La carga/ Historia corta

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"Por eso debemos retirarnos a Buhru, Portadora de la Verdad. No podemos salvar a los paylangi'', dijo la hierofante. La corpulenta mujer sonrió; su agrado por la perspectiva de abandonar Aguasturbias era evidente.

''Eso ya lo has mencionado antes'', dijo Illaoi, rodeando la mesa de piedra del centro de la sala. Movió sus hombros en círculos, estirándose para reprimir un bostezo''.

Junto a la hierofante había un anciano invocador de serpientes. Vestía un atuendo confeccionado con cuerdas. Cada uno de los filamentos de color añil había sido tejido de forma que se rizase; sus grosores dispares y la tinta de kraken desvaída creaban la ilusión en torno a él de estar envuelto en tentáculos toscamente labrados. Su rostro estaba completamente cubierto por un tatuaje que representaba las fauces de dientes infinitos de un leviatán. Los monjes y los invocadores de serpientes siempre procuraban proyectar una apariencia temible. Un hábito irritante, típico de la mayoría de los hombres.

''Las mayores bestias no se acercarán a Aguasturbias'', resolló el invocador. ''Permanecen en las aguas profundas, lejos del hedor de los muelles del matadero. Como mucho, apenas un puñado de ejemplares jóvenes y desnutridos atenderá a nuestro llamamiento''.

Solo los vástagos mayores de Nagakabouros eran lo bastante fuertes para consumir la niebla y defender la ciudad ante el Harrowing. El resto de las Islas de las Serpientes no tenía ese problema.

No era sino un recordatorio más de la ignorancia de la población de Aguasturbias. Ni los habitantes de la tierra firme ni sus descendientes dejaban tiempo suficiente para que el agua limpia fluyera por sus muelles y los limpiara a su paso. En lugar de ello, los paylangi establecían anclajes permanentes en cada orilla de la bahía. Una estupidez monumental. Gran parte del sacerdocio afirmaba que aquello era prueba de que los paylangi en realidad deseaban ser consumidos por la Niebla Negra.

''Rayos'', dijo Illaoi. Si se iba a quedar, tendría que encontrar un modo de defender la ciudad sin las serpientes. Tanteó la comida de uno de los cuencos con ofrendas que la rodeaban antes de seleccionar un mango. Necesitaba un plan, y aquellos dos idiotas carecían de utilidad alguna.

Un sonoro crujido interrumpió su meditación. Una pesada puerta de madera acababa de abrirse violentamente en la parte de abajo.

La voz de Gangplank aulló, resonando en las paredes de piedra con palabras ininteligibles.

''Lo sacamos del agua, como nos ordenaste'', dijo la hierofante, al tiempo que se ajustaba, sonriente, el colgante de jade de su función. ''¿Tal vez hubiese sido mejor dejar que su energía retornase a Nagakabouros?''

''No eres quién para juzgar las almas''.

''Por supuesto que no, Portadora de la Verdad, solo a Nagakabouros le corresponde tal juicio'', dijo, dando a entender que la opinión de Illaoi pecaba de parcialidad.

Illaoi pasó entre los dos clérigos, empequeñeciéndolos a ambos. La Portadora era alta, incluso para una isleña. Así había sido siempre. Era más alta aún que el mayor de los norteños. De niña este hecho la había acomplejado, sintiendo que tropezaba siempre con los demás, pero había espabilado. Cuando yo me muevo, más les vale apartarse de mi camino.

Alzó el Ojo Divino de su pedestal. El ídolo de oro era más grande que un barril, y varias veces más pesado. Sus dedos cosquillearon al contacto con el frío metal. Había permanecido junto al enorme fuego, que ardía vorazmente iluminando la sala, pero el Ojo Divino se mantenía eternamente frío y húmedo al tacto. Illaoi se echó diestramente aquel enorme peso al hombro. En los últimos doce años, la Portadora de la Verdad jamás se había alejado más de dos pasos de él.

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