La sombra y la fortuna- Parte 3/ Historia Corta

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Un terror paralizante invadió a la compañía de Miss Fortune con la sola mención de esta pesadilla eterna de ira asesina y furia sin fin.

La Sombra de la Guerra.

En tiempos remotos, su nombre había sido Hecarim, pero nadie sabía con certeza si aquello era cierto o el invento de un antiguo cuentista. Solo los tontos se atrevían a contar su leyenda macabra alrededor del fuego, y no sin antes haber bebido el suficiente ron como para hundir un buque de guerra noxiano.

A medida que la Sombra de la Guerra emergía de la niebla, Miss Fortune comenzaba a percatarse de que no era un jinete común y corriente. Un temor frío cayó sobre sus hombros, como un velo ante la visión de una criatura monstruosa.

Quizás Hecarim fue alguna vez un caballero, un hombre y un caballo por separado, pero ahora eran uno solo, un gigante imponente cuyo propósito era destruirlo todo a su paso.

—Nos tienen rodeados —dijo una voz.

Miss Fortune se arriesgó a despegar la vista del centauro blindado para ver a un ejército completo de caballeros; sus siluetas centelleaban una radiante transparencia verdosa. Apuntaban con lanzas o espadas de fulgor oscuro. Hecarim desenfundó una guja enorme y puntiaguda cuyo filo emanaba fuego verde.

—¿Conoces algún corredor secreto para salir de aquí? —preguntó Rafen.

—No —respondió Miss Fortune—, quiero enfrentarme a ese bastardo.

—¿Quieres enfrentarte a la Sombra de la Guerra?

Antes de que Miss Fortune pudiera contestar, una figura encapuchada saltó desde la terraza de una tienda de granos para descender sobre la plaza. Aterrizó con estilo; una gabardina de cuero gastado se extendió detrás de él. Cargaba dos pistolas, pero no eran como ninguna que Miss Fortune hubiera visto antes en la mesa de armas de su madre. Eran una artesanía de metal, hechas de bronce, reforzadas con trozos de lo que parecía ser piedra tallada.

La luz se impuso en la plaza gracias a los rayos ardientes que soltaban cada una de sus pistolas, cuya descarga dejaba en ridículo la destrucción del Masacre. El hombre giró en espiral, al tiempo que marcaba objetivos y los mataba, uno por uno, con una velocidad asombrosa. La neblina ardía donde caían sus rayos, y los espectros chillaban mientras eran consumidos por la luz.

La neblina se retiró de la Plaza Robacarteras, llevándose a Hecarim y a los caballeros de la muerte con ella. Algo le decía a Miss Fortune que esto era apenas un respiro momentáneo.

El hombre enfundó sus pistolas y se dio vuelta para ver a Miss Fortune. Se retiró la capucha y reveló unos rasgos apuestos y oscuros, y unos ojos atormentados.

—Es lo que sucede con las sombras —dijo—. Un poco de luz y desaparecen.



Olaf no estaba contento con esta perdición.

Esperaba que los hombres hablaran de su batalla épica con el krakensierpe, y no de esta innoble caída hacia su muerte.

Albergaba la esperanza de que alguien lo hubiera visto cargar contra la bestia marina.

Rezaba para que al menos una persona lo hubiera visto atrapado en el abrazo del tentáculo espectral, siendo sacudido en lo alto del cielo, para luego huir antes de ver cómo lo lanzaba como a un trozo indigno.

Olaf se estrelló y atravesó el techo de un edifico atornillado al costado del acantilado. ¿O quizás era el casco de un barco? Cayó demasiado rápido como para ver lo que era. Vigas estropeadas y cerámicas lo acompañaron en su estrepitosa caída a través del edificio. Pudo ver rostros asombrados que gritaban durante su viaje al abismo.

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