Uroboros/ Historia corta

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Nasus caminaba de noche, reticente a mirar el sol de cara. El muchacho lo seguía de cerca.

¿Cuánto tiempo habrá estado ahí?

Todo mortal que alcanzaba a ver al monstruoso vagabundo huía, todos salvo el muchacho. Juntos, forjaron un sendero por las antiguas tierras de Shurima. El aislamiento autoimpuesto hacía mella en la conciencia de Nasus. Los vientos del desierto aullaban en torno a sus cuerpos malnutridos.

—Nasus, mira allá, sobre el mar de dunas —dijo el muchacho.

Las estrellas guiaron a los caminantes en su travesía por aquellos secos páramos. El viejo chacal ya no portaba la armadura de los Ascendidos. Los monumentos dorados yacían enterrados en el pasado. Ahora, como un ermitaño vestido con harapos, Nasus se rascaba el pelaje apelmazado antes de elevar lentamente su cabeza para observar el cielo nocturno.

—El Gaitero —dijo Nasus, con una voz baja y áspera—. Pronto cambiará la estación.

Nasus posó su mano sobre el pequeño hombro del muchacho y bajó la mirada para observar su rostro quemado por el sol. En él pudo ver las suaves líneas y curvas del linaje shurimano, curtido por los viajes incesantes.

¿Cuándo comenzaste a preocuparte? Pronto te encontraremos un hogar. Deambular entre las ruinas de un imperio caído no es vida para un niño.

Tal era la naturaleza del universo. Momentos breves desplegados en los eternos ciclos de la existencia. La embriagadora filosofía le afectaba, pero solo se trataba de otra piedra en su interminable camino de culpa autoimpuesta. Si le permitía seguir sus pasos, el niño inevitablemente cambiaría para siempre. La sombra del remordimiento pesaba sobre el ceño de Nasus como una tormenta. Su compañía saciaba algo arraigado en lo más profundo del héroe ancestral.

—Podemos llegar a la Torre del Astrólogo antes del amanecer. Pero tendremos que escalar— dijo el muchacho.

****

La torre estaba cerca. Nasus trepó por la pared del acantilado, mano sobre mano; era tal su dominio de aquella ascensión que se permitía escalar con gran imprudencia, tentando a la muerte. El niño trepaba a su lado, ágil en el uso de cada saliente y recoveco que ofrecía aquella pared de piedra gastada.

¿Qué le ocurriría a esta vida inocente si me rindo ante la muerte? La idea perturbó a Nasus.

Hilos de niebla surgían entre los riscos del acantilado, enhebrando las estrechas rocas como si fueran pequeños senderos en la montaña. El muchacho fue el primero en alcanzar la cima. Nasus lo seguía.

A lo lejos, a través de la bruma podía oírse al metal golpeando la piedra... y también voces hablando en un dialecto familiar. De repente, Nasus despertó de su trance.

El pozo situado en la Torre del Astrólogo solía atraer a los nómadas, pero nunca tan cerca del equinoccio como ahora. El muchacho se quedó quieto del temor que sentía.

—¿Dónde están las hogueras? —preguntó.

El relincho de un caballo perforó la noche.

—¿Quién anda ahí? — volvió a preguntar. Sus palabras recorrieron la oscuridad.

Un farol cobró vida e iluminó a un grupo de jinetes. Mercenarios. Saqueadores.

Los ojos del chacal se abrieron de par en par.

Vio que eran siete. Sus curvas espadas seguían enfundadas, pero sus ojos delataban astucia y entrenamiento marcial.

—¿Dónde está el guardia? —preguntó Nasus.

—Está durmiendo junto a su mujer. La noche fresca invitaba a retirarse temprano —replicó uno de los jinetes.

—Viejo chacal, mi nombre es Malouf —dijo otro—. Nos envía el emperador.

Nasus dio un paso al frente, desvelando fugazmente un atisbo de ira.

—¿Acaso busca reconocimiento? Entonces, se lo daré. En esta era impía no hay emperador —dijo Nasus.

El muchacho, desafiante, dio un paso al frente. Los oscuros mensajeros se alejaron del farol. Las largas sombras velaron sus posturas defensivas.

—Entreguen su mensaje y váyanse —dijo el niño.

Malouf desmontó y caminó hacia adelante. Introdujo una mano encallecida entre los pliegues de su ropa y extrajo un oscuro amuleto engarzado en una gruesa cadena negra. La geometría del metal destellaba recuerdos de magia y destrucción en la mente de Nasus.

—El emperador Xerath envía sus ofrendas. Nosotros seremos siervos para ustedes. Quiere darles la bienvenida a la nueva capital de Nerimazeth.

Las palabras del mercenario golpearon a Nasus como un martillo sobre una copa de vidrio.

Rápidamente, el niño se arrodilló para agarrar una piedra pesada.

—¡Muere! —exclamó.

—¡Sujétalo! —ordenó Malouf.

El chico tomó impulso y arrojó la piedra al aire, cuya perfecta parábola amenazaba con destrozar los huesos de un mercenario al impacto.

—¡Renekton, no! —rugió Nasus.

Los jinetes dejaron de fingir. Nasus sabía que el cuidador y su esposa estaban muertos. La bienvenida de Xerath llegaría en la forma del frío acero. La verdad comenzó a nublar la ilusión.

Nasus se estiró para alcanzar al muchacho. El niño se perdió en las sombras de un recuerdo, que acto seguido se disipó sobre aquel terreno iluminado por estrellas.

—Adiós, hermano —susurró Nasus.

Los emisarios de Xerath se dispersaron mientras sus caballos corcoveaban y bufaban. Flanquearon al ascendido por tres lados. Malouf no vaciló, desenfundó su espada y la hundió en el costado de Nasus. El dolor se extendió por el cuerpo del curador ancestral. El jinete intentó extraer su espada, pero esta no se movía. Una zarpa sostenía el sable, manteniéndolo agónicamente hundido en la carne del Ascendido.

—Debiste haberme dejado a solas con mis fantasmas —dijo Nasus.

Acto seguido, Nasus arrancó la espada de la mano de Malouf, destrozando dedos y desgarrando ligamentos.

El semidiós se abalanzó sobre su agresor. El cuerpo de Malouf cedió bajo el enorme peso del chacal.

Nasus saltó sobre el siguiente jinete, arrancándolo de su montura; bastaron dos golpes para perforar órganos y dejar sus pulmones sin aire. Su cuerpo desfigurado, una masa agónica, huyó hacia el desierto. Su caballo se encabritó y desapareció entre las dunas.

—¡Está demente! —gritó uno de los jinetes.

—Ya no lo estoy —dijo Nasus, mientras se acercaba al líder de los mercenarios.

Una extraña fragancia inundó el aire. Flores de lavanda muertas colorearon el sendero por donde pasaba. Malouf se retorcía en el suelo con los dedos de la mano derecha rotos y debilitados, con la piel flácida como si fuera un pergamino humedecido. Su caja torácica se había hundido como la cáscara de una fruta podrida.

El terror se apoderó del resto de los mercenarios. Lucharon por mantener el control de sus monturas, aunque solo fuera para batirse en retirada. El cuerpo de Malouf yacía abandonado en la arena.

Nasus miró al este, hacia las ruinas de Nerimazeth.

—Díganle a su ''emperador'' que su ciclo está por terminar.

Universo lol / League Of LegendsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora