dos meses atrasados de alquiler.

—Ochocientos pesos de mesera, ¿en serio? Oh y es a la quincena, ni loca me esclavizaría en ese restaurant. Mm, ¡ama de casa! Mil quinientos semanales… achís, piden experiencia en cocina, ya valí —subrayó las que creyó le convenían y pasó página para leer su horóscopo.

  Sintió algo tocarle las rodillas, despegó la vista de su periódico para mirar al suelo  y observar a un pequeño niño de cabello castaño con gesto serio mirando el pasto que arrancó en sus manos.

—Casi me das un infarto —le sonrió—, ¿Dónde están tus padres?

El pequeño señaló con su pequeño dedo a un hombre alto, con vestimenta informal, cargando a una réplica del niño frente suyo en un canguro verde,  acercándose con paso apresurado hacia ellos. No le dio tiempo de articular palabra, lo único que pudo hacer es cubrirse con el periódico y fingir que no ocurría nada.

Querida, no soy infantil 1 Y 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora