Veintiocho

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— Mamá— dije—. Dime qué pasó.

La miré. Se veía decaída.

— Nos encontramos con tu padre— dijo al fin.
— ¿Y?— pregunté.
— Hablamos— dijo ella.
— ¿Hablaron? No parece que sólo hablaron— dije.
— Pero sí hablamos— dijo el doctor Hermes desde el otro lado—, con los puños, pero hablamos.
— ¿Qué?— pregunté.
— Gracias Richard— dijo mi mamá enojada—, es obvio que no estaba buscando la forma de tratar un tema tan delicado como ese.
— ¿Por qué se golpearon?— pregunté.
— Porque tu padre es un desgraciado— dijo el doctor Hermes.
— Eso ya lo sé— dije—. Es decir, además de eso.
— Era sólo un comentario, Richard— le dijo mi mamá—, no era como para que te lanzaras a golpearlo.
— Te estaba faltando el respeto— dijo el doctor Hermes.
— Y tú quisiste faltarle al suyo, ¿No?— preguntó Madie.
— Sí, algo así— dijo el doctor Hermes.
— Pues fue una reacción exagerada— dijo mi madre.
— Sí— dijo Madie—, sobre todo porque el profesor Callahan es cinta negra en karate. Pero aún así, te quedaste con la chica, ¿No?
— Cierto— le dijo el doctor—. Estaré golpeado pero técnicamente el victorioso soy yo.

Se puso a reír como loco. Mi mamá parecía molesta.

— Esta es una conversación privada— dijo ella.
— ¿Papá se fue?— pregunté.
— Sí— dijo Madie—. Y completamente ileso.
— Es que me dio lástima— dijo el doctor Hermes.
— Claro, que sepa karate no tiene nada que ver con eso, ¿No?— dijo Madie.

Miré a mi madre. Estaba obviamente cansada de eso.

— Tengo que irme— dije.
— ¿Tan pronto?— me preguntó mamá.
— Dejé el trabajo. Sólo quería ver que estuvieras bien. Pero iré a visitarte en la tarde.
— Tomaré el turno nocturno hoy— me dijo ella.
— No lo creo— dijo Madie—, ya pedí ese turno para mí.
— Pero es mío— dijo mi madre.
— Tranquila, yo puedo con él— dijo Madie.
— Tú deberías descansar— dije—. Además, necesito hablar contigo.

Ella dudó un poco antes de decir que sí. Me despedí y salí. Fui por mi auto. Conduje, pero no con rumbo a la universidad. Iría a buscar a mi padre. Eso tenía que terminar. No podía seguir arruinando la vida de mi madre cada vez que se encontrara con ella. Ya era suficiente. Tenía que superar eso. Por las buenas o por las malas.

Llegué afuera de su universidad. Me acerqué a la entrada. Le dije al guardia quién era y a quién buscaba. Mentí diciendo que tenía que comentarle un cambio en el proyecto que él encabezaba. Como posiblemente no sabía de qué le hablaba y no quería meterse en líos, me dejó pasar. Me indicó que mi padre estaba en la sala de profesores. Caminé hasta ahí.

Lo vi en un pasillo. Me acerqué.

— Necesitamos hablar— dije en voz fuerte, para llamar su atención.

Se giró. Me observó asombrado.

— ¿Qué haces aquí?— preguntó.
— Quiero que te expliques— dije—. Porque honestamente no lo entiendo.
— ¿Tu madre te envió aquí?
— Ella no lo sabe— dije—. De hecho, ella no quiere tener nada que ver contigo. Y yo quiero saber porqué tú no quieres entenderlo.
— Vete de aquí. Hablaré con tu madre de nuestros problemas, no contigo.

Avanzó un poco. Corrí hasta ponerme en su camino.

— Ese es el problema— dije—. No hay problemas. No hay un nosotros. Ella está tratando de rehacer su vida, déjala tranquila.
— Esto no tiene nada qué ver contigo.
— ¡Sí lo tiene!— dije—. Soy su hijo. Y de hecho, lo que haga mamá no tiene nada que ver contigo. Así que deja de interponerte.
— No me importa lo que hace tu madre.
— ¡Entonces deja de molestarla! A ella y al doctor Hermes.

Me observó. Recordaba esa mirada. Estaba enojado. Mucho.

— Naturalmente te agrada ese doctor, ¿No?
— Eso no importa, me agrade o no respeto las decisiones de mi madre porque ella está intentando ser feliz de nuevo.
— Pero él te agrada. Por supuesto, te entrenó toda tu vida para que te guste.
— Claro que no— dije—. Me agrada el doctor Hermes porque es muy simpático. Aún si no tuviera nada qué ver con mi madre, me agradaría.
— Entonces vete. No sé qué haces aquí.
— Quiero que prometas que no volverás a molestar a mi madre— dije.
— No tengo porqué prometerte nada. Vete. Es una órden.

¿Una órden? ¿En verdad acababa de decir eso?

— Ya no soy un niño— dije—. No acepto órdenes tuyas.
— Eres tan estúpido como cuando eras un niño. Sólo vete.

Siguió caminando. Empecé a enojarme.

— En toda mi vida— dije levantando la voz, él se detuvo— siempre he aceptado todo lo que decías de mí, aunque nunca te esforzaste por ocultar que me odias. Jamás entendí porqué me odias tanto y acepto que en algún momento de mi infancia intenté hacer de todo para obtener tu aprobación, pero ya no me importa. Siempre me trataste como si fuera tonto, como si todas esas cosas crueles que decías no me afectaran. Lo hacían, y mucho. Pero ya no más. No soy un niño. No necesito nada de ti. Ni yo ni mi madre. Sólo aléjate de nosotros.

Me giré. Sentía que mi corazón iba a explotar. Por primera vez en toda mi vida, no le tenía miedo a mi padre.

Caminé un poco hasta que sentí que sujetaban mi brazo con rudeza. Miré. Era mi padre, cuyo rostro mostraba ira en su más puro estado. Lo observé consternado.

— ¿Crees que vas a irte después de todo esto?— dijo iracundo.
— ¿Qué vas a hacer?— pregunté, con determinación.

Me fulminó con la mirada. Pero ya no cedí. De niño lo hacía todo el tiempo. Mi padre me daba miedo. Mucho. Sólo su simple presencia me paralizaba.

— Mi madre ya te superó— dije—. Empieza a hacer lo mismo tú.

Me liberé y seguí caminado. No me giré. Estaba temblando. Pero no sentía miedo. Sólo quería irme. Todo era muy confuso, pero de alguna manera se sentía buen. Como si las cosas por fin empezaran a ser diferentes.

Salí. Subí a mi auto. Conduje. Me sentía cansado. Me estacioné frente a un parque. Salí del vehículo. Me senté en una banca. Miré los árboles. Suspiré.

Café por la mañanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora